Al sonar el
timbre salimos al corredor del segundo piso, bajamos bromeando por las gradas del
ala izquierda del edificio de madera y nos dirigimos hacia el parque. Caminamos
por el andén hasta el kiosco, lo bordeamos por la derecha y nos encontramos a
Sergio, recién bañado y perfumado, con los ruedos campanas de su pantalón
volando al viento, chocando entre ellos al dar sus largos pasos por la prisa de
baterillista trasnochado. “¡Clase de goma!”, le dijo Mariano; sin prestarnos
atención siguió caminando hacia el edificio.
“¡Tres vigorones con sus respectivos vasos de chicha!”, dijo Alfredo
desde adentro de la glorieta, mientras esperábamos sentados en los bancos con
los codos descansando en la losa de concreto que lo rodea en sus tres costados.
“El chivo”, así le decíamos a Alfredo, entró por la puerta trasera y saboreaba
una porción mayor a la nuestra con un enorme vaso debido a que su mamá era la
dueña del negocio. Al concluir, regresamos al Instituto Cristóbal Colón y
compramos pijibay, escudriñando entre las panas tibias que las vendedoras
colocaban sobre el muro del parque. Desde allí observé en lo alto a Mázate
junto a Fernando y Dexter, hablando entre ellos de cerquita como secreteando y
subimos de prisa al sonar el timbre.
El hermano José Cruz inhaló profundamente el cigarrillo, tiró la colilla al
vacío, expulsó el humo moviendo sus labios al saborearlo y entró al aula sonriente
con su caminar poético. En su juventud fumaba puros habanos en su Cuba añorada,
pero sus cansados pulmones y la escasez de ellos en Bluefields lo obligaban a
saborear cigarrillos Windsor. Borró la pizarra y todas las miradas se
concentraron en sus nalgas: un tic nervioso provocaba que se alzaran, juntándose
y masticando el pantalón por unos segundos, luego lo soltaba, volvían a
elevarse para devorarlo nuevamente, pero nadie se burlaba. Escribió en la
pizarra el tema del día, giró hacia el auditorio como tratando de descubrir
miradas impertinentes, jaló la silla y, dispuesto a pasar lista, se sentó
suspendiéndose en el acto con el rostro enrojecido. Sin pronunciar palabras se
quitó el chiche que tenía adherido en la nalga derecha, lo puso sobre el
escritorio, revisó la silla, volvió a sentarse y pasó lista con el auditorio enmudecido.
A mitad de la clase recibí un papelito doblado: “no te vayas, por la
noche vamos a Pointeen, al muelle de
Martínuz”. Busqué su mirada pero escribía concentrada en el cuaderno, uno de
los tantos que me prestaba para copiar apuntes y su letra clara, casi perfecta,
la delataba. Guardé emocionado la nota como si se tratara de un compromiso
inquebrantable e imaginé sus carnosos labios abiertos, su lengua traviesa, sus morenos
pezones erguidos como velas alborotadas por la brisa de la bahía y sus nalgas sobre
los cimientos de concreto del antiguo varadero, cuando el timbre me regresó al
aula. “Vos fuiste”, le dijo Mariano a Mázate al bajar las gradas pero no
respondió, se quedó calladito, silbando “fui, fuii, fuiiii” como que no se
dirigía a él, pasándose el peine que siempre cargaba en la bolsa del pantalón con
su mano derecha sobre el cabello negro, resplandeciente por la brillantina
“para mí”. Bajamos las gradas del parque frente al Palacio Municipal y caminos
juntos hasta el colegio San José. Nos despedimos al llegar a la casa de la
familia Chávez, propiamente frente al colegio.
Eran días previos al desfile del catorce de septiembre y se escuchaba el
sonido intenso de tambores y pitoretas que los alumnos entusiastas del San José
provocaban en su hora de práctica. Sentado en el comedor la observaba bajar las
gradas de la planta alta, vestida con el uniforme azul y blanco del colegio
Moravo, sobresaliendo la insignia del manso corderito en su camisa, pero en ese
instante, en alerta como el tigre del Colón, la vi diferente: llevaba puesto un
short cortito mostrando sus largas piernas, sus caderas florecidas intentando
reventarlo y cargaba en su mano derecha el bastón de palillona. “¡Hasta te
estás babeando!”, dijo Adolfo al sentarse en la mesa. Angelina, su hermana, se
sorprendió y mi rostro enrojeció. Ella sonrió y seguí con la mirada los movimientos
marciales de su cuerpo colmado por el orgullo de ser la palillona más bella de
la ciudad hasta que desapareció al cerrar el portón cubierto de malla ciclón.
“Sos maldito”, le contesté y, al levantarse de la mesa respondió “te tengo una
sorpresa”.
Regresó con dos varas de caña piña y me invitó al “Sesteo”, la cantina de
su padre, ubicado en la avenida Patterson, contiguo al taller de “Gato Nelson”.
Fuimos hasta la esquina del Club Chino, doblamos a la izquierda y pasamos buscando a Mariano. “Vamos a hacer
tareas”, dijo dirigiéndose al dacta López, su padre, quien leía el periódico en
el comedor, y caminamos juntos hasta la cantina. Al llegar, Adolfo peló una
vara de caña, le quitó los nudos, hizo cuatro trozos de cada gozne y los
depositó en una pana. Del estante tomó un galón del mejor guarón de Bluefields
y lo vació en ella. “Esperemos que se embeban, una media hora”, dijo. Me quedé
viendo los trozos que giraban alrededor de la pana, flotando como “aguas malas” de la bahía llenas de gasolina alrededor del muelle de las pangas.
Media horas después, luego de haber ponchado varias canciones en la
roconola, comenzamos a masticar y chupar los trozos de caña. Era la primera vez
que lo hacía y quedé fascinado, no sentía el ardor del guaro fino recorriendo
mi garganta ni al reposar en mi estómago, sino que su dulzura motivaba a seguir
haciéndolo. “Está buenísimo”, dije y
Adolfo se dispuso a hacer lo mismo con la otra vara de caña. Cuando salí del
Sesteo, a eso de las seis de la tarde, me sentí flotando entre el gentío que
recorría la avenida y con disimulo entré con Mariano a su casa evitando la
sala. “Voy a dormir una media hora”, le
dije en la habitación del fondo donde dormían los hermanos López y desperté
cuando escuché la voz del dacta López; eran las seis y media de la mañana,
recordé con un intenso dolor de cabeza la cita del papelito.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Miércoles, 25 de abril de 2012