Los antepasados de mi mujer son de origen Rama
y Ulwas. De ellos, conoció a sus abuelos, pero no tuvo la dicha de ver a sus
bisabuelos. Su abuelo paterno, llamado Isaac, contaba sus aventuras en las
selvas alrededor de Punta Gorda y más abajo, allá por el río Indio y Maíz,
cuando levantaba su campamento y hacía una fogata que lo calentaba y ahuyentaba
a las fieras del monte, después que regresaba de cacería. Ella nació allí, en
Punta Gorda, en una choza de palma construida por encima del cauce
del río para evitar las frecuentes inundaciones que anegaban los cultivos y
arrasaban con las gallinas, cerdos, patos, chompipes y las pocas cabezas de ganado
que tenían.
“Además de cazar y pescar eran yuqueros”,
continuó hablando Abraham Rodríguez, llamado Tapalwas.
Se encontraba en la esquina ubicada frente a la
capilla de la iglesia católica de El Bluff. Su espalda descansaba en el muro de
la escuela, al lado del árbol de Zapote, y melenquiaba tabaco, un hábito que
era de su mayor disfrute, además de tomar aguardiente y contar sucesos que le
habían marcado la vida.
Era un hombre de contextura más pequeña
que la de un hombre mediano, su pelo era negro, sus ojos vivaces irradiaban
desde sus profundidades una luz poderosa que se notaba cuando la gente le pedía
que contara sus anécdotas, escupía casi siempre sus salivazos chirres hacia su
lado izquierdo pidiendo permiso, vestía de pantalón largo al igual que la
camisa y calzaba unos burrones de cuero, los que, al dar sus pasos medio cornetos,
daban la impresión de pesar una tonelada.
Se dirigía a un grupo de chavalos adolescentes del puerto, entre ellos, Chabelo, El Guerri, Kalilita, El Sapo, El
Zorro, el Negro Glen, Mario Tachita y Mau Mau. Ante las ganas que tenían por saber
sobre sus anécdotas, comenzó a contarles con entusiasmo.
“Entonces, sembraban la yuca”, dijo Mario
Tachita, uno de los chavalos que sobresalía por ser de los más mal intencionados
del puerto.
Cultivaban yuca, dijo Tapalwas, que es otra
cosa. Mientras la yuca crecía desde mayo a enero, se dedicaban a cazar, pescar
y a cuidar sus animalitos. Preparaban unas veinte manzanas, las sembraban al
espeque, de forma escalonada durante tres meses con el fin de cosecharla de
igual manera y no verse atiborrados de yuca. Ellos mismos fueron seleccionando las
mejores matas para que tuvieron un crecimiento rápido, produjeran raíces de
gran tamaño y fueran resistente al agua, al empozamiento y la escorrentía. Era
una variedad seleccionada por más de sesenta años en la familia y todavía es
cultivada en toda la zona de los Ramas, y más allá de Punta Gorda y Atlanta.
“¿Cómo trasladaban esa yuca desde allá?, preguntó
Mau Mau.
“Ve que pregunta”, dijo Kalilita. “Pues en
botes, en que más va a ser”, agregó.
En botes pos pos hechos con troncos de árboles
de roble gigantes, siguió con el relato Tapalwas, cavados a punto de cincel y
machete, pero de gran calado. Eran botes de diferentes medidas, pero los que
empleaban para transportar la yuca medían más de seis metros de largo por dos
de ancho y, como no tenían motores de gasolina, los navegaban a punto de velas
y remos. Así se trasladaba la yuca a los muelles de Bluefields. La venta era
venta loca porque los pobladores, desde que se asentaron frente a
la bahía, siempre han sido come yuca. Por eso es que prefieren, hasta hoy, la
yuca cosechada desde hace cienes de años en Punta Gorda por la familia de mi
mujer.
En uno de esos barcos yuqueros, el tío abuelo de
ella, llamado Elías, llegó a Bluefields.
“¿En qué año fue eso?”, preguntó el Negro
Glenn.
Mira hijo, no podría darte razón sobre el año,
pero eso fue hace muchos, pero muchos años, imagínate que en ese entonces El
Bluff todavía no se había poblado.
Después de dos días de estar vendiendo la yuca
que trasladaban en el plan del bote, bien acomodada porque no tenían sacos, Elías
salió una tarde a visitar a una tía abuela de mi mujer llamada Esther, que se había trasladado a vivir a la ciudad.
En esa época, Bluefields tenía sólo dos calles
de tierra, una que bordeaba la bahía y otra que cruzaba las casitas ubicadas de
este a oeste, con varios caminitos hacia el norte y el sur donde se asentaban
los creoles que comenzaban a poblar los primeros barrios que luego llamaron Old
Bank, Beholdeen y Cotton Tree.
Esther vivía en un ranchito de troncos y techo
de palma, propiamente al lado de donde se encuentran hoy en día las tres
inmensas palmeras de Palma Real, que para muchos son símbolos insignes de la
ciudad. Se dedicaba a lavar y planchar ropa ajena, y su marido, llamado
Gabriel, era un activo chambero en los muelles de la ciudad puerto.
Eran muy amables con él, pues los días de su
estancia le daban de comer los tres tiempos y, en agradecimiento, siempre les
llevaba regalitos del monte: una gallinita, chancho guari salado, mazorcas de
maíz y todo lo que puedan imaginarse como buen fruto de la tierra. Elías vio el
terreno de la ranchita donde vivían muy desolado, sin ningún tipo de plantas ni
árboles, y como él estaba acostumbrado a vivir en la inmensidad de la montaña,
le prometió a Esther varias plantas para sembrar y que le dieran alimentos.
¿Qué les llevó?, pregunto El Zorro.
“Jodido, jodido, deja al hombre que corte bien
su pedazo de puro, que no ves que se puede cortar”, respondió El Sapo.
Tapalwas recién había comprado un peso de puros
en la venta de Marín, ubicada al lado de la casa de los Corea, cerca del
callejón que daba a su casa, ubicada al fondo, en el lado norte del cementerio.
Con una navaja de marinero que le había regalado un amigo jamaiquino en
Honduras, su tierra natal, cortaba el puro en tres trozos, guardaba dos,
envainaba la navaja y se llevaba a la boca el trozo nuevo, lo masticaba con
esmero hasta convertirlo en una pelota multiforme y pastosa que paseaba con la
lengua por su boca. Al llenarse de saliva, pedía permiso, volteaba la cara
hacia la izquierda y tiraba un escupitajo al suelo. Para muchos Blofeños de esa
época, poseía propiedades curativas. Lo visitaban con el fin de obtener parte
de su melenca salivosa acumulada en un balde de aluminio que mantenía al lado de una
mecedora donde pasaba sus tardes viendo las olas del mar, y luego utilizarla en compresas para curar ronchas,
granos de la piel y otras enfermedades cutáneas. Volvió a melenquear y continuó
con su relato.
Tres semanas después regresó Elías con más
yuca, pero también con carne de guari salada obtenida de seis chanchos de monte
que habían cazado. Toda la carne fue vendida el día que atracaron en uno de los
muelles principales de ese entonces. La yuca le duró dos días y, al atardecer
del primer día, se presentó en la casa de Esther y Gabriel. Les llevaba varias
estacas de yuca y unos arbolitos de aguacate germinados en conchas de coco.
Durmieron felices. Por la mañana Elías plantó
en el patio los obsequios. Al despedirse les dijo que los cuidaran, sobre todo
en los meses secos, “dele una regadita con el agua de lluvia que recoja y verá cómo
crecen”, le dijo a Gabriel al tercer día de su estancia porque debía regresar
con las compras: herramientas, candiles, tiros de escopeta, sal, azúcar, jabón, cal y
café.
La gente del puerto circulaba por el andén,
unos hacia el lado del campo de béisbol y otros hacia el lado de la cabaña, la
cantina de Miss Pet y el sector de la aduana y el muelle, pero ellos estaban inmersos en el relato de Tapalwas. La Cumbia pasó, se volteó hacia ellos, movió sus inmensas
nalgas en modo coqueto, pero ninguno se fijó en ella, no dieron silbidos ni
lanzaron sus piropos frecuentes a la escultural negra, por lo que ella les hizo
deprecio con rostro y cuerpo y siguió caminando en dirección a los putales.
“¿Y se pegaron?”, preguntó El Guerri que estaba
recostado a la pared, enrollado en el piso como una boa, con las piernas en cruz,
y fumándose un cigarrillo.
Muchos años después, Elías regresó siendo un
anciano con su hijo mayor llamado Timoteo. Fue a la casa de Esther y Gabriel,
pero ya no vivían allí, en su lugar habían construido una casa de madera
propiedad de una familia de origen norteamericano. Elías vio la sombra que
cubría la casa. Pidió permiso para entrar en el patio y se llevó la gran
sorpresa de que la estaca de yuca había crecido tanto que se convirtió en un
inmenso árbol de yuca, tan grande que poseía tres fustes de dos metros de
diámetro y diez de altura.
Sorprendido del colosal crecimiento de la
planta, con autorización de los gringos, comenzó a escarbar con su machete y con la
ayuda de su hijo al píe del árbol de yuca, y en la medida que escarbaban, iban descubriendo las raíces. A Timoteo le dijo que les avisara a los habitantes de
los alrededores sobre el descubrimiento y luego fueron apareciendo, incrédulos
aún, con machetes para ayudar a seguir escarbando.
La noticia se regó en los barrios de los creoles
y estos aparecieron con cobas, palas, picos y barras para extraer las raíces de yuca
que descubrían poco a poco hasta llegar a la orilla de la bahía donde se había
extendido la punta de una de ellas. Tenía una longitud de cincuenta metros
desde la orilla de la bahía y unos veinte de ancho. Los ricos sedimentos que
bajan del rio Escondido la cubrieron en su totalidad, formando una punta de
tierra en la que muchas familias ya se habían asentado con sus ranchitas de
varas y palmas de coco. Así fue como se formó la punta de yuca de Bluefields, la
que los creoles comenzaron a llamar Cassava Point con mucho cariño, a tal grado que la
protegieron de la erosión con piedras en sus bordes que movían mediante palancas desde distintos puntos de
la ciudad.
Por más de seis meses se suspendieron los
viajes de los botes cargados de yuca desde Punta Gorda. La yuca sembrada por
Elías rindió tanto que los habitantes del Bluefields de ese entonces pasaron
comiendo yuca todo ese tiempo: la prepararon cocida, en sopa con todo lo
comestible, en rondón, frita, en pastel, en buñuelos, hicieron harina y sacaron
almidón, y una gran parte de ella fue trasladada en barcos a las comunidades de
Laguna de Perlas, especialmente a Orinoco, donde los garífunas hicieron
tortillas de harina de yuca en cantidad suficiente como para alimentar a la
comunidad por un año.
“¿Una punta de yuca en Bluefields?”, preguntó
El Zorro. “No la conozco”, agregó.
“Ni yo, nunca oí hablar de Cassava Point”, dijo
Mario Tachita.
Ustedes no conocen la punta de yuca o Cassava
Point porque las autoridades de esa época le cambiaron el nombre por desprecio a
la iniciativa de los creoles, y comenzaron a llamarla Pointteen. Allí donde
existe un astillero en la mera punta, allí mismo terminaba la punta de la yuca
sembrada por Elías. Yo les estoy contando la pura verdad. Tarde o temprano se
darán cuenta de que la historia verdadera de un lugar nunca se cuenta como en
realidad sucedió, sino que se acomoda al interés de los que mandan. Son ellos los que se encargan de voltear la
historia como si se tratara de un calcetín sucio.
“Esa en otra de tus guayolas”, dijo Kalilita.
“Mejor nos vamos”, dijo Chabelo. “Vamos a jugar
basquetbol”, agregó. Todos los siguieron calle abajo, bajando por el cine Renith en dirección a la casa de don Chon Benavidez y la cancha.
“No me creen”, dijo Tapalwas. “Incrédulos, eso
es lo que son, unos incrédulos mal educados”, gritaba al verlos partir. Tiró un par de escupitajo y caminó por el andén en dirección a la entrada del callejón que lo llevaba a su casa.
De la Serie: La Guayolas de Tapalwas.
8 de agosto de 2021