Caminó hasta el
fondo del comedor “Paulito” y vació en el barril situado al lado del lavandero
las dos cubetas de agua que cargaba. Sus pasos eran pesados, torpes como los de
un gigante que se balancea herido en sus rodillas, cubiertas con tiras de tela.
Calzaba botas de guardias desamarradas y al avanzar provocaba un sonido seco
con las lengüetas alborotadas. Sostenía su pantalón corto con un mecate y
mostraba el pecho tras la camisa mal abotonada. El cabello ralo exponía el
sudor de su amplia frente y sus ojos chirres enrojecidos brillaban en la tenue
luz mañanera.
—
¡No jodás, sólo cinco pesos me vas a dar! —dijo
enojado—. Su aliento etílico inundó el ambiente como bomba expansiva y reveló la ausencia de dientes en su maxilar
superior. — ¡Acordate que ayer me llevé el perro muerto que estaba allí!
—agregó juntando los labios y moviendo la cabeza en dirección a la entrada del
comedor sin moverse del frente de la mesa.
Víctor se
levantó, sacó un billete de diez pesos de su cartera y al entregárselos su rostro
se iluminó como el de un niño consentido después de recibir un premio.
—
¡Ahora sí!, ¡ahora ajusto para la media!
—expresó con alegría y salió del comedor apresurado.
—
¿Quién es? —preguntó uno de los clientes después
de saborear un trago de café de palo hecho al estilo salvadoreño.
Abraham Sánchez llegó a Nueva Guinea finalizando la década de 1970. Una
tarde se montó en la parte trasera de un bus que salía de la COTRAN y comenzó a
gritar “¡La Guinea!, ¡La Guinea!”, ayudándoles a los pasajeros a montar sus
maletas. No descansó en el recorrido, el conductor quedó encantado por su
amabilidad pero no le duró la alegría porque en el segundo viaje se quedó.
“Recuerdo cuando lo conocí”, dijo doña Rita. Estaba en mis quehaceres, escuché
un alboroto frente a la tienda y al asomarme vi que unos chavalos le gritaban
“¡Lola!, ¡Lola!, ¡Lola cochona!, y él, enfurecido y desesperado, gritaba
palabras que no podía entender mientras recogía piedras de la calle de macadán
para tirárselas a los chavalos que lo apedreaban. “Dejen de apedrearlo, les
grité, y salieron huyendo hacia el lado del mercado”, añadió Rita.
La gente lo consideraba un loco, un dundo y baboso, pero no lo fue
siempre. Un medio día con el sol incandescente, cuando era chavalo y después de
almorzar, fue a dejarle comida a un tío que limpiaba una parcela. Le entregó el
morralito, tomó el machete con la intención de ayudarle y en un descuido lo
cortó. Al ver la sangre daba alaridos, mientras el tío, enfurecido y chorreando
sangre de su pierna, le dio varios golpes en la espalda con el canto del
machete. Desde entonces padecía de dolores de cabeza y su comportamiento
cambió, dejó de ser el mismo para siempre. “Los cambios de luna lo
transformaban. Se volvía impaciente, hacia muecas raras y locuras propias de él”,
explicó Daniel; agregó: “cuando estaba en su sano juicio era servicial, les
hacía mandados a todos los comerciantes del mercado, recogía la basura y halaba
agua desde el pozo situado en los terrenos de ENABAS”.
Comenzó a beber guaro con un tuerto que andaba en los buses apodado
“Gallina”, al que le decía “Lola” porque
se rumoraba que era maricón. Con el tiempo a Abraham le pusieron ese mote y se
enojaba cuando le gritaban “¡Lola!, ¡Lola!” Hacía recortes de fotografía de
mujeres que salían en los periódicos y cuando venía al comedor me las mostraba
diciendo: “Mirá, mirá, ésta es mi novia”, recordó Víctor. Era como un niño
grande y le gustaba la buena comida. “Siempre pedía comida con salsa, lo que
sea pero con bastante salsa. Disfrutaba del café, huevitos fritos y le
encantaba el chile”, añadió doña Chilo, esposa de Víctor.
Caminaba con dificultad cuando sus rodillas se le hinchaban. “Aquí lo
atendíamos, cocíamos hojas de aquel palo de mango que había en la esquina, se
las poníamos como cataplasma en las rodillas y se quedaba dormido por horas en
una silla”, explicó Rita. Luego se iba a recoger basura con un viejo borracho
que le decían “El Abuelo” y como le pagábamos por ello se peleaban entre ellos.
Eran tiempos en que el tren de aseo era deficiente, la alcaldía era casi nada
en ese entonces.
El guaro lo degeneró progresivamente pero nunca dejó de trabajar. En el
galerón de la parada se montaba en los buses que salen de madrugada y, en el
recorrido hasta el rótulo de la salida, gritaba “¡Managua!, ¡Managua!,
¡Managuaaa!”, cargando las maletas de los pasajeros. Por ello los choferes le
daban unos cuantos pesos que utilizaba para comprar su media de guaro y a las
ocho de la mañana ya andaba borracho. Su parque era el sector del mercado y por
las tardes se bañaba en el salto del río
El Zapote. Era conocido por todos los comerciantes y muchos de los campesinos
que lo conocían le gritaban: “¡Abraham!, ¡Abraham!, ¿habrán frijoles éste
año?”, mientras él, enojado, los seguía tirándoles piedras. “Quebraba vitrinas
de los tramos y vidrios de los buses en su arrechura”, recordó Daniel
sonriendo.
“Una tarde de viernes santo se apareció en mi tienda. Andaba borracho y
se sentó en la silla quejándose de un fuerte dolor de cabeza y estómago. Le
dimos agua para beber y luego agarró para el lado del mercado. Llegó al tramo
de Vía Chica y se durmió en la acera con el sol dándole en la cara. Nunca
volvió a despertarse, allí murió”, relata doña Rita. “Cuando me di cuenta que
había muerto, después de llegar de río Plata a mi casa, hicimos una comitiva
entre todos los del mercado y nos dispusimos a hacer los preparativos de su
vela. La Policía lo llevó al hospital y gestionamos ante la alcaldía el ataúd.
Entre todos recogimos con la ayuda del pueblo para hacerle la bóveda y Macolo
hizo las verjas de hierro que la protegen. Lo velamos en el galerón de la
parada de buses, los matarifes donaron carne y huesos para hacer sopa, la
población nos llevó de todo y un gentío se aglomeró esa noche de viernes santo
alrededor de la Lola. Su entierro fue frondoso, miles lo acompañamos hasta el
cementerio la Gongolona”, explicó Daniel y añadió: “Siempre le llevo una corona
el día de los muertos”.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Sábado, 05 de mayo de 2012