Ella
pasó en su camioneta muchas veces por la casa. En sus recorridos no logró
identificarla porque los años la habían borrado de su memoria, perdida en la
niebla del pasado. Era una idea vaga la que se hacía de la casa cuando pasaba
en función de sus gestiones cotidianas, observando la hora para dejar
puntualmente a su hija en el colegio, recordar dónde llevaba la lista de las
compras, concentrarse en el volante de su camioneta y calmar la ansiedad para
evitar las multas de los policías que se apostaban todos los días en el mismo
tramo del trayecto.
La
recordaba vagamente, porque su vida no estaba para revolver ese pasado lejano,
aunque hubiera vivido en esos años los momentos más felices de su vida. Se
había encerrado en sí misma, en su lujosa casa de reparto poblado por seres de clase
media alta. Al casarse se concentró en hacerla a su manera; desplegó alfombras
persas en la sala y en su cuarto, se protegió de la intensa luz solar con
cortinas azules, climatizó su habitación para encapsularse en una burbuja
invernal y acomodó en el centro la cama más espaciosa del mundo, y le hizo
hacer al carpintero de su barrio un comedor para doce comensales, modelo moderno
del de la última cena. Se esmeró en su jardín y el de los alrededores de la
casa plantando rosales, begonias, helechos, dracenas, crotones, flores de
avispa de múltiples colores y miles cactus diminutos en maceteras de barro. Sus
días transcurrían ajena al mundo de afuera, a las noticias y a los muertos por
la guerra que eran sustituidos por cepas podridas de chagüite. En su ir y venir
de recorridos obligados en el día, siempre miraba de reojo la casa, pero una mañana
la niebla de sus recuerdos se despejó, y la recordó como si siempre hubiera
sido suya. Ilusionada llegó a su casa de clase media alta y salió al jardín, y
allí, en el mundo de colores que había implantado, recuperó sus recuerdos
olvidados.
Él
se llamaba Jack y lo había conocido por los laberintos que da la vida. Ella, de
tez blanca, cabello corto, con una mirada de inocencia y una voz de alegría
sostenida por su figura de gacela que se enfrenta a todos los retos, siempre
fue observada por él en la distancia, haciendo rugir la habitación de trabajo
que compartían con el tecleo incesante de la máquina de escribir que ella usaba
llenado unas sábanas de papel contable de treinta y dos columnas. Nunca le
prestó atención a su mirada pero una mañana Jack se levantó de su escritorio y
le ofreció una taza de café. La habitación quedó en silencio, las miradas se
concentraron en ellos, y desde ese instante se volvían a ver desde los extremos
que ocupaban con deseos de que llegaran los quince minutos de descanso. Se
convirtieron en amigos inseparables con miradas encontradas desde que entraban
al complejo estatal en que laboraban, compartían la hora del almuerzo en el
comedor instalado para los trabajadores, se sentaban juntos en el microbús que
hacia el recorrido para llevar y dejar a los empleados de a pie, y se juntaban
en las numerosas asambleas de trabajadores que se convocaban en esos años. No pudo
recordar cómo y bajo qué circunstancias Jack le declaró el amor que sentía,
pero lo volvió a ver con su hombro pegado a la pared del edificio, al lado del lavandero
en que las mujeres de limpieza mantenían sus enseres de trabajo, tomándola de
la mano, atrayéndola y robándole el beso que ella también deseaba. Fue un beso
sin resistencia, un beso de ternura y sus miradas se reconocieron envueltos en
la ilusión de un amor temprano.
Ella
volvió a suspirar por el recuerdo, se sentó en una mecedora y ordenó un té
helado. Sus recuerdos dieron saltos en el tiempo, no pudo descifrar el momento
en que se amaron la primera vez, pero recordó con claridad la casa que antes se
mantuvo nublada en sus recuerdos. Eran la casa en que se amaron incontables
veces, la casa de un amigo de Jack que facilitaba las condiciones para ello, no
muy distante de la casa del barrio donde ella vivía con sus padres. El acceso a
la casa era amplio y distante de una terraza donde Jack parqueaba su vehículo.
Todos los alrededores de la terraza se encontraban llenos de maceteras
sembradas de plantas multicolores, y contiguo a ella estaba la habitación que
por años convirtieron en su paraíso de amor, y que un perro pastor alemán era
su guardián. Los primeras veces el perro enloquecía pero con el tiempo
desesperaba moviendo la cola cuando sentía el aroma de ella. Jack no sabía cómo
se llamaba, nunca le preguntó a su amigo pero con el tiempo ella se fue
encariñando con el perro a tal grado que cuando llegaban, ella le quitaba la
cadena y el perro enloquecía haciendo gracias, corría en dirección a todos
lados, lamía sus pies, levantaba sus manos y daba círculos alrededor de ella.
Luego de ese encariñamiento, acostados en la habitación, ella con su mejilla en
el pecho de Jack, dijo que el perro debía tener nombre. ¿Cómo quieres que lo
llamemos?, pregunto Jack. Tras una pausa de silencio, mientras acariciaba su barba
y su pecho, respondió: Laberinto, llamémoslo Laberinto, es el perro que siempre
me espera.
Muchos
años después que vio con claridad la casa en sus recuerdos, ordenó que hicieran
una terraza al lado del jardín tal como recordaba la terraza de la casa de su
primer amor, un amor que se esfumó por aquellos años de miseria, de guerra, de agonías
y de muertos convertidos en cepas de chagüite que todavía hoy deambulaban por
las noches espantando a los vivos en las calles polvosas y lodosas de los
pueblos de Nicaragua.
07/09/2016