De todas las
cosas que suceden a mí alrededor, por mucho que quiera transmitirlas, es
inevitable, siempre una parte de ellas, como destellos quedan grabadas en
letras. No sé si sólo a mí me ocurre, pero siempre es un momento, un tema,
un objeto, una persona, una historia la que comparto y muchas otras quedan
volando en círculos, atrapadas en una nube de ideas que siempre regresa para
regarlas en la hoja blanca.
En todos estos
años he aprendido, casi por instinto, a veces me pregunto si es que estoy
envejeciendo, a ver las cosas desde diferentes perspectivas. Son cosas
sencillas, cotidianas que surgen por el hecho de contemplar un paisaje, el amanecer
o atardecer, a la gente en sus labores, el murmullo de voces en un restaurante,
las risas de los niños en un parque, la sonrisa fingida y la mirada traicionera.
El verdor del
bosque húmedo destila gotas de agua, la densa neblina lo deja
reluciente con los primeros rayos de sol. Un telón de fondo donde los campesinos,
inseguros, esgrimen sus machetes filosos con el coraje pintado en sus rostros en defensa de la
tierra, su único bien, gritando como fieras cuando se les invade el territorio;
sombras negras acechan sus alrededores, erizas, amenazantes, ansiosas, fusil en
mano sin causa propia, por ordenanzas del poder.
En la ciudad, escucho
el murmullo que cubre sus calles como una mosca en la pared y algo más, los
agentes del poder tiemblan, no existe lo
que sobra en la montaña, sus sonrisas son de miedo, miedo a todo, a la gente, a
perder el trabajo que los alimenta, a enfrentar la adversidad y sacuden los
cimientos que han erigido sobre arena, borrando a unos para dibujar a otros,
sin encontrar la solución de un conflicto que mantiene en estado de alerta a la
población.
Nueva Guinea, a 50
años, a un aniversario que tiene presupuesto para celebrarse en la ciudad, pero
en el campo, en la montaña, los caminos desaparecieron, el camino está
equivocado, la paz que con alto costo se había logrado, últimamente se ha
alterado.