En memoria de Manuel Bermúdez, "Palán" (1963 - 2021)
El grupo de amigos estaba conformado por Pancho, el Güerri, Alonzo, Richard, Javier, Glen, Lolo y José Manuel. Era un grupo pequeño, pero unido. Compartíamos los días en El Bluff, ubicado en el caribe sur de Nicaragua. Durante los meses de verano, disfrutábamos al máximo después de regresar de las clases en Bluefields.
Uno de los pasatiempos favoritos era jugar béisbol y, en ocasiones, futbol en el antiguo campo que hoy en día es un parque. Este campo era el escenario perfecto para practicar deportes y pasar un buen rato con los amigos.
Allí jugábamos contra el equipo de la Booth, los Diablos o los Capitanes, conformando el equipo de la UVA. Ese era nuestro enfrentamiento de alto nivel, jugar contra grandes peloteros de la liga de Baseball amateur de Bluefields. Con el tiempo, varios de nosotros debutamos como jugadores novatos con el equipo y recuerdo que un domingo le gané al equipo de Old Bank con un juego de no hit no run. Aún hoy me siento orgulloso de ello.
Muchas veces nos enfrentamos a equipos de futbol de Bluefields, una selección de los mejores jugadores de esa época, cuando el futbol no era masivo entre los jóvenes. Martín Montero era nuestro Pelé, Chapop el mejor portero, Kalilita o Pancho o Rodolfo, como lo quieras llamar, era el mejor centrocampista y Alonzo la mejor defensa central. En una ocasión, nos creíamos un gran equipo de futbol, viajamos a Diriamba, nos alojaron en el Instituto Pedagógico y nos enfrentamos al equipo Diriangén, el mejor equipo de Nicaragua en esos años. Nos dieron una paliza de 16 goles a cero donde el portero anotó varios. Nunca nos desanímanos, el teniente Pallais, quien fue el que hizo los contactos para el viaje, nos daba ánimos. "Perdieron contra el mejor equipo de Nicaragua, no contra cualquiera", nos decía.
Nos gustaba pescar y los hacíamos
en el muelle de los pescadores al que llamábamos “el Murito”. Usábamos diversos
tipos de carnadas, desde trozos de bagre, sardinas y hasta camarones que nos
regalaban los marineros de los barcos camaroneros. Cargábamos piñas de pescados
roncadores para freír y con ellas caminábamos orgullosos por el andén hasta
llegar a nuestras casas. En ocasiones, desde el muelle iluminado de la Texaco, arponeábamos enormes róbalos que se desplazaban en cardumen por las aguas verdes y limpias de la bahía.
A veces, por las tardes, solíamos correr hasta la segunda laguna de la playa El Tortuguero y regresar al caer el sol como parte de nuestro entrenamiento. De regreso, a nuestra derecha, podíamos ver cómo el cielo se pintaba de naranja sobre la isla del Venado. Era una vista impresionante que nunca nos dejaba de asombrar.
Los domingos, después de acudir a misa, entre primos, encabezados por Dora Luz, recorríamos la costa pedregosa de la loma del faro para recolectar caracoles que se adherían a los rocas. Recogíamos baldes que luego se convertían en ollas de suculentas sopas en la diferentes casas familiares.
Por las noches, nos reuníamos en
las gradas que bajaban al muelle de las pangas. Sentados en la baranda de
concreto, bajo el firmamento lleno de estrellas parpadeantes, mirábamos y
escuchábamos los gritos de varios adultos que jugaban naipes en la casa de
Steven Sambola o en la oficina de Busurcón. Las luces de los barrios de Old
Bank y Pointteen de Bluefields se miraban a lo lejos, más allá de Half Way Cay,
mientras las aguas mansas de la bahía buscaban sin prisa la barra en su salida
al mar, dejando atrás la isla de miss Lilian y el muelle de la Booth.
Allí, en esas noches de calma, conversábamos sobre las
actividades del día, sobre las muchachas que nos gustaban, de nuestros
deportistas preferidos y reíamos felices contándonos lo que queríamos ser al
llegar a adultos, mirando hacia lo alto con el rostro iluminado como cuando
enviábamos telegramas con nuestros deseos en la cuerda que sostenían
los barriletes que elevábamos desde el parque de la loma. Regresábamos a casa
antes de que la luz eléctrica, suministrada por la aduana, se apagara.
En otras ocasiones, cuando la Booth extendió la energía eléctrica en todo el puerto, por las noches jugábamos basquetbol y voleibol en la cancha ubicada en el norte del campo de beisbol, frente a la casa de don Chon Benavidez y la de doña Marianita, la mamá de los García. A veces, las rivalidades entre muchos se convertían en noches de boxeo en el cine Renith, utilizando guantes facilitados por los Benavidez.
Comenzábamos el día muy de mañana
para cruzar la bahía en barcos pos pos para asistir a clases, unos iban al colegio
Moravo, otros al San José y al Colón.
Era una época de diversión,
estudios y sueños. Aunque el camino por delante no era fácil, creíamos en que
podíamos lograr nuestros objetivos en base a nuestras capacidades. Juntos, soñábamos
con un futuro próspero y emocionante.
Con el tiempo, y debido a
múltiples circunstancias, muchos de ellos tuvieron que irse a países
extranjeros en busca de sus sueños, no hay profeta en su tierra, decían al
partir, y otros se mudaron a distintas ciudades en Nicaragua. A pesar de la
distancia, siempre mantenemos la amistad de cuando éramos chavalos. A menudo, recordamos
con nostalgia esos días en el puerto de El Bluff.
Un día nos volveremos a reunir para juntos recordar esos buenos tiempos, nos decimos. A pesar de que nuestras vidas han tomado rumbos diferentes, no olvido las risas y los juegos que compartimos durante aquellos meses de verano en El Bluff.
Cada uno ha seguido su camino,
pero el vínculo de amistad que compartimos nos mantiene unidos como la franja
de arena que aferra el antiguo islote de El Bluff con el resto de Nicaragua.
12 de abril de 2023
Foto Propia: Abuela Manuela con sus nietos y nietas.