Al ver hacia el Este pensé que
llovería pero cuando el sol se asomó entre nubes grises comencé a caminar. Salí
a la bocacalle del complejo judicial y vi a doña Damaris sonreírme al palmear
la masa de las tortillas que vende al lado de su puesto de venta de verduras;
últimamente vende Apio en bolsas para que lo cultives en tu patio.
Más adelante
me fijé en una de las casas más viejas de Nueva Guinea y me di cuenta que ahora
está deshabitada, en ruinas, y por ello es muy probable que un día de estos se
derrumba con un viento fuerte del noreste ya que está ubicada frente a la
antigua pista, en uno de los puntos más elevados de la ciudad.
No vi a Alan Forbes sólo a doña
Rita y nos saludamos. A Alan siempre, casi siempre lo veo frente a su casa,
barriendo o recogiendo la basura de la acera y cuneta, ahora casi no lo veo
fumar, dice que está dejando el vicio pero doña Rita me hace señas de que no,
que siempre se escapa al balcón del segundo piso a ver el movimiento que hay en
la pista (cruce de personas, chavalos jugando béisbol y fútbol, animales
pastoreando entre ellos los bueyes de Payin y los caballos de Huete, camiones y
buses parqueados, entre otras cosas) y a fumarse su cigarrito.
Al pasar por donde era el Bombazo
doblé hacia el lado del hospital, en dirección al río El Zapote. Al bajar la
pendiente vi al Dr. Cuevas sentado en el corredor de su casa. Casi no podía
verlo porque frente a él había un cerro de tierra que dificulta el paso de los
transeúntes hacia su clínica. Nos saludamos y le hice señas preguntando sobre
el cerro de tierra. “Tengo meses de estar así”, dijo. Nadie resuelve este
problema, lo he planteado en la alcaldía y nada, agregó y seguí en mi caminata
pensando en que prácticamente lo tienen trancado. Los grandes tumultos de
tierra que fueron extraídos al romper la calle para mejorar el sistema de agua
potable se acumulan hasta llegar al hospital. La calle, una de las más
importantes de la ciudad, por el acceso al hospital, la entrada y salida de
vehículos hacia las colonias y en busca de la carretera a Bluefields, se
encuentra abandonada.
Casi frente al hospital un bus
que hace la ruta entre Nueva Guinea y Bluefields se encontraba parqueado porque
otros vehículos que circulaban hacia el norte, hacia el sector del mercado, no
cedían el paso. El sonido de los pitos mantenía en alerta a una mujer que
montaba un caballo y jalaba a otro que también llevaba carga hacia el sector
del mercado. Hasta que el bus logró pasar la mujer siguió cabalgando con la
tensión dibujada en su rostro.
Los cerros de tierra
desaparecieron y seguí en mi caminata. Al llegar a las cantinas del Zapote gire
hacia el corral de piedra y subí hacia el PALI. “¿Por qué del hospital hacia
arriba hay cerros de tierra acumulados en la calle y del hospital hacía abajo
no? ¿Habrán terminado de meter los tubos en ese trecho?”, pensaba y me encontré
subiendo la pendiente con el corazón acelerado. Esa es una de las pendientes
más elevadas que hay en las calles de Nueva Guinea. Cerca de su casa me
encontré a Donald Ríos. Estaba esperando las tortillas para el desayuno. “Ya no
voy a la finca, ahora descanso”, dijo y seguí subiendo hasta salir a la calle
del PALI. Luego doble a la izquierda y
coroné la pendiente al llegar a la casa de mi amigo Julio Amador, el hombre
cuyo fantasma tiene compañía.
Ahora, por dónde agarro, pensé y
seguí caminando en la cuadra del extremo este de la antigua pista de aterrizaje,
en dirección a la Policía. Allí me encontré con Alejandro Albuquerque. “Me
ganaste, dijo el pelón, esta lluvia no me deja salir”. Yo tenía cinco días y
hasta hoy vi el sol, no es ganga salir a caminar y mojarse, peligroso una gripe
mal pegada, menos en estos tiempos, le dije. “Sí, más ahora que estas
poniéndote viejo”, respondió. Lo evito le dije y seguí mi camino.
Las mujeres del mercadito
campesino comenzaban a arreglar sus puestos de venta y las que hacen güirilas
ya las tenían en el fuego. Cruce la rotonda de Sandino, la vulcanizadora y la
Fifi preparaba un gran caldero en el fuego. ¿De qué vas a hacer la sopa?,
pregunté. “De cola con médula, seso y todas la verduras que te imagines”, dijo
alegre y recordé la buenas sopas que prepara, sopas de pura vida como dicen los
tiquillos.
Y es que el tema de la vejez
siguió en el camino. Un chavalo que trabaja en el INSS estaba pendiente de la
fila que hacían los señores de la tercera edad en Banpro. “Haciendo ejercicio”,
dijo al verme. Sí, para durar muchos años más y seguir firmándole el acta de fe
de vida”, le dije. Al cruzar la calle vi de espalda a un señor que caminaba
apoyándose en un bastón y un chavalo lo tomaba del brazo. Al alcanzarlo vi que
era don Wilfredo Murillo, un viejo carpintero de Nueva Guinea. Me detuve a
conversar con él.
Don Wil, me alegra verlo. ¿Cómo
está?
“Así como me ve, con este bastón”,
dijo con la mirada fija en mí.
¿Y la carpintería? Tenía que
preguntarle sobre la carpintería porque recuerdo que hizo todas las puertas de
mi casa de Cedro Real y mochetas de Coyote que aún, con el paso de los años, siguen
como recién hechas, sin perder su brillo y fineza.
“Eso se acabó hace años. La
madera está carísima, los materiales por los cielos y la gente no quiere pagar
lo que vale un buen trabajo”, dijo.
Se perdió la tradición, su hijo
no siguió sus pasos en la carpintería, dije.
“Este chavalo es mi nieto, es mi
heredero, este va a heredarme todo, hasta lo sandinista”, dijo Don Wilfredo.
Le di cinco vueltas al parque y
regresé por la calle central. Valió la pena el cambio de ruta porque me encontré
con amigos que tenía mucho tiempo de no ver y con la calle del hospital destrozada, la calle
que más prioridad debería de tener en su reparación y mantenimiento, pensé al
llegar a casa.
22/01/2020