martes, 27 de febrero de 2018

LAS PRIMERAS FIESTAS DE NUEVA GUINEA



En los primeros años de la fundación de Nueva Guinea, todos los colonos hacían la fiesta el mero día del 5 de Marzo.

Desde Managua venía gente del gobierno a celebrar con los colonos, entre ellos: el doctor Rodolfo Mejía Ubilla, presidente del IAN (Instituto Agrario de Nicaragua); don Oscar Montes, subdirector del IAN; ingeniero Arpidio Tijerino, encargado de la carretera; ingeniero Padilla Cubas, supervisor; ingeniero Pompilio Baca, encargado de ganadería; ingeniero Saravia, encargado de cooperativismo y el doctor Arturo Parajón, presidente de la comunidad Bautista y médico del hospital Bautista.

Se hacían grandes comelonas ese día, los evangélicos iban a rendir cultos y los colonos católicos hacían fiestas de montaderas de toros, cada colono daba su toro y hacían las barreras de caña de bambú al igual que el palco. Para poder entrar al palco se pagaban 2 córdobas y el fondo que se reunía era para pagar a los chicheros, a los toreros y para comprar los galones de cususa. El resto de la barrera era bastante abierto para que miraran la montadera los que no podían pagar la entrada.

Se organizaba una junta directiva de fiesta. Ramiro Luna era el presidente de la fiesta; Pablo Urbina el presidente de los toros; Santiago Leiva era el encargado de los campistos; Emérito Arroliga y Felipe Arroliga eran los encargados de traer los toros y controlarlos dentro de la barrera. Carlos López se destacó como el mejor campisto y Julio Leiva como el mejor montado.

En ese tiempo nadie pagaba impuestos, todas las mujeres vendían con alegría sopa de gallina y nacatamales. No existía alcalde en esos primeros años, solamente un Consejo Agrario y un administrador quienes eran las máximas autoridades de la comunidad. Con la división política administrativa se nombran los alcaldes mediante los procesos electorales con lo que la cultura y tradición de la algarabía que antes se hacía se van perdiendo de forma paulatina; la actividad de las fiestas de aniversario de fundación se sigue celebrando el 5 de marzo pero se han vuelto mercantilistas, puros negocios y los colonos no son tomados en cuenta.

Fuente: Manuscritos de Víctor Ríos Obando, fundador de Nueva Guinea.

sábado, 24 de febrero de 2018

LA CHAMPA INCONCLUSA


La carretera de macadán hacia Nueva Guinea partía en dos la finca Mokorón que albergaba a cincuenta familias evacuadas desde las profundidades de la montaña y, donde antes predominaba el verdor de los pastos, el plástico negro sobresalía desde la distancia. Mi labor consistía en realizar una inspección de los asentamientos porque en los medios internacionales eran denunciados como campos de concentración.

A tempranas horas sostuve una reunión con el responsable del asentamiento. Me facilitó los nombres y apellidos de los evacuados, el nombre de sus comunidades de origen y los bienes que habían logrado salvar; unos tenían cerdos y gallinas, otros unas pocas vacas pero la mayoría llegó sin nada más que su propia vida. Luego hice el inventario de los alimentos y enseres domésticos que tenían para garantizarles alimentación así como sus requerimientos para tres meses y, al concluir, salí a constatar las condiciones en que se encontraban las familias.

Los hombres y las mujeres estaban atareados; armaban la estructura de las champas con madera rolliza, clavándola hasta formar dos triángulos unidos de sus ángulos superiores por largos troncos que enlazaban con otros de menor tamaño de sus lados laterales para cubrirlos con el plástico negro. En el recorrido encontré a un anciano sentado en un tronco frente a una champa inconclusa.

—¿De dónde viene?
—De El Delirio —respondió con una sonrisa.

Era su comarca, su lugar, su hogar y por sólo el hecho de nombrarlo su rostro se iluminó. Simplemente por eso.

—Estaba cuidando cerdos —explicó.
—¿Cerdos? —pregunté sin ponerle mucha atención porque la labor de los otros me atraía.
—Sí, los engordaba con yuca y guineos. Fui el último en salir de El Delirio.

Me fijé en su barba larga y cabello blanco, sus ojos eran azules como los de un norteño, sus cejas gruesas y plomizas, calzaba botas de guardia y vestía de jeans con camisa manga larga.

—¿Qué tipo de cerdos?
—De varios —dijo acariciándose la barba con su mano izquierda—. Tuve que dejarlos en la parcela.

Observaba a los hombres de los lados afanados en la construcción de las champas con ayuda de las mujeres. El responsable del asentamiento estaba a mi lado. Al fondo, en lo alto de un cerro, los milicianos hacían excavaciones para atrincherarse de día y noche en sus horas de posta.

—La contra nos anda merodeando —dijo el responsable cuando notó que los observaba.

Debía dormir esa noche en el asentamiento y partir al día siguiente hacia otro ubicado cerca de Nueva Guinea.

—¿Cuántos cerdos eran? —pregunté.
—Nueve, tres curros y seis chapiollos, de esos que son picudos y no se sabe qué sangre tienen —contestó mirando fijamente al responsable.
—¿Y tuvo que dejarlos en la parcela?
—Sí, por la artillería, por los cohetes que caían haciendo grandes huecos el teniente me dijo que no había tiempo, que debía apurarme para alcanzar el camión.

Los niños y las niñas corrían en los alrededores, jugaban y gritaban en ese mundo gris que los mantenía a salvo.

—¿Y no tiene familia? —le pregunté mientras observaba a cinco campesinos que arreaban varias vacas en dirección contraria al cerro donde estaban los milicianos.
—No —dijo —, a nadie, soy sólo, mi patrona ya falleció.
—¿Y qué bando le gusta?
—Ninguno, no me interesa la política, vea a lo que nos han llevado. He andado largos caminos, tengo setenta años y creo que ya no puedo seguir más.
—¿Y la champa?, ¿cuándo la termina?
—Ellos me van a ayudar cuando se desocupen —dijo señalando a los vecinos.

Me despedí del anciano y seguí recorriendo el asentamiento. Por la noche se realizó una reunión con los representantes de cada comunidad evacuada para conocer la problemática que enfrentaban. Dormí en una hamaca colgada en el corredor de la casa hacienda y a las tres de la mañana me despertó el sonido de las ráfagas de los fusiles que escuchaba en los alrededores, más allá del cerro.

Cuando aclaró el día me dijeron que no había bajas que lamentar, pero al recorrer el asentamiento constaté que el anciano de barba blanca y cabello largo había desaparecido con las dos familias que estaban ubicadas a los lados de su champa. “Se fue con la contra, lo vinieron a buscar”, dijo el responsable cuando pregunté por él.

Era un día soleado, el resplandor del sol sobre la copa de los árboles se filtraba a ambos lados de la carretera y, en el trayecto hacia “El Níspero”, no dejaba de pensar en la suerte del anciano y sus nueve cerdos.


jueves, 15 de febrero de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: PAYÍN, EL ARADOR.


Crecí en el Valle El Edén de Ticuantepe, libre como las criaturas del campo, dice José Efraín Martínez Fonseca, conocido popularmente como Payín. Se encuentra a un lado de camino con su yunta de bueyes y he salido a su encuentro. Mi mamá se llamaba Soledad Fonseca, originaria de Ticuantepe. Embarazada viajó a San Rafael del Sur donde trabajaba mi papá, José Tomás Martínez Morales, y allí nací, agrega al preguntarle por sus orígenes.

Desde chavalo anduve de guiador con mi tío Eudijes Martínez, nunca fui a la escuela porque no me pusieron a estudiar. Viajaba a Managua guiando a los bueyes de una carreta que cargábamos con leña, repollos, guineos y tomates para venderlos en el mercado. En ese tiempo no se cultivaba piña en Ticuantepe y el gancho de camino de Santo Domingo era puro zanjones; pasábamos a la orilla de la iglesia y nos costaba coronar una subida de barrizales pero nos ayudábamos emparejando varias yuntas de bueyes.

¿Cómo se trasladó a vivir a Nueva Guinea?, pregunto al acariciarle la frente a uno de los bueyes.

Mire, yo trabajaba con Rodolfo Mejía Ubilla, el que era director del IAN (Instituto Agrario de Nicaragua), en su finca ubicada en Barrio Nuevo, cerca de Sabana Grande. Él era muy amigo de mi familia y cuando repartieron la Borgoña, le pedí un pedacito de tierra. Espérate, vamos a ver cómo hacemos, me dijo. Luego, con el paso del tiempo, se apareció y nos dijo que tenía un buen lugar para nosotros. Vine en 1965, con el segundo grupo, junto a mi mamá, un cuñado llamado Samuria, su mujer y tres chavalos, uno mío y dos de él. Mi mujer no me acompaño, se quedó allá.

Le ofrezco un refresco y le digo que me acompañe. Les da órdenes a los bueyes, se quedan inmóviles pero no deja las varas. Nos sentamos en el corredor, le sirvo jugo de guanábana y lo saborea sin prisa. A la orilla de un pilar ha acomodado las varas.

Hice carriles al lado de lo que don Miguel Torres llamada la Reserva, por todo ese lado —señala hacia el oeste y suroeste— hasta llegar a lo que hoy es la colonia Los Ángeles, fueron más de 20 parcelas de 50 hectáreas las que dejé encarriladas, responde luego de preguntarle sobre las primeras cosas que hizo al llegar y seguí preguntándole sobre el después.

Luego de cinco meses de trabajo duro me regresé a buscar al resto de la familia. Vendí mis bueyes y otras cositas que allá tenía pero no me quisieron acompañar, más bien me pidieron reales prestados, unos ocho mil pesos de esos tiempos, para pagármelos cuando se vinieran para acá. Yo andaba 70 pesos en el pantalón, se lo di a lavar a mi hermana pero se le olvidó dármelos. Hice viaje de regreso y una señora me pagó 7 pesos por un trabajo que le hice, con esos realitos me vine. El IAN estaba dando parcelas para ese tiempo. Me dio una de 50 hectáreas al lado de la Pedrera y, en la zona 3, me dieron un solar de una hectárea.

¿Qué hacía en la parcela?

Lo que podía. Sembraba maíz, frijoles, arroz, yuca y guineos. Con lo que vendía me compré una bestia, guarde unos realitos y me fui a buscar a mi mujer. Ya estando conmigo quedó embarazada y uno noche, acostados en la cama, le pasó por la barriga una terciopelo de esas que ya no crecían. Al pasarle la cola por los dedos gritó: ¡la culebra!, y me suspendí para matarla. Poco a poco le fue entrando cabanga por su mamá y eso, más el susto por la terciopelo, hicieron que se regresara.

Se quedó solitario en la montaña, dije.

Por poco tiempo, responde con una sonrisa en su rostro quemado por el sol. Dos veces la fui a buscar, le rogué y le rogué. La segunda vez mi tío me dijo que otro hombre andaba detrás de ella. En esa ocasión me lo dijo claro, no, no, ya no me voy con vos. Qué iba a hacer, me vine y me junté con la Jacinta. Tuvimos 6 hijos, 2 se murieron y me quedaron 4.

Soy un hombre de campo, desde chavalo trabajo con los bueyes, con ellos he sacado madera de la montaña, he desatorado vacas de los charcos y de los suampos, he acarreado leña y he arado los campos. Soy arador.

Cuando me di cuenta llegue a tener 3 yuntas de bueyes. Para entonces araba hasta 100 manzanas en un año, todas las tierras de los alrededores de Nueva Guinea, en San Juan, Jerusalén, El Silencio, la Guinea Vieja, Río Plata, El Verdun, Yolaina, Los Ángeles y hasta en La Gallina. Mire cómo han cambiado las cosas de entonces para acá, este año solamente he arado 8 manzanas porque solo quieren preparar las tierras con tractor. Así es la situación aunque mi trabajo sea más barato. Por una manzana para sembrar frijoles cobro 1200 córdobas, 600 para sembrar yuca y ahorita vengo de rayar media manzana donde me gané 300.

Vivo con la Francisca al lado del Estadio. Acarreo leña para la casa, ya no le vendo al pueblo. El gato, un chavalo que es mi entenado, me ayuda con lo que necesito para poder vivir porque mis hijos, los hijos que me tuvo la Jacinta, me quitaron la parcela y no me dejan poner un pie en mis tierras.

¿Qué edad tiene don Payín?

Voy a ajustar los 85 años según la cédula de identidad, pero mi mamá dice que me asentaron cuando tenía 7 años.

Se ve entero, con mucha energía, le digo. Ya quisiera llegar a su edad, agrego y me observa con mucho cuidado. 

Eso mismo me dicen todos cuando preguntan por mi edad. Así como me ve me la juego siempre, no dejo de trabajar con mis bueyes para tener frijolitos en la casa.

Nos despedimos, tomó las varas, y se dirigió a los bueyes que seguían en la misma posición que quedaron al lado del camino. Les dio instrucciones y comenzaron a moverse al ritmo que él les indica.  Allá va un hombre octogenario, quemado por el sol en el campo que labra, un luchador de toda la vida que resiente la modernización de las labores con maquinaria agrícola que usan en la preparación de las tierras en la próspera Nueva Guinea de estos tiempos y que sustituyen el oficio del arador de la misma forma en que sus hijos lo han desplazado de su parcela, pensé al verlo alejarse con su yunta de bueyes.



15/02/18


jueves, 8 de febrero de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: Jacoba, la leñadora.


Cuando la vi en la distancia, desde el taller de Julio Villachica, pensé que era un chavalo. Llevaba puesta una camisa, pantalón azulón, botas de hule y una gorra. Su figura finita, delgadita, como las astillas que desprende de los troncos al dejar caer el hacha, ¡tac!, ¡tac!, con todas sus fuerzas, las musculares y las que se le desgarran del corazón, cambió cuando me acerque a hablarle.

“Hola, cómo se llama”, pregunté.

Se detuvo, posó sus manos sobre el mango del hacha, un ligero descanso, aire para sus cansados pulmones y respondió con una voz fuerte, ronca y profunda como la labor que realiza: ¡Jacoba!

Es leñadora, así se gana la vida, rajando troncos con un hacha. La tarea que saca al día son cuatrocientas rajas, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde sin importarle la lluvia ni el sol. La paga que recibe son cien córdobas, “para el arroz y los frijoles”, dijo con orgullo sin parpadear, “pero cuando son troncos de guayaba o de acacia amarilla, como estos, me va mal, sólo saco media tarea”, expresó con cierto desconsuelo y siguió en su labor.

“Es Jacoba, la leñadora”, dijo Julio cuando se lo comenté. “Se la gana a cualquiera de esos que se las dan de huevones, que no les gusta trabajar y que viven de sus padres o de aquellos que prefieren andar de sapos y viviendo como parásitos de los partidos políticos”, agregó.

8/2/18



jueves, 1 de febrero de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: Recolectora de leña


Una vaca se metió al patio del frente de la casa y corrí a arrearla hacia el camino. “Esas vacas lo tienen entretenido”, dijo, sonriendo, una señora que pasaba en ese instante cargando leña sobre su cabeza.
Señora, ¿de dónde viene?
De allá —respondió—, señalado en dirección al camino que conduce hacia Los Ángeles.
Se llama María Eufemia Rivas Romero y tiene 78 años de edad. Todas las semanas recorre el camino en busca de leña. “Siempre busco unos trocitos para la casa”, dijo siempre sonriente y me quedé viendo los trocitos que son realmente unos trozos gruesos, pesados. Ni doscientas varas los puedo cargar, pensé al verlos.
Doña María Eufemia vive en la zona 6 del casco urbano. “Soy una mujer sola, desde hace cinco años una moto mató a mi marido y desde entonces tengo que arreglármelas sola para salir adelante”.
Al igual que ella siempre veo pasar a muchas mujeres cargando leña que recolectan en el camino, pero ninguna tan mayor, de tan avanzada edad, y sin otra persona que le ayude.
“Salúdeme a su esposa, siempre que paso platico con ella, somos amigas”, dijo y siguió caminando.
Así como Doña María Eufemia, en el campo hay miles de mujeres de avanzada edad que son solas y deben sobrevivir con miles de limitaciones sin tener ayuda alguna. Allí, con la leña, sobre sus hombros, va la gran deuda social que aún, y por muchos años más, esas miles de mujeres seguirán cargando, pensé al verla alejarse.