sábado, 15 de febrero de 2020

LA SELENA


A la Selena la amenazaron de muerte y tuve que trasladarla a vivir a mi casa. Vivía en la oficina donde trabajaba y, con una cadena puesta en su collar de cuero, se mantenía en un frondoso árbol de Acacia mangium que marcaba como poste el área del terreno.

Era alegre y juguetona. Siempre que llegaba por las mañanas le daba bananos o cualquier otra fruta de temporada. Era una mona grande, mona araña, y no sé o no me acuerdo por qué se llamaba Selena. Creo que era su nombre desde mucho tiempo antes de que me la regalaran.

Le encantaba que mis compañeros de trabajo la llevaran a pasear por las calles de Nueva Guinea. A veces la montaban en la parrilla de las motocicletas y se iba quietecita a vagar por la calle central, el mercado, el parque y hasta en la pista de aterrizaje que en ese entonces era funcional. Cada tres días por semana aterrizaba la avioneta Cessna Grand Caravan de La Costeña. Era un espectáculo ver el aterrizaje, a veces la nave tenía que dar varias vueltas por el cielo de la ciudad para que los encargados en tierra, entre ellos José Tomás Bucardo y Carlos Vindel, pudieran sacar a los chachos, caballos, bueyes y gente despistada que en esos momentos se encontraban en la pista.

A veces el chofer de la camioneta la subía a la tina, asegurada con la cadena al igual que en las motos, y la Selena se acomodaba encima de la cabina con la cola enrollada en la baranda protectora del vidrio trasero. Iba alegrísima, dando chillidos sin volver a ver a nadie en su paseo. A la Selena le encantaba que la brisa fresca le acariciara la cara.

Después, el problema era bajarla de la moto o de la camioneta porque se enojaba y armaba grandes berrinches como un zipote malcriado. Hasta que se le ofrecía algo de comer se bajaba, comía de todo, frutas, meneítos, pan y cualquier chivería de esas que le encantan a los chavalos, y que se compraban en la pulpería de Salomón que quedaba al otro lado de la calle, propiamente frente al árbol de Acacia.

Cuando se soltaba de la cadena, con mucha frecuencia lo hacía, entraba en la oficina e iba directo a tomar las sandalias o los zapatos de alguna de las compañeras que se los había quitado para estar más cómoda en su escritorio o en la sala de reuniones. Los tomaba y salía corriendo con su larga cola prensil hacia el árbol y la mujer detrás de ella dando gritos. Y para que los regresara tenía que recibir su premio.

Rápidamente se hizo amiga de los chavalos y chavalas que pasaban por la calle en dirección al colegio. Desde mi despacho escuchaba los gritos, las risas y el alboroto que hacían cuando jugaban con la Selena en una sola algarabía.

Los chavalos le daban de comer de todo, pero algunos le tiraban palos y piedras. Entonces la Selena se enojaba, se ponía histérica dando unos chillidos escandalosos de arrechura. Los chavalos la jochaban, ella se subía al árbol, le ofrecían comida y al bajar se la retiraban, la engañaban. La Selena se encachimbaba, y con sus dos manos y su larga cola, comenzó a quitarles la mochila que cargaban con sus útiles escolares. Las abría, sacaba todos los cuadernos y lápices, los mordía, los desbarataba y los tiraba en pedazos al suelo. Después dejaba caer la mochila toda rota. Mientras hacía todo eso, los dueños de la mochilas gritaban como enloquecidos y los otros se reían a grandes carcajadas.

Una mañana un hombre llegó enojado diciendo que si esa mona seguía jodiendo a los zipotes, él la iba a matar.  Por eso la llevé a vivir a mi casa.

Le construí una caseta sobre tres alfajillas de cinco varas de largo enterradas en V. La caseta tenía piso de madera y techo de zinc, forrada en tres lados, con una abertura frontal por la que entraba a dormir.

Entre los árboles de Acacia tendí un alambre acerado que inserté en una argolla de bronce. De esa argolla se sujetaba la cadena que se prensaba en su collar de cuello. Así la Selena se desplazaba libremente entre los árboles. Allí vivía tranquila y siempre la sacaba a pasear, en moto o en camioneta, por el pueblo.

Un día Emilce me llamó por teléfono al trabajo, su voz estaba alterada y nerviosa. “La Selena se soltó, corrió al restaurante jalado la cadena y entró a la cocina. Al verla, las cocineras salieron desesperadas al patio y la mona hizo un festín de mal gusto con todo lo que se encontraba: plátanos, tomates, chayotes, frutas, ollas con carne, con arroz, con frijoles, todo, todo, hizo zanganadas. Vení o manda a alguien que la agarre”, dijo.

La Selena no se dejaba agarrar de las mujeres, sólo de los hombres. Además le tenían miedo cuando la miraban enfurecida y pelar sus colmillos. Así que la mona agarró esa maña y Emilce no se la aguantó. A veces yo llegaba, a veces Ronalito y a veces Marvin, el Machín. “Vení Selena mi amor, vení, vámonos para tu casa”, le decía dándole la mano hasta que la aceptaba y la regresaba a los árboles y si no, si no hacía caso, le daba una Rojita y así accedía.
     
Los clientes del restaurante jugaban con la Selena. No sé quién, pero alguien le enseño a beber cerveza. No le gustaba la Toña, sólo la Victoria. Cuando le ofrecían una Victoria la Selena se ponía feliz, chillaba encantada sin aún saborearla. Al darle la cerveza helada, la tomaba con una mano, se echaba en el suelo, con las manos agarraba el cuello de la botella y con las patas el fondo o base y se la empinaba.

La Selena era la mona más feliz del mundo cuando bebía cerveza, se escuchaban sus chillidos como si estuviera riéndose, movía de lado a lado la larga cola, gozando al babearse todo el cuello y la panza con la espuma. Se bebía una sin descanso, hasta el fondo de una sola toma, sin respirar como hacen muchos bebedores panzones que conozco.

Una vez un cliente, un extranjero, con un acento de sureño, quizás chileno o argentino, disfrutaba con su novia en el restaurante y al escuchar los chillidos de la Selena se aproximaron a ella. La Selena se enamoró del sureño. Cuando el hombre se acercó le pasó a la novia la cámara fotográfica para que le tomara fotos y la Selena se lució: le enrolló la cola en el brazo, le pasó la mano por el cuello y se acurrucaba en la mejilla del hombre dándole besos y apretándolo. Esa fue la mejor sesión fotográfica del sureño.

Tanto amor cansa y cuando ya era hora de dejar de sacar más fotos, la Selena no soltaba al hombre. La novia intentó quitárselo pero la Selena se puso furiosa y comenzó a chillar pelando los colmillos. El hombre se reía, seguro por darle celos a la novia, pero cuando sintió la fuerza de la Selena cambió de colores, dio varios gritos y tuve que salir en su auxilio.

¿Cómo? Ya sabes, con paciencia y una Victoria bien helada en mis manos. Desde que vio la cerveza se desprendió del sureño y subió a la caseta a tomársela. Con una cerveza bastaba para que la Selena se pusiera hasta el 7 Eleven. Doblaba su cabecita y daba leves chillidos como si estuviera riéndose, con un aire como de hipo entre chillidos, hasta que se quedaba dormida.

Cuando volvía por las noches de mis viajes de trabajo, noches de niebla densa y helada, llamaba a la Selena y desde su caseta daba chillidos de saludos sin asomar la cabeza. Por la mañana le daba de comer y jugaba con ella un rato. En uno de esos regresos, la llamé y respondió con un chillido suave, como sin ganas de hacerlo. Por la mañana la llamé y bajó de su caseta. Tenía un golpe en la cabeza. El día anterior se había soltado, hizo fiesta en la cocina, pero Emilce la calmó dándole con una piedra. “No había quién la agarrara, busca que hacer con esa mona que ya no la aguanto”, dijo.

Un día regresé de trabajar de Pearl Lagoon.  En esos años viajaba a El Rama, tomaba una panga hacia Bluefields, dormía allí y al día siguiente abordaba otra panga para Laguna. Un viaje cansado pero placentero, tanto de ida como de regreso. Era bastante tarde, la llamé y no escuché su chillido de bienvenida. Por la mañana la llamé y no me contestó, la busqué y no estaba. Desapareció la Selena para siempre. Emilce no podía con ella y la regaló.

Meses después, al anochecer, un chavalo se apareció cargando un saco de bramante.

“Le vendo un monito”, dijo.

Un monito, respondí.

“Sí, sí, pero está chiquito y tiene que cuidarlo bien”, respondió.

Medio vi en la oscuridad dentro del saco y vi retorcerse al monito, escuché un quejido leve, de un monito chiquito que estaba allí adentro.

¿Cuánto?, pregunté después de pensar que la casa de la Selena estaba vacía y que allí podía tener al monito.

“Ciento cincuenta córdobas”, respondió.

Está caro, pensé. En ese entonces ciento cincuenta córdobas era una montón de plata y costaba hacerlos. Además está chiquito el monito, seguí pensando pero me decidí y lo compré. Lo voy a criar, me dije.

Le pagué al chavalo y le pedí al vigilante, no me acuerdo si era José o Nando, que le pusiera la cadena y lo subiera a la caseta. Esa noche recordé a la Selena, todas sus diabluras y la vi montada en la camioneta vagando por las calles de Nueva Guinea. Me dormí feliz porque iba a criar al monito.

Me desperté temprano y vi al vigilante preocupadísimo.

¿Qué pasó?, le pregunté.

“Ese animal no es mono”, dijo.

¿Cómo que no es mono?

“No es como la Selena, es un Mono Congo, toda la noche pasó pegando gritos y me desveló”, respondió.

Vi al monito, en efecto, era un monito pero Mono Congo. “Ve que chavalo más bandido ese que me lo vendió”, pensé. Le quitamos la cadena del cuello. Poco a poco, entre las ramas de los árboles, el monito Congo se fue desplazando hasta que lo perdí de vista.

Desde entonces no he tenido otra mona. La Selena es inolvidable por su alegría al jugar con los chavalos, su gusto de sentir la brisa en su cara al pasear montada en moto o camioneta, sus chillidos al llegar a casa por la noche, sus arrechuras y las que le daba a Emilce al entrar a la cocina del restaurante y, mucho menos olvidar, que le encantaba tomarse una cerveza Victoria.

14 de Febrero de 2020
Foto: Emilce con la Selena.

viernes, 7 de febrero de 2020

EL VIEJO DETRÁS DE LA BARANDA


El viejo detrás de la baranda de concreto se sostiene de ella para estar de pie. A veces sonríe, otras veces se encuentra ensimismado. Siempre saluda a los que pasan caminando por el andén y recibe con alegría las pocas visitas que tiene, invitándolos a sentarse en una mecedora de junco en el corredor que protege la baranda. Está atento cuando ve cruzar frente a su casa a los barcos que entran y salen del puerto, hasta que deja de verlos al atracar en el muelle, entrar al río Escondido o cruzar la barra en dirección a alta mar. No se pierde un día claro y soleado porque espera el atardecer que pinta de color naranja acaramelado la bahía y su rostro.

Es de estatura mediana. Su cabello cano lo peina hacia atrás con brillantina. Su piel es de color café claro, mestiza y un poco flácida. Su rostro muestra las arrugas del tiempo, pero siempre está limpio, sin barba ni bigote. Sus ojos son pequeños, de color café oscuro; el izquierdo es más pequeño que el derecho, pero ambos reflejan cierta tristeza. Su nariz se desplaza un poco a la derecha y uno de sus orificios nasales es más ovalado que el otro. Sus cejas son bien pobladas y las pestañas de sus ojos son tan largas que, al verlo, dan la impresión de que le dificultan ver. De su cuello cuelga una cadena de oro y en su dedo anular derecho aún lleva el anillo de matrimonio.

Está bien vestido y lleva con él la moda de hace muchos años. Siempre está limpio y nunca desentona con su atuendo. Usualmente lleva puestos pantalones de color negro, gris o caqui de paletones, planchados con almidón, y sus camisas preferidas, de color blanco, que usa por dentro, mostrando su alto talle a la altura del ombligo. De su faja negra o café, según la ocasión, cuelga la cadena de su reloj, que guarda en la bolsa derecha del pantalón. Calza botines negros ortopédicos desde el día en que una caída inesperada le provocó una fractura compuesta en la pierna izquierda.

Las veces que lo veo, está sentado en el corredor con la mirada fija en el horizonte. Así lo encuentro cada vez que paso por el andén y lo saludo. Evita moverse de un lado a otro porque, aunque se apoya en un andarivel, el impulso que realiza para levantar el peso de su cuerpo le causa dolor. Sufre en silencio por ello y por otras causas.

 Un día que pasé por su casa y me asomé al corredor por sobre la baranda, lo vi sentado en la mecedora con la mirada perdida y lágrimas en sus mejillas.

¿Por qué llora? pregunté.

Por nada y por todo, respondió, y con un pañuelo se secó las lágrimas. Por nada, porque la nada me hace extrañar mi niñez, mis padres, la juventud, mis hermanos y mis amigos. Por todo, porque lo que he perdido, y ahora me doy cuenta, ha sido lo más valioso que he tenido a mi lado: mi esposa, que en paz descansa, y mis hijos, que se han ido. Por la salud que he perdido, por la soledad que me embriaga en esta casa que construí para ellos y por lo injusto que siempre perdura en el mundo.

Lloro porque no puedo caminar por la playa, reventando espuma con mis pasos; porque no puedo salir al patio y rastrillar las hojas secas que se desprenden de los árboles, ni arreglar el desorden ordenado en mi bodega de viejos cachivaches. Mucho menos puedo jalar agua del pozo que, con tanto esmero, he conservado pura con el paso de los años. Lloro porque perdí mil oportunidades de pedirle perdón a mis seres amados por las faltas cometidas, por el tiempo desperdiciado en fantasías irrealizables, porque el tiempo ablanda soberbios corazones y este encierro me consume como al cuerpo el fuego de una hoguera. Lloro para aliviar mis pesares, porque el peor sufrimiento que tiene un hombre es el dolor que ahoga en su corazón y se convierte en un fantasma enloquecido que ha quedado atrapado eternamente en la profundidad de una cueva oscura.

Tras una larga pausa, se meció unos instantes y dijo: se hace tarde, debo ir al baño.

El viejo jaló su pierna fracturada con ambas manos. Al tenerla en la misma posición que la sana, tomó el sostenedor del andarivel. Con un impulso, se suspendió y quedó mirando, como hechizado, por encima de la baranda el sol que caía en el horizonte. La mecedora que ocupaba seguía balanceándose, como si estuviera ocupada por un ser invisible. Levantó unos centímetros el andarivel y, a la distancia de un paso, lo volvió a colocar con firmeza en el piso. Dio un paso con la pierna sana y arrastró la enferma hasta igualarlo y, así, poco a poco, paso sano, paso enfermo, el viejo detrás de la baranda entró encorvado a la sala de su casa minutos después de que el sol se desvanecía y él desaparecía en sus aposentos.

Desde allí, desde la sala aún iluminada por el moribundo sol, estoy casi seguro de que escuché su voz diciendo: “Mañana, regresa mañana.” Bajé al sector del muelle de las pangas y caminé en dirección al parque, pasando por los tanques de la Esso. En el trayecto, me imaginé a mi abuelo Felipe como en sus mejores años, lleno de vida y sonriente, libre de pesares y movimientos, acompañándome en la caminata por el antiguo puerto de El Bluff.



Jueves, 6 de febrero de 2020.
Foto: Felipe Alvarez.