Recorro el tramo que fue la pista y en el camino aparecen las primeras champas; unas tienen techo de paja, otras de plástico negro, están vacías, sólo muestran piedras. A la distancia se escucha: «pic, pac, pic, pac», es el golpe de los mazos sobre las piedras. Al acercarme el sonido es mayor y frecuente. Observo mas champas a la izquierda, camino hacia ellas. Subo un pequeño promontorio y descubro la mina.
En el centro hay una laguna sin vida; la lluvia ha inundado su corazón. Al fondo, la piedra está descubierta en una pendiente: huellas de la explotación que ha tenido desde los tiempos del Proyecto de Aguas Profundas, la construcción de casas en Bluefields por la brigada cubana después del huracán Juana y del cierre de la playa de El Bluff. En la parte baja, cerca de la laguna hay dos champas. Arriba, en la parte alta, están la mayor parte de ellas. Me dirijo a las champas que están en el promontorio desde donde observó.
— ¡Hola!, ¿cómo están? —saludo. Me miran con desconfianza y sin dejar de picar piedra. El sol ha quemado las pieles. Llevan puestas botas de hule y camisas sin mangas.
— Hola, ¿qué anda haciendo por estos lados? —pregunta una de ellas mientras la otra pasa al lado y se dirige a la punta del promontorio.
— Aquí, visitándolas. ¿Me pude dedicar un minuto de su tiempo? —digo y me siento frente a ella en una de las piedras que no ha quebrado. Me observa con recelo, como a un intruso que invade su casa. No contesta. No deja su labor.
Observo a la otra, está en la punta del promontorio sacando piedras. Siento su mirada, en un descuido me ha observado de pies a cabeza. Evita la mía. Me identifico.
— Yo pensé que era otro de los de la televisión —dice y disminuye el ritmo del golpe del mazo sobre la piedra.
— Nooo, soy de aquí. Tenía como treinta años de no venir por estos lados. Antes aquí pastoreaban los cabros del Diablo. Esto está cambiado. ¿Cómo se llama usted? —pregunto.
— Yelba —contesta en seco y sin agregar nada más.
— ¿Desde cuando hace este trabajo? —pregunto. Ella inclina su torso. Observo la fuerza de su muñeca y brazo.
— ¡Uuuhh, desde hace mas de diez años! —contesta y su rostro expresa cansancio.
— Es bastante tiempo. Este es un trabajo pesado. ¿Y su marido? —le pregunto. Su rostro cambia. Aprieta el mazo y golpea la piedra con mayor fuerza, explota en pedazos y siento que uno impacta en mi rodilla.
— ¿Pero qué le hizo? —pregunto. Me da la impresión que quisiera darle así, duro con el mazo, como le dio a la piedra —le digo.
— ¡Ja, ja, ja, ja! —ríe a carcajadas. Llama a la otra y dice.
— ¡Oí Mariluz, este ya me hizo reír! Observo a Mariluz y también sonríe.
Me levanto y camino hacia donde Mariluz. El sol quema. Está recogiendo piedras en la punta del promontorio. Explica el proceso desde que sacan la piedra grande hasta que la quiebran en pequeños trozos para al final sacar el piedrín. Regresamos a la champa de Yelba. La veo más amena.
— Entonces usted es de aquí? —pregunta Yelba con inquietud. Deja de picar piedras.
— Sí. Le explico la historia de mi niñez y juventud en el puerto. Le hablo de mis abuelos y mis padres. Están atentas.
— Yo los conocí —dice Mariluz y se sienta.
— Por qué hacen esto —pregunto.
— Aquí no hay nada que hacer, no hay trabajo. La empresa está cerrada. Para comer tenemos que buscar cómo ganarnos la vida —dice Yelba mientras Mariluz medita.
— Y son solas —pregunto. Se buscan la mirada.
— Desde que el hombre me dejó hago esto —dice Yelba. Se quedó sin trabajo. Usted sabe que el hombre es cómo el gallo, no sabe cuidar los pollos, sólo sabe alimentarse él mismo.
— Ja, ja, ja —eso está bueno, le digo. No lo había escuchado. Cuénteme lo que pasó.
— Ya le dije, perdió el trabajo. Como no podía ayudar a sostener la familia se sentía como derrotado, sin huevos y se convirtió en vago, comenzó a beber guaro, se hizo alcohólico.
— Eso es cierto, le pasa a muchos cuando no tenemos trabajo. La situación es dura.
— Pero míreme a mí. Le hago capricho. Con esto sostengo la familia —concluye y se le nota el orgullo en la mirada.
— Y qué se hizo —pregunto.
— Nos abandonó. No lo pude aguantar. Se convirtió en un hombre violento, maltrataba a los niños y a mí. Nunca pudo entender que yo mantuviera con este trabajo la casa. Se fue para Puerto Cabezas.
— Los hombres son débiles —dice Mariluz. No aceptan la derrota y se desquitan con uno. Nosotras nos tragamos el orgullo. Al inicio estábamos desesperadas. Ahora vivimos de esto. Él miraba este trabajo como basura, como que haciéndolo iban a valer menos.
— No todos somos así —contesto. Dígame cuánto ganan con las piedras; mas o menos un promedio por mes. Ya saben que no le trabajo a la alcaldía, mucho menos al gobierno. Sonríen.
— En cuatro días produzco un metro cúbico de piedrín —dice Yelba.
— Al mes son más o menos siete metros —calculo. ¿A cómo venden el metro?
— A setecientos —dice Mariluz. Las veo un poco inquietas, como que la conversación ya no las anima.
— ¿Y cómo es la cosa, vienen a encargarles el piedrín?
— Sí. Pero tenemos que llevarlo hasta la punta de la pista, allá cerca de la playa —dice Yelba indicando donde.
— Cómo lo trasladan —pregunto.
— Lo medimos en cubetas. Cincuenta cubetas son un metro cúbico. Luego se traslada en carreta para cargarlo en el bote —dice Mariluz.
— Mire aquella champa que está en el centro, allá al otro lado, en la parte de abajo, la del color celeste —indica Yelba. Allí esta la presidenta. Vaya a platicar con ella.
Me despido de Yelba y Mariluz, son hermanas. Camino hacia donde está la presidenta. Recibo una llamada. Es el Best que me espera en la playa. No tardo, le digo. Una hora más o menos. Cómo están las bichas, le pregunto. Como te gustan, dice. Pienso en el esfuerzo de ellas. Me han hecho recapacitar sobre la situación de miles de familias que caen en la pobreza extrema cuando los hombres pierden su trabajo
Con la crisis y la presión económica en muchas partes del mundo los hombres han perdido sus medios tradicionales de subsistencia, las mujeres se han visto obligadas a realizar tareas adicionales que les reporten un ingreso, al mismo tiempo que continúan con sus labores domésticas. Cuando los hombres están desempleados, las mujeres aceptan trabajos mal remunerados, de poco prestigio, a menudo con un riesgo considerable, todo con el fin de alimentar a sus familias. Como consecuencia de su imposibilidad de contribuir adecuadamente al ingreso familiar, los hombres empiezan a sentirse de sobra y como un peso para sus familias; ven desafiada su percepción de sí mismos como sostén y jefes de familia, lo cual a menudo se traduce en ira y frustración. Por otra parte, las mujeres continúan ocupándose de sus familias, adquieren una nueva y endeble confianza en sí mismas, aunque sus oportunidades de obtener trabajo remunerado siguen siendo pocas. Se la juegan, pienso.
Salgo a la pista y me dirijo a la parte baja de la mina en busca de la presidenta. Desde arriba observo su champa, es la única allí abajo. Las piedras también se muestran y da la impresión que han sido cortadas con maquinaria, quizás con un taladro gigante, un barreno u otro tipo de herramienta. El color predominante en esa parte es el gris. Es buena piedra, es de la azul, pienso. Bajo hacia ella.
— ¡Hola!, ¿es usted la presidenta? —la acompaña un chavalo de unos dieciocho años. Me ha observado en el recorrido y no muestra desconfianza. Ha dejado de picar piedras.
— Sí, soy yo —contesta y me invita a sentarme en una silla de plástico. ¿Qué lo trae por aquí?
— Le doy las razones y me identifico.
— Yo le trabaje a tu mamá —dice sonriente. Llegaba a lavar la ropa de ustedes. Vos estabas chiquito. ¿Y tus hermanos? ¿Qué se hicieron?
— Son gringos, viven en los Estados Unidos.
— ¿Y usted, dónde vive?
— Soy montañero, vivo en Nueva Guinea —le digo, sonríe como quien dice este maje me quiere matizar. Antes de que me siga preguntando voy al grano.
— ¿De qué cosa es usted la presidenta?
— Del grupo de mujeres que trabajamos aquí picando piedras. Somos como ciento veinte, pero las que estamos casi siempre son como unas sesenta —concluye con cierto aire de orgullo. Observo a su alrededor. Hay poca piedra picada. Yelba y Mariluz tienen casi dos pirámides completas de piedrín picado.
— Cuál es el trabajo que hace usted como presidenta del grupo, además de picar piedras —pregunto.
— Es una larga historia. Es una historia de lucha por tratar de sobrevivir. Hasta presa he caído. Aquí vino el Zorro a tratar de sacarnos.
— Ya me sé esa historia —le digo. La leí en los periódicos y hasta por la televisión. Cómo es que organizan el trabajo con el grupo —pregunto y me observa con duda.
— Peleamos por la piedra. Trataron de sacarnos, hasta hicieron un cerco alrededor de guarumo, de aquellos palos que están allá, antes habían más pero los cortaron casi todos para hacer el cerco y evitar que entráramos.
— Pero el Zorro dice que la mina es de su familia —le digo. Se ríe a carcajadas.
— Me extraña que creas eso —dice. Vos sabes que el coronel sólo era dueño de aquella parte —agrega y señala. Eso es lo que le compró a Teodoro. Ahora salen con el cuento que esta parte donde vivían los cabros del Diablo también es de ellos.
— Bueno esos enredos no me interesan —le digo. ¿Cuénteme cómo es que se organizan con el trabajo?
— La gente que necesita la piedra para construir viene aquí a encargarla, cuando son bastantes metros, como los de los proyectos. Los que necesitan poco, vienen y la compra. Llenamos sacos y la acarreamos con carretones hasta la punta de la pista, allá cerca de la playa —indica.
— Esto es bien pesado. ¿Por qué no han conseguido una trituradora de piedras? Así podrían sacar más piedras y trabajar menos.
— Eso es lo que queremos. Nadie nos ayuda a conseguirla.
— ¿Usted es la que hace los contratos? —pregunto.
— Sí, a mí me buscan, soy la presidenta —concluye.
— ¿Cuánto le pagan por el metro cúbico?
— Setecientos córdobas —dice.
— ¿Pagan impuestos por aprovechar la mina? —pregunto. Ríe.
— ¡No hijo, eso eran antes! —concluye y regresa a picar piedra.
— ¿Y ahora por qué no? —se detiene pensativa.
— No pagamos directamente impuestos, hacemos aportes por aprovechar la mina. Usted me entiende, ¿verdad?
— ¡Sí, claro que sí! Al entendido con señas —digo y capta inmediatamente que comprendo la situación.
— Y el dinero de la venta, ¿cómo se lo distribuyen? —hace una pausa.
— Cada quien recibe su parte, según los metros que aporta.
Observo a varias personas, en la parte de arriba están pendientes de mi visita a la presidenta. Voy a subir a aquella parte, le digo. Ya regreso, voy a tomar fotos. Sí, está bien, vaya. Subo la pendiente y arriba hay mas champas. Las recorro hasta el final. Llego a una donde escuchan un programa de radio en miskito.
— ¡Tutni yamni manani sut ra! —saludo.
— ¡Naksa! (¡Hola!) —contesta sorprendido un hombre de unos cuarenta años. Se levanta y le baja el volumen a la radio. Los otros sonríen.
— ¡Muhtara uba bitni, nara lika kauhla! (¡Hace mucho calor allá abajo, aquí es más fresco!) —digo. Todos callan. Los de la champa de al lado se acercan.
— ¿Bisnis kam nahki auya? (¿Cómo les va con el negocio?). Se quedan viendo.
— ¿Ta upla mairin dia mai win? (¿Qué te dijo la presidenta?) —pregunta siempre el mayor de ellos.
— Diara sut pain sa wisa, diara manis atkisa bara prais ka sin sipar. (Dice que todo está bien, que venden bastante y a un buen precio).
— ¿Mairka bila dia prais sapa walesa? (¿A qué precio dice ella?) —pregunta inquieto.
— Sem andat córdoba mita kum. (Setecientos córdobas el metro). Se miran entre ellos.
— ¡Kuna baha nahki ki, witin yang nani ra lika paip andat baman ai aibapisa! (¡No puede ser, a nosotros ella nos paga a quinientos el metro!) —dice sorprendido y manifiesta ira.
— Lilka alkaya auna. Auhya ra bili kaiki banhgwisa. Yang wal miskitu ra aisisma ba mihta tinki mai wisna. (Voy a tomar fotos. Me esperan en la playa. Gracias por platicar en miskito conmigo).
— ¡Were, wapara! (¡Espera, no te vayas!) —dice mientras camino hacia la salida de la pista.
— Diara kum ai wis. Kapu, mai walisna. (Dígame. A ver, pues, lo escucho) —le digo mientras camina a mi lado.
— ¿Man televisan ra wark takisma? (¿Usted trabaja para la televisión?)
— Apia, yang kirhbi tauksna. Yang naha ra ai baikan. Aisabe. (No, ando de visita. Nací aquí. Adiós.) —deja de caminar a mi lado y se detiene en una de las champas.
El calor está sofocante. Veo el reloj y me doy cuenta que han pasado casi dos horas. Pienso en las bichas del Best, deben estar bien heladas. Antes de salir hacia la pista le digo adiós de lejos a la presidenta. Unos que están picando piedras cerca de la salida me llaman.
— ¡Señor, regáleme diez pesos!
— ¿Cómo? —grito y sigo caminando.
— ¡Que me regale diez pesos! —grita. ¡Somos pobres y nadie nos ayuda! ¡El gobierno no nos regala nada, nadie viene a vernos para ayudarnos! —siempre grita y sigo caminando, lo evito.
— ¡No esperes que te vengan a ayudar! ¡Mucho menos los políticos!
Camino hacia la playa. Pienso en la plática que sostuve con los miskitos y la presidenta. Ahora comprendo por qué Yelba y Maricruz trabajan aparte y por qué la presidenta está sola en el centro de la mina. Ellas no se dejan coimear por la presidenta, son originarias del lugar y tienen iguales derechos. La presidenta se queda con doscientos córdobas por metro cúbico de los miskitos. Hay una cadena lineal de explotación, pienso. Pero también ella es la de los contactos, la facilitadora, la que paga el traslado de ese piedrín hasta su embarque, asume costos mientras que ellos le proveen el material. Hacen aportes para aprovechar la mina mediante relaciones informales. No poseen derechos jurídicos ni legales para explotarla. En Bluefields, el costo del metro cúbico de piedrin es de setenta dólares equivalentes a mil quinientos córdobas. Entre el usuario final, ya sea proyectos sociales impulsados por ONG's, el FISE, la misma alcaldía o por cualquier ciudadano que necesita el piedrin para construir, existe una cadena de intermediación. A esa cadena hay que agregar a los políticos locales del Puerto, de ambos bandos, que se aprovechan de la situación y cuando interactúan con ellos se sienten impotentes, presionadas, silenciadas y frente a oídos sordos. Es allí donde aparece la cadena de explotación externa, la explotación de la miseria por los políticos. La corrupción también afecta a los más pobres.
Pienso en el alto grado de explotación que ha tenido la mina. Ha pasado de ser explotada para grandes proyectos estratégicos, como el del puerto de aguas profundas y el cierre del mar para recuperar la playa, a proyectos de carácter social como la construcción de casas en Bluefields después del huracán Juana. Al Zorro no lo dejaron. Ahora la explotan ellas y sobreviven a la miseria. Los políticos se aprovechan de la situación mediante impuestos informales e ilegales.
¿Cuánto tiempo durará la mina? No lo sé. Hay mucha piedra que picar todavía. Hay muchos que podrían ganarse la vida en ella. Mientras no existan alternativas de trabajo y empleo en el puerto, muchos van a continuar recurriendo a ella. La chancha, la trituradora, les facilitaría el trabajo pero acortaría el tiempo de vida. No sólo de la mina sino de todo el puerto. La mina es un promontorio convertido hoy en un enorme hueco. Ha protegido desde siempre al puerto del embate de las olas del mar. La naturaleza es sabia y vengativa. El día que se termine la piedra será el inicio del fin.
Vuelve a sonar el teléfono. Es el Best. Ya voy, estoy cerca, le digo. Está ansioso por leer la “conversación en la arena bajo un cielo estrellado”.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
10 de Octubre de 2010.