El hombre pasaba por el
camino todas las mañanas en dirección al pueblo. Iba montado. Su yegua era de
color achocolatada, con la crin negra que colgaba más allá de su corto cuello. El hombre la espueleaba, sacándole pasos alegres, volados, en
concordancia con su temperamento nervioso y con la alegría mañanera del hombre
que saluda con los buenos días y con adioses de manos, tanto a los que dejaba a
su paso como a los que se encontraba en el trayecto.
Esa fue la primera vez
que vi al hombre con su yegua y me pareció muy pintoresco, un hombre pequeño
pero fuerte y alegre montado en un yegua fiestera, tal para cual. A su regreso,
siempre antes de las diez de la mañana, sus alforjas estaban repletas de cosas
que compraba en el mercado y cargaba un saco lleno entre sus piernas,
sosteniéndolo con los codos, pero siempre saludaba al pasar por el camino con
una voz aguda y contenta.
Con el tiempo, y de
tanto decirnos adiós en su ir y venir del pueblo, comenzó a gritarme ¡adiós
cuñadito! Además de responderle el adiós con las manos contagiado por su
alegría, le respondía gritándole ¡adiós cuñadito! Y ese fue el saludo que nos
dimos siempre, aunque pasara caminando. Y en una de sus caminadas nos pusimos a
platicar.
“Vivo cerca de por aquí,
con mi mujer, la Sidonia, de la vueltecita que se mira por allá, a lo larguito
nada más, buscando para el lado de Los Ángeles. Tengo mi parcelita, chiquita
pero bonita, bien cuidada cuñadito, de todo siembro: guineos, yuca, unas matitas
de quequisque, frijolitos para el gallopinto, maizito para las tortillas y las
gallinas, varios palos de naranjas que cuando quieren dan de tan viejos que
son; también produzco abono de lombrices en cuatro bancales y vendo la mejor
chicha de todos estos lados en mi ventecita”.
Me dio mucho gusto
platicar con el cuñadito. Era un hombre pequeño, pero de manos ásperas,
callosas, con una alegría que le brotaba de sus ojos negros cuando levantaba la
cabeza para conversar, sosteniendo siempre la mirada.
Calzaba botas de hule,
pero cuando andaba bien chajín, sobre todo los domingos, sus botas militares
brillaban y, al verlo con ellas por primera vez, dijo que “la guerra me hizo
hombre, hasta que me oriné y me ensucié en los pantalones me di cuenta que era
un hombre de verdad, y ahora sorteo la vida por el buen camino, aprovechando
esta nueva oportunidad que el Señor me dio”. Me dijo que no, que no era
evangélico, pero daba gracias por todo y todos los días. “Somos pocos los que
aún estamos contando el cuento” decía cuando se acordaba de la reventazón de
tiros y bombazos en la montaña donde anduvo combatiendo con el ejército. “De
pura choña, cuñadito, no había para dónde darle, a uno rapidito le daban agua,
sin pensarlo mucho y sin remordimientos. Me reclutaron en el pueblo, móntate
ya, a puros culatazos en el costillar, después te investigamos”.
Un día pensé visitar al
cuñadito, inquieto por las lombrices, y me fui buscando su ranchita. Estaba
orillada al lado del camino, no muy lejos de aquí. Bajo un alero había
construido varias bancas de madera rolliza que se mantenían frescas por la
sombra de árboles de Laurel y, contiguo a ellas, en un cuarto, estaba la
ventecita que atendía su mujer. “Ella es mi señora, la Sidonia”, dijo el
cuñadito y me saludó con una sonrisa. Era quizás un poco mayor que el cuñadito,
pero lo que más me llamó la atención fueron los dos mechones blancos en su
cabello largo recogido en trenzas. El cuñadito me guio a unos pasos de la casa
para mostrarme el pozo donde había instalado una bomba de mecate y avanzó
varios metros para que viera los bancales con las lombrices que mantenía
cubiertos de plástico negro en una galerita con techo de paja.
“Es sencillo”, dijo el
cuñadito y me fue explicando cómo era proceso de producción de abono orgánico o
lombrihumus con la lombriz roja californiana. Las lombrices productoras se las
consiguió un grupo de mujeres campesinas con el fin que él las alimentara con
heces de vacas principalmente para que se multiplicaran y entregar el abono que
producían a cambio de “unos bollitos que siempre faltan”. Me di cuenta que en
el mercado local y nacional el lombrihumus era bien cotizado por su origen
orgánico y una alternativa para la fertilización de frutales, plantas del patio
y en la jardinería. Esto es algo bueno, le dije y sonrió.
“Venga cuñadito, venga,
tiene que probar algo”, me dijo, indicando que lo siguiera en dirección a su
ranchita. Llegamos a la parte posterior de la casa donde estaba la cocina.
Tenía una vista hermosa hacia el cerro donde los amaneceres la inundaban de luz
y, en un potrerito cercado por dos hileras de alambre de púas, su yegua de
pasos volados pastaba con tranquilidad. Allí la Sidonia me esperaba con un vaso
lleno de chicha.
“Pruebe, le va a
gustar”, dijo el cuñadito. Y probé la chicha, tenía un sabor fuerte, por eso le
llaman chicha fuerte, pero estaba fresca y después de tres tragos sentí que me
calentaba el cuerpo. Con amabilidad el cuñadito me invitó a sentarme en la
banca de palos rollizos donde daba la sombra y desde el camino fueron
apareciendo caminantes que se detenían a comprar pan dulce, un cigarrito,
fosforitos y ya sabe usted, también deme un vasito de chicha, por favor no se
le olvide. Mientras se sentaban en la banquita del cuñadito platicaban sobre
cosas cotidianas, el lugar dónde estaban trabajando y a qué precio pagaban el
jornal, la carestía de la vida, las condiciones del tiempo, y así, entre tema y
tema de conversación, cuando me di cuenta me había tomado unos cuatro vasos
repletos de chicha fuerte.
Estaba conversador, dale
que dale a la plática con los amigos y los clientes del cuñadito hasta que me
di cuenta que era la hora del almuerzo. El trayecto de regreso me pareció
cortísimo y ni cuenta me di de los charcos que sorteaba en el viaje de ida.
Después de la comida me acosté en la hamaca y desperté tres horas después con
un fuerte dolor de cabeza, los efectos de la chicha fuerte.
El cuñadito era muy
chambeador. “Hago mis fajinas, cuñadito, si sale una chambita ya sabe que estoy
disponible”. Y así comenzó a podar los arboles de acacia amarilla que
están de cercas vivas alrededor del patio y picaba las ramas para obtener leña. También limpiaba el patio y reparaba las cercas. Siempre el mismo
cuñadito, alegre y hablador. Con el tiempo le ofrecí el trabajo de vigilante
por las noches y aceptó. También era enamorado. “Vea cuñadito,
mire que hermosa está la Raquelita”, decía. “Viera a la vecina que queda cerca
de aquí, chuletita, cuñadito, chuletita”. Y en esos vea, sus ojos negros
chispeaban en las noches de neblina o de densa lluvia. Se mantenía atento como
un tigrillo, con cualquier ruidito se levantaba, se colgaba la escopeta y
comenzaba a caminar, bañando con la luz del foco todos los rincones del
terreno. Muy tempranito salía para su casa y luego lo miraba pasar, montando su
yegua en dirección al pueblo.
Muchos años después el
cuñadito dejó de pasar por el camino. Desapareció su ventecita, su negocito de
lombrihumus y la chicha fuerte que hacía. Dicen los vecinos, y sus clientes,
que le prohibieron seguir haciendo chicha fuerte, que atentaba contra la salud
del pueblo, el mismo que disfrutaba con un vasito de su chicha, y que por eso
vendió su parcelita y se fue para una colonia. Otros dicen que un yerno le
ofreció más tierras si vendía su parcelita y le prestaba los reales, cosa que
hizo el cuñadito y al final se quedó sin los reales y sin la tierra porque
nunca le cumplió.
Un día de hace muchos
años nos encontramos en el mercado. Me dio mucha alegría verlo, aunque lo noté
diferente. Sus ojos negros habían perdido la alegría que contagiaba y no
sostenía su mirada al hablar, su pelo pintaba abundantes canas y, cuando
estreché su mano, me dio la impresión de que su fuerza había desparecido y que
sus dedos estaban deformados.
Luego de un intercambio
rápido de palabras, —vivo por allá, cerca del cementerio, le veo esa barba más
canosa, un día de estos lo visito, y la Raquelita cuñadito, siempre hermosa, me
saluda a la Sidonia— nos despedimos, él tratando de mostrar su alegría de
siempre y yo seguro que ya no era el mismo cuñadito que pasaba todos los días
por el camino, montado en su yegua de pasos volados.
Nueva Guinea, Nicaragua.