Al atardecer estaban sentados alrededor de una mesa de plástico frente a la playa. Provenientes de varios lugares se encontraron para festejar, con gastos pagados, el veinticinco aniversario de la organización en que laboraban. Era un día de semana, de esos en que los hoteles tienen bajo nivel de ocupación y brindan precios rebajados. Estaban eufóricos por el agasajo, una muestra de reconocimiento por su dedicación al trabajo y el crecimiento acelerado de la presencia institucional en diversos rincones del país. En diversas oportunidades se habían encontrado, pero esta ocasión era única: comida hasta la gula, ron y cervezas nacionales a cántaros, habitaciones de cuatro estrellas, playa desolada, piscina vacía y tres días para festejarlo.
En la mesa que compartían todos eran varones, probados en el trabajo sin ponerle peros a los obstáculos porque se movilizaban en moto por trochas lodosas, en panga bajo tempestades, en mula o a caballo, con el fin de atender a las comunidades con las que trabajaban. Salí a la playa, escuché sus risas y me llamaron. Eran ellos, los que siempre sobresalían en los encuentros.
— Tómate un trago — dijo Wilfredo ofreciéndome un vaso. Su largo brazo atravesó la mesa de extremo a extremo y José, sin que lo tuviera en mis manos, sirvió un trago de ron. Hilario agregó hielo y Juan me pasó el jugo de naranja.
— Siéntate, agarra aquella silla — dijo Gustavo abriendo espacio para que me acomodara.
— ¿Y Cañal? — pregunté.
— Allá está, tiene rato de estar en el mar —respondió Juan señalando la figura de Cañal que se sumergía entre las olas.
Brindamos, conversamos, reímos acompañados por el sol desvaneciéndose en el horizonte y Cañal salió del mar, escurriendo agua salada de su piel negra garífuna. Se acercó a la mesa y Wilfredo le sirvió un trago al strike. “Para que se te quite el frío”, le dijo. “Ahhh”, expresó al tomárselo. Nos estrechamos las manos y se sentó satisfecho.
— Estábamos hablando de vos —expresó José volviendo a ver a Cañal.
— Humm, nada bueno debe ser —respondió—. Dame otro fuckin trago. Con generosidad, Wilfredo le llenó el vaso que sin respirar vació Cañal.
— Hilario está celoso —le dijo Juan.
— No acepta ser tu compadre —agregó Gustavo.
Hilario se mostró incómodo, pasándose las manos sobre el cabello negro chirizo, pero Cañal, con su espíritu caribeño, se le acercó, lo abrazó sacudiéndolo en la silla, dijo “no seas fijado” y comenzó a relatar. Ella nos visitó en Kukra Hill y, desde que me vio manejando la panga, el brillo de sus ojos azules cambió. Nunca antes había visto a un negro como yo, aunque se rían. “Es cierto”, dijo Juan, ella se entusiasmó desde que lo vio. “Joder tío, necesito que me prestes tu cuarto, un espécimen exótico como éste no se encuentra en otros lados y pronto me voy”, me dijo con urgencia después de cenar, casi rogándome. Cuando amaneció, estaba sola, desnuda en la habitación y Cañal había desaparecido”, concluyó Juan ante la expectativa de todos.
— Déjate de pendejadas y contá de una vez lo que pasó —reclamó Hilario.
— Buay, si lo cuento, te vas a enojar conmigo —respondió Cañal.
— Aquí nadie vota la gorra —aseguró Wilfredo. Cañal regresó a su silla y continuó su relato.
Ustedes saben que nosotros los garífunas somos tímidos y por eso esperé que todos estuvieran dormidos, hasta el vigilante. Al entrar en el cuarto la encontré desnudita, recién bañada, iluminada por la luz de una candela. Me quitó la ropa apresurada y de un empujón me tiró en la cama. Caí boca abajo, se me echó encima, abrió mis piernas y de pronto sentí una cosa que nunca antes en mi fuckin vida había sentido: con su lengua me chupó, me taladró, el cuerpo se me puso como erizo de mar, la mente en blanco, me flaquearon las piernas y me desmayé.
— ¡Te hizo el beso negro! —exclamó José.
— El anilingus, para ser exactos —refirió Gustavo con tono científico y todos, menos Hilario, rieron a carcajadas.
— No jodas Hilario, la cagaste todita —dijo Wilfredo. — La besabas con desesperación, como chavalo quinceañero —agregó.
Hilario no dijo nada, se levantó de la mesa y se aproximó a Cañal, quien, en alerta, se levantó rápidamente de la silla y se quedaron viendo, como reconociéndose ante la expectativa de todos. “Somos hermanos, un besito no mata a nadie”, le dijo Cañal y se abrazaron mientras reíamos al verlos indiferentes ante lo que les había sucedido. No se volvieron a separar, pasaron los dos días restantes juntos en el desayuno, en la playa, almuerzo y cena. Cuando salimos del hotel seguían sin separarse y, al despedirnos, Juan dijo “mira lo que es capaz de hacer un beso negro, unir a un indio de Masaya con un negro garífuna de Laguna de Perlas”. “Un beso pluricultural”, agregó Gustavo.
Ronald Hill A.
Miércoles, 15 de agosto de 2012