En el patio de
la casa de mi abuela Manuela, en el Bluff, había diversos tipos de árboles y
plantas, era un patio lleno de vida. Al fondo, en los límites resguardados por
láminas metálicas hechas con barriles de combustible, predominaban los
Cocoteros, eran altos y sus frutos tan grandes que debía tener mucho cuidado al
jugar debajo de ellos. En ese punto, después del almuerzo, mi tío Pablo —vivía
en Bluefields pero trabajaba en el puerto— con machete en mano, partía en dos los
cocos germinados para que degustara las porosas, dulces y jugosas “manzanas de
coco”. Frente al escusado había un frondoso, productivo y siempre florecido
árbol de Limón de Castilla que perfumaba los alrededores. Allí, sentado con la
puerta abierta, lo admiraba hasta evacuar el último submarino que elevaba
rutinariamente los estratos de depósitos familiares.
No había pasillo
ni andén de concreto para llegar hasta el fondo, pero seguía el curso de
piedras chatas acomodadas en el suelo que aligeraban el trayecto sobre la
pendiente, igual que dos muritos de madera que como acequias retenían la tierra
y frenaban el curso de las aguas. Bajando en dirección a la casa, un árbol de
Fruta de Pan y otro de Castaño nos cobijaban con sus sombras y, en temporada de
cosecha, degustábamos sus frutos: castañas cocidas, calientitas por las tardes
y, en el almuerzo o cena, fruta de pan cocida con leche de coco, en rondón o
frita en rodajas. Otros árboles generosos de frutos eran jocotes, papayas,
marañones, naranja agria, coyoles y caña piña. Con estos la abuela preparaba
curbasá con entusiasmo para la semana santa y el resto del año los mantenía en
conservas.
En esa parte,
arribita de la acequia, al lado derecho, estaba el gallinero. Nunca faltaban los
“huevos de amor” para el desayuno ni los antojitos de mi abuelo Felipe —arroz
aguado con pollito, su sopita de gallina— porque mi abuela se esmeraba en el
cuido y manejo de las aves: cambiaba con frecuencia la cama, mantenía llenos
los comederos y los bebederos, y estaba pendiente de las gallinas culecas para
empollarlas en los nidos. Más de cincuenta aves eran llamadas por las tardes
con una incesante imitación del cacaraqueo hasta que entraba la última. El
comportamiento de las gallinas en el gallinero era empleado en los consejos de
mi abuela: “la vida es como un gallinero, los de arriba siempre cagan a los de
abajo”, repetía sabiamente.
Al lado
izquierdo, separado unos quince metros del caminito y del gallinero, había una
bodega. En ella se entretenía mi abuelo Felipe, todas las mañanas y por las
tardes, después que regresaba de la aduana, revisaba los cachivaches antiguos
que allí mantenía. Rafael, el amante de la mar y el río, en las pláticas que
ahora añoro, siempre decía que el abuelo se esmeraba con su bodega porque allí
escondía sus botellitas de guaro lija, lejos del alcance de mi abuela. Daba
vueltas y vueltas a las cosas hasta que anochecía y salía chiflando. “Cuando
supo que me iba a casar, me mandó a llamar. Estaba en la bodega, revisa y revisa,
acomodando las cosas. Al verme se detuvo y dijo: Ahora sí que la cagaste, vas a
coger por obligación”, contaba Rafael.
Luego de ese
tramo, después del murito, seguía el de menor pendiente, el más florido del
patio de mi abuela. Cerca del gallinero había un árbol de Guayaba, de esas
que cuando verdes su pulpa es roja. La abuela lo cuidaba como a la niña de sus
ojos y con los frutos preparaba la jalea de guayaba más rica del mundo; con ella siempre adornaba en vasos de vidrios
la mesa redonda del comedor. Bajo la sombra de sus hojas estaba el jardín de
plantas culinarias y medicinales: orégano, albahaca, zacate de limón, cilantro,
yerbabuena, frijolitos de vara, chiltoma, tomates, yuca, quequisque, guineos y el rey de los chiles: el chile de cabro. Todas se mantenían verdes y florecidas
porque con la cama del gallinero los aporcaba y, en los pocos meses secos
—marzo y abril— eran regados con el agua del pozo que quedaba al lado.
El pozo era el
santuario de mi abuelo Felipe. Desde la cocina lo observaba jalar agua; con la
mirada disipada en la profundidad de sus pensamientos escurría el balde de agua
en los barriles hasta concluir llenando los que mantenían en la galera donde se
lavaba y colgaba ropa a secar. Era un pozo con delantal, brocal y tapa de
concreto, y todos consumíamos su agua que brotaba de piedra azul. Desde su
casa, mi tío Felipe acarreaba agua para beber, igual que nosotros en la casa de
mis padres, situada al lado de la de mis abuelos. “Es el agua más pura del
puerto”, decía mi tío Felipe. Con los años, estando más viejo, mi abuelo dejó
de jalar agua porque instaló una bomba eléctrica con la que succionaba el agua
y llenaba los barriles, lo que le permitía entretenerse más en su bodega.
Al lado
izquierdo, en ese mismo nivel del patio, dos grandes árboles nos cubrían con
sus ramas. Uno de Manzana de Rosa y otro de Mango, una variedad rara, de fruto
redondo y dulce que no recuerdo su nombre. Nunca subí a esos árboles a cortar
sus frutos, para ello mi hermana, Indiana, era especialista. En un abrir y
cerrar de ojos se subía hasta la cubre, se deslizaba entre las ramas como
iguana, y tiraba las manzanas y los mangos que atrapaba con un saco extendido.
Cuando mi mamá se daba cuenta que estaba arriba de los palos le gritaba:
¡chavala jodida!, ¡deja de ser chimbarona!, y se bajaba en un santiamén como
que nada había hecho.
En unas grandes
piedras, azules como el mar, situadas antes de bajar las gradas hacia la cocina
de mi abuela, nos reuníamos por las tardes bajo las sombras de los árboles.
Todo el patio era un mundo lleno de vida, de juegos y entretenimiento porque a
los chavalos nos ponían a rastillar y recoger la basura que se generaba por la
acumulación de hojas. Era un patio productivo y recreativo, aunque en esos
tiempos nadie hablaba de “economía de patio” o de “hambre cero”; menos aún de
que se recibiera apoyo del gobierno. No señor, nada de eso, para apoyo bastaban
las ganas de cuidar y ver florecido el patio de mi abuela.
Lunes, 07 de
enero de 2013.