Rezo todas las noches. Rezar ha
sido algo que he hecho a lo largo de mi vida. Desde los tiempos de estudiante
en el colegio San José y el Instituto Cristóbal Colón de Bluefields me
inculcaron el acto de rezar. Era esperado, si tomamos en cuenta que eran centros educativos gestionados por hermanos cristianos de La Salle, pero fue mi
madre, Ofelia Álvarez, la que marcó para siempre la bendita manía de rezar en
mi vida.
Mi padre era un marinero
convertido con los años en capitán de barcos camarones y al final en un empresario
que prosperó como muchos otros a través de la pesca industrial, en la época de
oro de dicha actividad en la Costa Caribe, a finales de la década de 1960 hasta
la llegada de la revolución sandinista. Como marino y capitán mi padre pasaba
la mayor parte del tiempo en alta mar, surcando sus aguas en la afanosa labor
de pesca de camarones y, años después, de langosta.
La mayor parte del tiempo, mis
hermanos, Tony, Indiana (QEPD), y yo, estábamos solos con mi madre en nuestra casa de
El Bluff, una casa de madera de dos pisos. En la segunda planta estaban las
habitaciones, tres en total. La casa quedaba frente a la bahía, al lado de la
casa de mis abuelos maternos, Manuela y Felipe.
Recuerdo que mi abuela Manuela rezaba
con un rosario, pero a mi abuelo nunca lo vi hacerlo, él se entretenía en otras
cosas, principalmente en la bodega del patio de la casa y jalando agua del pozo
tal como lo he contado en
el patio de mi abuela.
Para
la época de las purísimas, mi abuela se esmeraba en preparar su altar y celebrarla a lo grande
porque casi todas las familias de El Bluff acudían a sus rezos. El
entusiasmo y la alegría se apoderaban de mí en esa época, no por los rezos,
sino por la tiradera de pólvora, cohetes, carga cerrada, buscapiés y
triquitraques, todos estos de origen chino, importados desde la USA, pero
cuando llegaba el punto culminante del rezo bastaba una sola mirada de mi
abuela para que entrara a su casa a rezarle a la virgen.
En nuestra casa se rezaba todas
las noches. Mi hermano Tony y yo teníamos nuestra habitación, la de la parte
posterior del segundo piso, la de Indiana quedaba en el centro y la de mis
padres en la parte frontal de la casa desde donde se apreciaba desde las
ventanas de vidrio el muelle de los barcos camaroneros, el muelle de la Texaco,
la salida hacia la barra, la isla de miss Lilian, la isla del Venado y una
parte de la bahía de Bluefields. Desde su habitación, mi madre, luego que
hablamos cosas cotidianas, nos llamaba a rezar pero cada quién lo hacía desde
su habitación, ya en pijama y listos para dormir, porque debíamos levantarnos
muy temprano para tomar un barco pospos para salir hacia el colegio de
Bluefields.
El ritual era siempre el
mismo; persignarse, el padre nuestro, un dios te salve María, la petición de
nuestros ruegos y la despedida con la oración del ángel de la guarda. Lo
hacíamos todo en coro, siguiendo la voz de nuestra madre. La casa se inundaba
con nuestras plegarias y, cuando había tormentas, de esas que poco se ven
ahora, con truenos y relámpagos que iluminaban toda la habitación, no dejábamos
de hacerlo, pero nuestras voces eran opacadas por la incesante lluvia con sus
gotas gigantes sobre el techo de zinc.
Las peticiones las hacíamos por
turno, eso creo, pero nunca dejábamos de pedir por nuestro padre ausente, por
el pescador, por el marino. Le pedíamos a Dios que le apartara las tormentas en
la trayectoria de su faena, que la temporada fuera buenísima con
muchas cajas de camarones para que las familias de los capitanes, güincheros,
marinos y pavos, mejoraran sus condiciones de vida. Que los barcos no sufrieran
desperfectos, que ninguno se enfermara y que todos regresaran sanos y salvos al
puerto.
Luego nos quedábamos en silencio
y despertábamos hasta que nuestra madre nos llamaba para que nos alistáramos
y volver a surcar la bahía hacia la escuela. Al despertar, todo estaba en su
lugar, el uniforme, los zapatos, las toallas y, luego del aseo y vestirnos, nos
esperaba el desayuno en el comedor ubicado en la planta baja de la casa.
Los domingos íbamos a la misa que
se celebrara en la capilla de El Bluff, la misma en la que se casaron nuestros padres.
Eran tiempos de chavalos, inolvidables. Recuerdo que para recibir la comunión
debía de confesarme con el padre Edwin, un gringo que por muchos años fue el
responsable de la capilla. No tenía ningún pecado, pero me confesaba enumerando
que había matado loras y pajaritos con un rifle de balín, que me había peleado
con Lolo y con Martín (QEPD), mis vecinos, que no le había hecho caso a mi
mamá, y sin pensarlo dos veces, el padre Edwin me mandaba a rezar para quedar
limpio de pecados.
Lo que más me gustaba de la misa
era ver a las chavalas del puerto que vestían sus mejores trajes para la
ocasión: a Teresita Gómez, aunque siempre supe que a ella le gustaba Tony, a
Lesbia Brenes, bella, elegante con su porte de reina, a las gemelas chinitas,
las del comedor que le llamábamos el comedor de Las Chinitas, a Francis
Benavides y su hermana Rina, a Rosamaría, cuyos ojos me hipnotizaban, y a otras
que la memoria no las atrapa del pasado. ¿Helen, ibas a Misa? Con el tiempo me convertí en
monaguillo por la insistencia de mi
tía Merchú y en diversas ocasiones tuve que
leer la palabra de Dios frente a los concurrentes de la misa con mis manos
temblando.
En nuestros viajes de vacaciones
a Utila, mi padre nos enviaba a la iglesia Metodista, la iglesia a la que
pertenecía toda su familia. El culto era distinto pero principalmente porque
era en inglés, porque lo otro, las plegarias y alabanzas era para el mismo Dios.
Lo que más me gustaba era el Sunday School porque nos reuníamos con los amigos y
amigas de Utila de nuestra época y ellas se mostraban graciosas con sus cantos
y en las diversas actividades que se organizaban los domingos. Por las noches,
mi abuela Hazel, desde su habitación, en
la casa de Papú, mi abuelo Ernesto, nos invitaba
a rezar mientras el abuelo Ernesto y tía Natalia creo que lo hacían en silencio.
Con el paso de los años, ya
grandecito, fui abandonando mi presencia de las misas. La más emotiva de todas
las misas en que he participado, la que nunca en mi vida olvidaré, fue la misa
campal que se celebró al anochecer en el cementerio de Utila
cuando enterramos a White Bush Hill, mi padre. No pude rezar en esa ocasión, el dolor de perder a
mi padre se apoderó de todos mis sentidos y no dejé de llorarlo hasta que mi
hermana Indiana, su familia y yo nos quedamos solos y nos abrazamos cubiertos
de dolor.
Aunque no esté en el lecho de mi cama
siempre rezo por la noches y lo hago en silencio, solo para mí y el Señor. Mi
mujer reza en su lado de la cama, con su rosario en la mano, y yo en el mío
pero como no me escucha no cree que lo haga. El ritual sigue siendo el mismo
que me enseño mi mamá: persignarse, el padre nuestro, un dios te salve María,
la petición de mis ruegos y la despedida con la oración del ángel de la guarda.
Ahora le pido a Dios que mis padres estén en su reino, iluminados por su luz
eterna.
Hace unos años le escribí una
carta al niño Dios porque me di cuenta que era necesario enviarle una cartita
con mis deseos y motivar a mis amigos para que lo hicieran. Ahora mis
peticiones se han ido acorralando a mi entorno. Rezo y le pido a Dios por mis
hijos, le pido para que les ayude en la lucha por
la vida, que les alumbre el camino porque ya es poco lo que puedo hacer por
ellos. Le pido por mis nietos, por mis amigos de siempre
cuando están enfermos o tienen problemas, le pido siempre un mundo justo con libertad, en paz y armonía.
Cuando rezo no hago peticiones materiales,
la etapa de mi vida en la que luché incesantemente por tener algo material ya
terminó, ahora le pido a Dios, a través de la bendita manía de rezar, por lo
más prioritario que tenemos en la vida: salud, familia y bienestar, aunque casi
siempre los seres humanos tenemos que esforzarnos para lograrlo.
Foto Propia: Capilla de la iglesia Católica de El Bluff.