martes, 9 de octubre de 2012

LOS ALLEN DE EL BLUFF


Siempre que camino por el andén veo los cimientos de concreto que sostuvieron la casa de madera donde vivían. Los recuerdo sentados en el corredor, en la banca o en el piso, colgando sus pies sobre el alto tambo, observando en los atardeceres el movimiento de barcos en la bahía. Eran tres hermanos: Alonzo, el mayor, Richard y Guillermo, el menor. Crecimos juntos en esa parte del puerto, cerca del muelle de la aduana, a cuatro casas de distancia. Éramos amigos de infancia. Todos los chavalos les llamábamos “los negritos”. “Voy a jugar con los negritos”, decía al pedir permiso y nunca me era negado.

Jugábamos diferentes juegos, principalmente base ball de dos bases en un predio baldío al lado de su casa, cerca de la bajada al entonces muelle de las pangas. Detrás del patio de la casa había un inmenso árbol de hule, le hacían cortes con machete y recolectaban la leche que brotaba en pedazos de cartón, y cuando estaba seca cubrían una semilla de coyol hasta obtener la pelota con la que jugaríamos. No teníamos guantes, pero ellos los hacían de lona de tijeras viejas, cociéndolos con enormes agujas; también tallaban con navajas troncos de guayaba o limón para hacer los bates.

En la temporada de los barriletes, ellos hacían los mejores y más grandes, los que se perdían en las alturas y recibían telegramas dirigidos al cielo con nuestros deseos. Fabricaban barquitos de vela, réplicas exactas de veleros con madera de balsa que hacían competir en regatas de fantasía al lado de la ensenada.

Juntos íbamos a pescar, atrapábamos chacalines para usarlos como carnada entre los restos de un bote salvavidas abandonado al lado de la carretera y nos dirigíamos al muelle de los pescadores, bajando por la esquina imaginaria de Miss Lilian; al regresar, siempre cargaban un racimo de roncadores, palometas y jureles.

Construían rifles de madera con hules gruesos que estiraban sobre el cañón y, con ellos, debajo el frondoso árbol de Guanacaste, esperábamos que aparecieran las palomas y loras para cazarlas. Allí mismo, un poco más arriba, detrás del patio de la casa de mi abuela, subiendo al lado del parque, cortábamos marañones y hacíamos una fogata para asar cashew seed y comerlas.

Cuando los buscaba, siempre fui bienvenido, aunque en pocas ocasiones entré a la casa porque estaban en el corredor. Sentado en la banca, el aroma de la cocina creole de Miss Sara, la mamá de ellos, inundaba el corredor: tajadas de plátano fritas en aceite de coco, Johnny cake, rondón, guabul y ginger beer; degusté con ellos toda una exquisitez. Mister Allen, su papá, trabajaba como vigilante en el muelle de la aduana. Tenían tres hermanas, Anita, Juanita y Margarita, la menor con síndrome de Down.

En las fiestas que se organizaban entre los amigos de ese sector del puerto ellos siempre eran invitados. Después de practicar los primeros pasos de bolero en la sala de la casa de mis abuelos con Melba o Zenaida, mis primas, la primera pieza formal de baile que tuve fue con Anita; llegó a mi lado y me tomó de la mano. “Vení, bailemos, tenés rato de estar viéndome”, dijo y me movió alrededor de la sala como pluma al viento. Era mayor, delgada y alta, mi mejilla descansaba en su pecho y al ritmo de la música escuché los alegres latidos de su orgulloso corazón. De Juanita tengo pocos recuerdos, era la más seria de ellas, pero Margarita era la niña más feliz del puerto, en la loma del parque todos los días de navidad el coronel alma de niño le celebraba su cumpleaños y los chavalos, jóvenes y mayores, acudíamos invitados a su fiesta. “Margarita, está linda la mar”, le decía y sonreía moviendo su cabeza.

Viajábamos a Bluefields todos los días de semana en el mismo barco para acudir a clases, primero en el colegio San José y después en el Colón. Alonzo era un alumno ejemplar, excelente, siempre estaba en el cuadro de honor por sus notas, todas de cien. Tocaba la guitarra en el corredor y leía, siempre leía. Richard era un excelente deportista, jugamos en el mismo equipo de béisbol, "Los Diablos", igual que Guillermo.

Por las noches nos reuníamos en las gradas de la bajada al muelle de las pangas, frente a su casa. A nuestra izquierda nos acompañaba el resplandor de las luces de Bluefields y en lo alto el cielo estrellado. Conversábamos sobre deportistas famosos, de lo que cada quien quería ser cuando fuera grande, cosas de chavalos y, de vez en cuando, llegaban amigos mayores a beberse una botella de güisqui y a fumar. Cuando nos hacían ofrecimientos, ellos nunca lo aceptaron. 

Ahora, al lado de los cimientos de concreto, con una valla metálica de frente que evita el paso al muelle, trato de recordar el momento preciso en que dejé de llamarles “los negritos”. Probablemente fue cuando nos convertimos en adolescentes, tal vez un día me dijeron que no les llamara así, o quizás fue cuando falleció Mister Allen y lo vi a través de la ventana tendido en el centro de la sala sobre una tijera, todos ellos reunidos alrededor de él, llorando por la pérdida de su padre; entonces, creo, comencé a llamarlos “los Allen”.

El Bluff, 5 de Octubre de 2012.

Nota:

Después de 41 años he vuelto a encontrarme con Alonzo Allen. Me ha visitado en Nueva Guinea con su familia y les he tomado la foto de aparece en este escrito. Le dije que había escrito sobre ellos cuando vivían en El Bluff. Al leerlo se reía y comentamos esa etapa de nuestras vidas. "Gracias, gracias, por recordar esos tiempos", dijo.