La carretera a La Unión estaba intransitable como
todos los años; el tramo de todo tiempo tenía hoyos profundos, lagunas fangosas
explayadas y las continuas cuestas mostraban canales chirres que las llantas de
los camiones profundizaban. El río Sábalo estaba desbordado por la lluvia y el
puente de madera había desaparecido.
Era urgente, inaplazable visitar la comunidad. Con
anticipación había acordado una reunión con los comunitarios para abordar
diferentes temas. Ni modo, pensé, me voy en el camión IFA; lo esperé bajo el
alero de la antigua gasolinera a las seis de la mañana. Desde la esquina
opuesta, en la Cruz Roja, escuché el grito de unos campesinos: “¡Apúrense!,
¡apúrense!, ¡ya viene la Pasajera!”, y salieron corriendo, desesperados por
abordarlo bajo el aguacero.
Con el pie izquierdo apoyado en la grada de madera,
sostenido de dos tubos soldados en la capota y clavados de un tablón en su
base, subí de un salto a la boca de “la Pasajera”. Llevaba puesta una gorra,
calzaba botas de hule, la mochila en la espalda y en ella colgaba el capote. “¡Avancen hasta el
fondo!”, gritó el ayudante. Las bancas paralelas al camastro estaban ocupadas,
llenas de pasajeros y, desde la calle, subían sacos, cajas y bultos sobre la
capota metálica.
“¡Avancen!,
¡avancen hasta el fondo!”, volvió a gritar el ayudante. No divisaba el fondo pero
comencé a avanzar, abriéndome paso entre roces de hombros y mochilas, pisando
botas de hule y de guardia, maletas y sacos acomodados en el piso de madera. A
unos dos metros del invisible fondo me sostuve de un tubo aéreo adherido a lo
largo de la capota y el camión inició su marcha provocando un apretujón entre
los pasajeros que íbamos de pie. Desde el fondo y los lados del camastro entraban
leves rachas de viento que se mezclaban con las pláticas y los penetrantes
aromas internos.
En la colonia El Verdún subieron pasajeros
obedeciendo los gritos del ayudante; en el arrancón, por la presión ejercida
desde la entrada, quedé frente a frente, pegadito a una pasajera. Su cabello negro,
corto y liso, pelo de lluvia, quedaba a la altura de mi pecho, de su hombro
izquierdo colgaba una cartera y vestía camiseta de cuello con pantalones jeans ajustados. Sentí la fragancia de
su cabello, la esencia de su perfume, el contacto con sus altivas caderas, el
roce de sus pechos anulares en mí costado y, tras cada zangoloteo, sus muslos se
enmarañaban en danza con mis piernas, agarrándome de la cintura hasta despertar
de su siesta mis sentidos.
“Disculpe, es incómodo viajar en estos camiones”,
dijo después de un trayecto, levantando la mirada iluminada de sus ojos negros
almendrados. ¿Vas hasta la Unión?, pregunté. “Sí, a visitar a unos familiares”,
respondió sujetándome. Su respuesta alivió el camino en el camión que nos
zarandeaba con su crujir en un constante y festivo roce de cuerpos. Los gritos,
las pláticas y los aromas que al inicio obnubilaban el viaje fueron
desapareciendo ante el hechizo revoltoso de la pasajera. Cuando el ayudante
anunció la llegada a La Unión, después que bajaron todos los pasajeros, los de
a pie y los de las bancas, fuimos los últimos en salir de las entrañas de “la Pasajera”. “Hoy mismo regreso, en el de
las tres de la tarde”, dijo al brindarle la mano para que se apoyara.
Me dirigí a mis quehaceres. Estaba en la reunión con los
comunitarios cuando el camión de las tres de la tarde salía hacia Nueva Guinea.
“Falta el otro, el de las cinco”, dijo el coordinador del Comité Comunitario al
ver que estaba pendiente del IFA. “Allá va la pasajera”, pensé.
Al regresar, antes de llegar a La Ceiba, el camión de
las tres de la tarde estaba pegado a un paredón del camino, con sus costados
desbaratados, llenos de lodo, accidentado. “Nadie murió, pero hubieron varios quebrados”,
dijo un chavalo que lo cuidaba. El resto de viaje, acomodado en la banca, el
ayudante y los campesinos comentaban sobre el abandono y falta de mantenimiento
de los caminos rurales por parte de las autoridades, en la responsabilidad e
impunidad que tienen ante los accidentes y pérdidas humanas. Escuchándolos
pensaba en la incomodidad de viajar en los camiones IFA, en la pasajera y el
zangoloteo de ida a su lado, pidiéndole a Dios que no estuviera fracturada.