Tito Son Cuay era aficionado a la caza, un gran cazador conocido por todos en El Rama; era armero y con el cañón de fusiles viejos construía verjas para proteger las casas. Los guardias siempre acudían a su casa para vendérselos, igual que algunos campesinos asentados en las riveras de los ríos Rama, Siquia, Mico y el Escondido. El Rama siempre fue un punto estratégico para desarrollar guerras y desde allí zarparon hacia Bluefields muchos guerreristas, por lo que nunca le faltaron cañones. Los “rameños” le pusieron ese apodo, “Tito Son Cuay”, porque siempre caminaba cantando el son de un pájaro: fui, fuii, fuiii, fuiiii.
Tito Son Cuay buscaba el destello rojo regulando la mira telescópica entre los matorrales, hojas y troncos de los árboles que se movían al ritmo de las rachas de viento en lo alto de la loma. “Qué es, qué es”, preguntó Luis. “Cállate, cállate, se puede arisquear, estate quieto”, respondió Tito Son Cuay con instinto de cazador. “¡Es enorme!, ¡parece una bola de fuego!, ¡es un animal raro!”, agregó al focalizar la luz y Luis pegó un brinco al escuchar dos disparos seguidos, pegaditos a sus oídos. La luz roja dejó de parpadear y se quedaron en silencio por unos minutos.
Luis sintió en la distancia un continuo estremecimiento de la tierra, un sonido ronco. ¿Qué mierda es eso?, ¿un temblor?, ¿un terremoto? El suelo temblaba bajo sus pies. Lo rodeaba un ruido ronco, profundo, que salía de la ladera de la loma de El Rama. A su alrededor, entre sus pies, observó que las piedras de la calle se desprendían, rodaban en la bajada del muelle sumergiéndose en el agua y se dio cuenta de que, inconscientemente, buscando protegerse, se había agarrado del brazo izquierdo de Tito Son Cuay.
“Dios mío, qué pasa, qué está pasando”, gritó Tito Son Cuay dejando caer el rifle y observó que el carretón rodaba en la bajada. No escuchó su grito ni su eco porque ese ruido denso, ese rodar loma abajo, se tragaba todos los ruidos. Temblaba de pies a cabeza igual que Luis y el miedo le había embebido las manos de sudor. Observó lo alto de la loma y notó que los árboles no se movían, vio correr desesperados a perros y gatos por la calle, y una luz roja encendida bajando por la ladera que derribaba piedras, arbustos y árboles en dirección a ellos. “Perdóname mis pecados”, “no volveré a matar tus animalitos”, gritó desesperado. Estaban encogidos y a gatas, pegados al suelo, viendo las piedras desprenderse, las casas moverse a sus lados; al levantar la mirada, Tito Son Cuay vio la enorme bola de fuego que hacia impacto en ellos, arrastrándolos calle abajo, rodando hacia el muelle de la Viejitas. Con los ojos cerrados sintió a Luis rodar a su lado, los golpes de sus cuerpos, el contacto de sus botas de hule, sus piernas, brazos y un olor pestilente, sanguinolento, pegajoso, que lo inundaba en su trayecto.
Cuando volvió en sí seguía temblando, pero ahora de frío porque estaba empapado de agua, sin moverse, quieto en la ribera del río al lado del carretón. Vio a Luis a su lado y, por los dolores que sentía al tratar de incorporarse, tenía la impresión que un toro lo había embestido. Pero estaba vivo y tomó a Luis de los brazos para levantarlo. Revisaron sus cuerpos, estaban completos, aunque golpeados. Vieron a su lado una bola roja, inmensa, de más de un metro de diámetro. “Qué es esa mierda”, preguntó Luis sacudiéndose el cuerpo. Los pobladores de El Rama se habían reunido en la subida del muelle de La Viejitas y los chinos Cheng, Siu y Chow bajaron a ayudarles. “Nunca había visto un animal así”, dijo Tito Son Cuay sorprendido. Era redondo, color rojo y sus ocho patas se habían desprendido al rodar. La cabeza tenía dos impactos de bala y el dorso estaba intacto. Los chinos lo palpaban con una varita y chichucheaban entre ellos. “Animal, comelse”, dijo el chino Chow. “Pula calne, hacelse filete en salsa”, agregó el chino Cheng al cortarle un trozo con un machete. “Loja, calne lojita y suave”, expresó el chino Siu al palparla. “Destácenlo y reparten la carne”, dijo Tito Son Cuay y añadió: “no me toquen los venados”.
Minutos después apareció un alemán que vivía en la ciudad lacustre. Los chinos ya habían fileteado todo el dorso del animal, más de sesenta filetes tenían acomodados en una pana. Al ver la cabeza roja sobre el muelle logró identificar el animal desconocido. “Es un ácaro, es una coloradilla gigante”, dijo con su ronca voz y todos volvieron a verlo. “Tal loco, no sabel nala de alimal”, dijo Chow y cargaron la pana hasta la subida donde repartieron los filetes. Al subir, con los primeros rayos del sol, Tito Son Cuay observó los estragos de la avalancha que iniciaban desde la loma del Rama. “Gracias diosito por salvarme”, dijo. “Que se la harten ellos”, pensó y se dirigió con los venados a su casa.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Domingo, 27 de mayo de 2012