Va a subir las gradas de la esquina noroeste.
Sube su pie izquierdo en el primer escalón y con fuerza se apoya en el bastón.
Levanta su pie derecho y sube. Mantiene el aliento y exhala, un esfuerzo que
se muestra en su rostro moreno, rostro de abandono, arrugado por
el paso de los años. Es un hombre delgado que cubre su cabeza con una gorra.
Así, poco a poco, sube las siete gradas para acceder
hasta el andén. Culmina y se detiene, vuelve a respirar. Desde allí observa dos
esquinas, pero no puede observar la que ocupa el vendedor de frutas. Decide
cruzar el parque y se dirige al andén del centro. Va en dirección a la caseta
de los lustradores.
Son las seis de la mañana y la neblina aún no
se disipa. Las palmeras, los almendros y las acacias desprenden gotas microscópicas que
caen en el andén, sobre los laureles y los hibiscos, manteniendo la frescura de
esa manzana de terreno que en otros tiempos fue el centro de Nueva Guinea.
En la acera de las casas del costado norte, varias
mujeres barren la cuneta, recogen la basura en medios barriles de plástico y sacos, y una la barre
hasta la acera del parque para que la empleada de la comuna la coloque en el contenedor que se encuentra ubicado a un lado de la calle.
El hombre del bastón en su andar tembloroso también
recoge basura, pero de otra índole. Ese es su mayor esfuerzo: sostenido del
bastón, que tiembla por su peso, se agacha lentamente, toma la botella, se
incorpora y la coloca dentro del saco. Un gran suspiro es el premio a
su esfuerzo. Se esmera por levantar botellas de plástico, principalmente aquellas
que fueron abandonadas por la noche entre las bancas y andenes, botellas de refrescos y de aguardiente, latas de gaseosas, de jugos y de cerveza. Son las muestras del disfrute de
bebedores nocturnos que se ubican en las bancas del costado norte y en los
alrededores de la glorieta. Un paraíso que por las noches les brinda invisibilidad
aparente.
Frente al puesto del frutero, bajo la sombra de
un árbol de aguacate, al lado de una banca, hay varios sacos acomodados y
amarrados. El hombre baja del andén y camina hacia ellos por el suelo pelado,
sin grama, sobre la tierra desnuda, entre la sombra de los árboles. Los observa
con detenimiento como sacando la cuenta de su contenido.
Otro hombre se le acerca. Ha aparecido por el
lado de la esquina suroeste, proveniente de la calle central. Es
un hombre más corpulento, cabeza redonda con abundante cabello negro tendiendo a cano que la mantiene siempre viendo el suelo, con el rostro surcado por arrugas y muestra una sonrisa como si hubiese sido tatuada permanentemente. Es un poco más bajo que el del
bastón. Lleva ropa que aparentemente no se cambia en días.
Son hombres sencillos, de hábitos etílicos sin
duda en el pasado, pero se ven contentos al estar juntos.
Me doy cuenta de su camaradería y sigo en mi caminata, pensando en ellos. Me
pregunto de dónde son esos hombres desgastados por la vida, ¿si tienen familia,
sabrán de ellos? Quizás tenían mujer, su esposa, y posiblemente las vueltas que da la vida los separó de ellas por distintas circunstancias como suele suceder. La vida en un instante da un giro y se torna brutal, arrastrándonos hacia un abismo oscuro y doloroso que doblega nuestra voluntad.
Poca gente circula por el parque a esta hora. Varios
chavalos juegan futbol en la cancha, son los que gritan y ríen, y dos o tres mujeres trotan por el andén, dando las vueltas que tiene programadas en su rutina
diaria. Los trameros se están desperezando, el frutero levanta la carpa lateral
del tramo para comenzar a trocear las frutas de la venta mañanera. Los
vigilantes cambian de turno y la mujer de la limpieza sigue en su afán de
rastrillar y recoger la basura que luego deposita en el contenedor.
El hombre del bastón ha bajado las gradas en
compañía del otro hombre. Han cruzado la calle y se encuentran a la orilla del
muro perimetral hecho con piedras canteras de una casa vecina. Sobre el muro
hay varias tablas viejas recostadas en un ángulo de casi 45 grados que dejan un
espacio en la base de casi dos metros de ancho con la pared, todas cubiertas con ramas secas de palmeras. Desde el lado
izquierdo, el hombre del rostro arrugado y de sonrisa permanente, ayudado por el del bastón, aparta ramas de
palmeras, ramas de otros árboles ya secas y plástico negro que han sido
colocados como tapadera del espacio que se forma adentro, entre las tablas y la
pared del muro. Es la guarida del hombre del rostro arrugado y sonriente, es amo y señor de su mansión. Sacan bolsas de plástico quintaleras y
más sacos. Conversan entre ellos, se notan contentos. Los toman y vuelven a
caminar hacia el parque.
He dado ocho vueltas y ahora han trasladado a
la caseta de los lustradores todos los sacos con su contenido valioso. La camaradería
aflora entre ellos. Allí, en esos sacos está el esfuerzo de recolección de la
noche, la madrugada y las primeras horas de la mañana. El hombre del bastón es
el principal recolector y descansa en el corredor de una de las casas de los alrededores del parque durante las noches para
protegerse de cualquier delincuente desbocado y violento que circule o frecuente
el parque.
Son hombres gastados por el tiempo que ahora
viven de la recolección de desechos para venderlos en un puesto de acopio que
luego vende a un intermediario que se los vende a otro y así, hasta que al
final llegan al centro de reciclaje. En sus rostros se nota la alegría al
contar el esfuerzo de una noche y una mañana.
En sus conciencias cargan las consecuencias de
las decisiones que un día tomaron, pero en ese ambiente y
entorno, están contentos. Viven su vida y son felices a su manera sin que ningún
egoísta y malicioso oportunista, por el momento, trate de destruir el modo en que
se ganan la vida.
Su vida se ha apagado hace tres días. Su compañero recolector me lo ha dicho hoy por la mañana. Con razón, le dije, tengo dos días de no verlo. Le agarró algo feo, como basca y no podía respirar. Lo llevaron al puesto de salud y luego al hospital, allí falleció, dijo. La vida de Pedro José Marenco Medina, llamado "chabelo", se ha apagado. Lo extrañare todas las mañanas en mi caminata por el parque. Descansa en paz.
Nueva Guinea, RACCS.
Foto propia.