Subo las
escaleras mojadas que llevan al segundo piso del mercado municipal de
Bluefields. Dos cubetas se rebalsan, obstruyen el paso y el agua se chorrea en
todo el acceso hasta inundar la acera y la cuneta. Entro a la sección de los
comedores por segunda ocasión en busca de una taza de café y tortillas de
harina cubiertas con mantequilla para desayunar. Me dirijo al mismo comedor
donde atiende una mujer de ojos almendrados, cabello liso recogido en una moña
y orgullosa de sus caderas. Me sonríe, quizás recuerda que la primera vez me di
cuenta que no andaba la billetera hasta después de desayunar, y cuando se lo
dije mostró su bella dentadura de oro. “No le creo”, contestó. Se lo expliqué,
aceptó mi propuesta y cinco minutos después regresé a pagarle.
En esta ocasión,
una mujer joven se encuentra con ella. “Debe ser su hija”, pienso porque es
bastante parecida a ella; tiene la misma mirada, la misma forma de su cara, el
mismo cuerpo pero más animoso. Ella atiende y me ofrece gallopinto con cerdo
frito además de las tortillas de harina y café.
Las expresiones de su rostro son las mismas que las de la chavala, pero
muestra un poco de decepción cuando le digo que quiero lo mismo de la vez
anterior. “No señor, usted debe desayunar mejor”, dice y se dirige a la cocina.
La chavala se
acerca, me sirve la taza de café y dos mujeres le hablan con un tono violento
desde el lado de las barandas. La chavala busca a la mujer que regresa y me
sirve el plato de comida. Observo el plato generosamente servido y la mujer va
al encuentro de las que casi gritan. Discuten entre ellas, la chavala sale de
la cocina con un enorme cuchillo que brilla en sus manos y va en defensa de la
mujer. El vigilante se antepone entre ellas, la mujer regresa a la cocina, toma
un cuchillo, su rostro se ha transfigurado por el odio. A la chavala y las
otras dos mujeres ya no las puedo ver, la pared del pasillo no me lo permite, sólo
escucho los gritos. El plato servido me ha abierto el apetito, doy un bocado,
el cerdo está delicioso pero me tiemblan las manos.
Las mujeres de
los otros comedores corren hacia el lado del pasillo. Es una pelea de gritos, de jaladera de mechas, de hijueputazos. Cuatro
policías llegan, entre ellos una mujer. Alguien los ha llamado por teléfono. El
escándalo se calma y la mujer con la chavala regresan a su cocina. Tienen sus
rostros enrojecidos, están desesperadas, rabiosas. Los policías invaden el comedor.
La mujer comienza a vociferar en contra de otra dueña de comedor: “¡es ella!, ¡la
desgraciada siempre nos hace lo mismo!, ¡llama a esas pandilleras hijas de puta
para que nos hagan la vida imposible!, ¡ella quiere acaparar todos los
tramos!”, dice a gritos.
La mujer policía
habla con las dos mujeres. Ella vuelve su mirada hacia mí. Desde que me senté
no me he movido. “Tiene que ir a poner la denuncia”, dice la policía. Anota en
una hoja de papel sus datos y los cuatro se dirigen al tramo de la otra mujer,
de la acusada de provocar el pleito. Ella se acerca a la mesa. “Que pena me da”,…
“ya no aguanto esta situación”,… “yo estoy trabajando, ganándome la vida”,… “estas
desgraciadas”. “Vaya a poner la denuncia”, le digo.
Una mujer con trenzas de
rasta se acerca a ella y conversan. “Usted es testigo”, me dice. “Todas aquí
nos hemos quejado, un solo CPF no puede mantener el orden, ya te lo hemos dicho
varias veces”, le dice a la mujer de trenzas. Me fijo en sus ojos, son vivos, color
de miel. “Ya se lo he dicho a la alcaldesa”,… “le he enviado varios memorándum”,…
“no quiere gastar en otro”. “Pero usted es la superintendente”, responde la
mujer,… “esto no puede seguir así”. “Ay niña, ya estoy cansada de pedirlo, no
me hacen caso”, responde la superintendente y se aleja. Mientras ellas
conversan he saboreado con la intensidad del ambiente el cerdo frito, de hecho
está delicioso.
Le pido la
cuenta. Cancelo lo que me dice. Miro el reloj y son las ocho de la mañana. “Muy
temprano para viajar a El Bluff”, pienso. “Cuénteme cómo es que prepara el
cerdo frito”, le digo. Sonríe, su semblante ha cambiado y la chavala lava los
platos con calma. Bajo nuevamente las escaleras mojadas, me sostengo de los
pasamanos. “Si todo pudiera cambiar, si la seguridad mejorara, si la alcaldesa comiera
de vez en cuando en los comedores del mercado tal vez un día la situación de las
mujeres y sus clientes será mejor”, pienso al pasar al lado de las mujeres que
venden mariscos en la cuneta de la calle que te lleva hacia centro de la
ciudad.
Miércoles, 2 de
noviembre de 2016.