lunes, 1 de febrero de 2021

EL CUÑADITO

El hombre pasaba por el camino todas las mañanas en dirección al pueblo. Iba montado. Su yegua era de color achocolatada, con la crin negra que colgaba más allá de su corto cuello. El hombre la espueleaba, sacándole pasos alegres, volados, en concordancia con su temperamento nervioso y con la alegría mañanera del hombre que saluda con los buenos días y con adioses de manos, tanto a los que dejaba a su paso como a los que se encontraba en el trayecto.

Esa fue la primera vez que vi al hombre con su yegua y me pareció muy pintoresco, un hombre pequeño pero fuerte y alegre montado en un yegua fiestera, tal para cual. A su regreso, siempre antes de las diez de la mañana, sus alforjas estaban repletas de cosas que compraba en el mercado y cargaba un saco lleno entre sus piernas, sosteniéndolo con los codos, pero siempre saludaba al pasar por el camino con una voz aguda y contenta.

Con el tiempo, y de tanto decirnos adiós en su ir y venir del pueblo, comenzó a gritarme ¡adiós cuñadito! Además de responderle el adiós con las manos contagiado por su alegría, le respondía gritándole ¡adiós cuñadito! Y ese fue el saludo que nos dimos siempre, aunque pasara caminando. Y en una de sus caminadas nos pusimos a platicar.

“Vivo cerca de por aquí, con mi mujer, la Sidonia, de la vueltecita que se mira por allá, a lo larguito nada más, buscando para el lado de Los Ángeles. Tengo mi parcelita, chiquita pero bonita, bien cuidada cuñadito, de todo siembro: guineos, yuca, unas matitas de quequisque, frijolitos para el gallopinto, maizito para las tortillas y las gallinas, varios palos de naranjas que cuando quieren dan de tan viejos que son; también produzco abono de lombrices en cuatro bancales y vendo la mejor chicha de todos estos lados en mi ventecita”.

Me dio mucho gusto platicar con el cuñadito. Era un hombre pequeño, pero de manos ásperas, callosas, con una alegría que le brotaba de sus ojos negros cuando levantaba la cabeza para conversar, sosteniendo siempre la mirada.

Calzaba botas de hule, pero cuando andaba bien chajín, sobre todo los domingos, sus botas militares brillaban y, al verlo con ellas por primera vez, dijo que “la guerra me hizo hombre, hasta que me oriné y me ensucié en los pantalones me di cuenta que era un hombre de verdad, y ahora sorteo la vida por el buen camino, aprovechando esta nueva oportunidad que el Señor me dio”. Me dijo que no, que no era evangélico, pero daba gracias por todo y todos los días. “Somos pocos los que aún estamos contando el cuento” decía cuando se acordaba de la reventazón de tiros y bombazos en la montaña donde anduvo combatiendo con el ejército. “De pura choña, cuñadito, no había para dónde darle, a uno rapidito le daban agua, sin pensarlo mucho y sin remordimientos. Me reclutaron en el pueblo, móntate ya, a puros culatazos en el costillar, después te investigamos”.

Un día pensé visitar al cuñadito, inquieto por las lombrices, y me fui buscando su ranchita. Estaba orillada al lado del camino, no muy lejos de aquí. Bajo un alero había construido varias bancas de madera rolliza que se mantenían frescas por la sombra de árboles de Laurel y, contiguo a ellas, en un cuarto, estaba la ventecita que atendía su mujer. “Ella es mi señora, la Sidonia”, dijo el cuñadito y me saludó con una sonrisa. Era quizás un poco mayor que el cuñadito, pero lo que más me llamó la atención fueron los dos mechones blancos en su cabello largo recogido en trenzas. El cuñadito me guio a unos pasos de la casa para mostrarme el pozo donde había instalado una bomba de mecate y avanzó varios metros para que viera los bancales con las lombrices que mantenía cubiertos de plástico negro en una galerita con techo de paja.

“Es sencillo”, dijo el cuñadito y me fue explicando cómo era proceso de producción de abono orgánico o lombrihumus con la lombriz roja californiana. Las lombrices productoras se las consiguió un grupo de mujeres campesinas con el fin que él las alimentara con heces de vacas principalmente para que se multiplicaran y entregar el abono que producían a cambio de “unos bollitos que siempre faltan”. Me di cuenta que en el mercado local y nacional el lombrihumus era bien cotizado por su origen orgánico y una alternativa para la fertilización de frutales, plantas del patio y en la jardinería. Esto es algo bueno, le dije y sonrió.

“Venga cuñadito, venga, tiene que probar algo”, me dijo, indicando que lo siguiera en dirección a su ranchita. Llegamos a la parte posterior de la casa donde estaba la cocina. Tenía una vista hermosa hacia el cerro donde los amaneceres la inundaban de luz y, en un potrerito cercado por dos hileras de alambre de púas, su yegua de pasos volados pastaba con tranquilidad. Allí la Sidonia me esperaba con un vaso lleno de chicha.

“Pruebe, le va a gustar”, dijo el cuñadito. Y probé la chicha, tenía un sabor fuerte, por eso le llaman chicha fuerte, pero estaba fresca y después de tres tragos sentí que me calentaba el cuerpo. Con amabilidad el cuñadito me invitó a sentarme en la banca de palos rollizos donde daba la sombra y desde el camino fueron apareciendo caminantes que se detenían a comprar pan dulce, un cigarrito, fosforitos y ya sabe usted, también deme un vasito de chicha, por favor no se le olvide. Mientras se sentaban en la banquita del cuñadito platicaban sobre cosas cotidianas, el lugar dónde estaban trabajando y a qué precio pagaban el jornal, la carestía de la vida, las condiciones del tiempo, y así, entre tema y tema de conversación, cuando me di cuenta me había tomado unos cuatro vasos repletos de chicha fuerte.

Estaba conversador, dale que dale a la plática con los amigos y los clientes del cuñadito hasta que me di cuenta que era la hora del almuerzo. El trayecto de regreso me pareció cortísimo y ni cuenta me di de los charcos que sorteaba en el viaje de ida. Después de la comida me acosté en la hamaca y desperté tres horas después con un fuerte dolor de cabeza, los efectos de la chicha fuerte.

El cuñadito era muy chambeador. “Hago mis fajinas, cuñadito, si sale una chambita ya sabe que estoy disponible”. Y así comenzó a podar los arboles de acacia amarilla que están de cercas vivas alrededor del patio y picaba las ramas para obtener leña. También limpiaba el patio y reparaba las cercas. Siempre el mismo cuñadito, alegre y hablador. Con el tiempo le ofrecí el trabajo de vigilante por las noches y aceptó. También era enamorado. “Vea cuñadito, mire que hermosa está la Raquelita”, decía. “Viera a la vecina que queda cerca de aquí, chuletita, cuñadito, chuletita”. Y en esos vea, sus ojos negros chispeaban en las noches de neblina o de densa lluvia. Se mantenía atento como un tigrillo, con cualquier ruidito se levantaba, se colgaba la escopeta y comenzaba a caminar, bañando con la luz del foco todos los rincones del terreno. Muy tempranito salía para su casa y luego lo miraba pasar, montando su yegua en dirección al pueblo.

Muchos años después el cuñadito dejó de pasar por el camino. Desapareció su ventecita, su negocito de lombrihumus y la chicha fuerte que hacía. Dicen los vecinos, y sus clientes, que le prohibieron seguir haciendo chicha fuerte, que atentaba contra la salud del pueblo, el mismo que disfrutaba con un vasito de su chicha, y que por eso vendió su parcelita y se fue para una colonia. Otros dicen que un yerno le ofreció más tierras si vendía su parcelita y le prestaba los reales, cosa que hizo el cuñadito y al final se quedó sin los reales y sin la tierra porque nunca le cumplió.

Un día de hace muchos años nos encontramos en el mercado. Me dio mucha alegría verlo, aunque lo noté diferente. Sus ojos negros habían perdido la alegría que contagiaba y no sostenía su mirada al hablar, su pelo pintaba abundantes canas y, cuando estreché su mano, me dio la impresión de que su fuerza había desparecido y que sus dedos estaban deformados.

Luego de un intercambio rápido de palabras, —vivo por allá, cerca del cementerio, le veo esa barba más canosa, un día de estos lo visito, y la Raquelita cuñadito, siempre hermosa, me saluda a la Sidonia— nos despedimos, él tratando de mostrar su alegría de siempre y yo seguro que ya no era el mismo cuñadito que pasaba todos los días por el camino, montado en su yegua de pasos volados.

30 de enero de 2021
Nueva Guinea, Nicaragua. 
Foto: Casa a la orilla del camino en La Guinea Vieja.