sábado, 13 de diciembre de 2025

ENTRE MUELLES


He estado entre muelles gran parte de mi vida. Entre pangas he viajado por la costa a diferentes lugares: Bluefields, El Rama, Kukra Hill, Laguna de Perlas, Cayos Perlas, Rama Cay, Orinoco, Tasbapounie, Patch River, Wawashang y a El Bluff. La mayoría de esos trayectos han sido por obligaciones: estudio y trabajo.

Viviendo en El Bluff, antes “el Paraíso”, no ahora, sino cuando era chavalo, ese lugar del muelle que llamábamos el de las pangas, era uno de mis lugares favoritos. Acudía por la mañanas para salir en panga hacia el colegio, un tiempo después de viajar en barcos pos pos. Por allí pasaron grandes personajes de el puerto de El Bluff en su época de auge económico y esplendor que los he incorporado al libro Hijos del Tiempo y la Arena – Relatos de El Bluff.

En Bluefields son como ecos de memoria. En ellos he escuchado voces y gritos de las diferentes etnias que atracan con cayucos llenos de alimentos para la insaciable población (desde carne de monte hasta frutas, verduras y raíces), llenándolos de multicolores y alegría, y de desechos que se tiran en la bahía generando olores característicos de la ciudad. Muelles de madera, en zancos y muelles de concreto que cambian con el tiempo la fisionomía de las orillas de la ciudad frente a la bahía. Son muelles improvisados de madera tal marimba sobre zancos, algunos nuevos, otros abandonados, varios perdidos que reviven en la nostalgia por el pasado. Muelles de restaurantes, de bares y cantinas asentadas a la orilla por la vista espectacular de la bahía al amanecer y en noches de luna llena.

Todos esos muelles en que he estado no solo son madera. Son espera, despedida y regreso. La genta va a ver quién llega y quién no. Eso pasa.

En los muelles el sonido manda. Agua golpeando pilotes, sogas crujiendo, motores cansados, voces que se reconocen a lo lejos. Si no se escuchan no es muelle.

La gente vibra en los muelles. Pescadores, cargadores, vendedores, niños descalzos, viejos mirando el horizonte, pasajeros y marineros. Cada uno con un fin y un ritmo diferente.

Los muelles tienen su olor. Sal, diesel, gasolina, pescado, alga, madera húmeda. El caribe primero entra por la nariz.

En los muelles el tiempo es lento.  Aunque tengas prisa, nada es urgente. Siempre se espera: la marea, el clima, la lancha, el visitante, los pasajeros. El muelle enseña paciencia.

En los muelles se nota el desgaste. Hay madera carcomida, clavos oxidados, pintura desgastada. Eso cuenta historias sin hablar.

La relación de los muelles con el mar no es una postal. Es respeto, miedo y dependencia. El mar da, pero también quita.

En los muelles muchas cosas no se dicen. Hay silencios largos, miradas fijas en el agua, gestos mínimos. Allí está lo más fuerte.

El muelle es frontera. Entre agua y tierra, entre irse y quedarse, entre la vida diaria y lo que puede pasar.

 

13 diciembre de 2025.

Foto: Muelle de la Colonia en El Bluff.. 

lunes, 1 de diciembre de 2025

UN HOMBRE PARECIDO A CRISTO LLEGÓ A EL BLUFF

 



Un hombre parecido a Cristo llegó a El Bluff,

a inicios de los años 70.

Era flaco, alto, con el cuerpo como un tronco seco

moldeado por el viento y el salitre.

Pelo largo, barba enredada,

ojos que miraban lejos,

como si siempre buscara otra orilla.

 

Vestía cotonas sueltas,

collares coloridos al cuello,

y sandalias con suelas de llanta.

Su andar, aunque desgarbado,

tenía un ritmo sereno,

como quien camina sabiendo

que no hay destino, solo camino.

 

Tenía una nariz fuerte,

las orejas se perdían bajo el cabello,

y los pasos largos lo llevaban

de punta a punta del andén,

y en los tres kilómetros cuadrados que El Bluff

podía ofrecerle al mundo.

 

No cargaba biblia,

ni venía con palabras sagradas.

No reprendía,

no prometía cielo ni infierno,

hablaba del amor como quien lo ha probado,

como quien sabe que la paz no se impone,

se vive.

 

Los marineros lo subían a sus barcos,

las mujeres de las cantinas

le guardaban café y pan dulce.

Los chavalos lo seguían con asombro,

no por lo que decía,

sino por la forma en que estaba vivo.

 

A veces lo llevaban mar adentro,

no para que pescara,

ni para que enseñara nada,

sino para que su presencia

hiciera más liviana la faena.

Él fumaba en silencio

y dejaba que el viento hiciera el resto.

 

Era común verlo sentado

en la esquina frente a la escuela y la capilla,

esperando a que alguien le preguntara algo,

para entonces hablar del amor,

como si de eso dependiera

que el sol siguiera saliendo al día siguiente.

 

Un día desapareció.

Mujeres, pescadores y jóvenes lo notaron.

Cada quien lo extrañó como si

fuera un pariente querido,

como a alguien que sin pedir nada,

les dejó una luz encendida.

 

Dicen que subió a la cúspide

del cerro Cuizaltepe,

como si fuera a dar su último sermón.

Desde entonces, nadie lo ha visto…

pero a veces, en varios pueblos,

alguien cree que lo ve pasar,

y al voltear, ven su figura

que se aleja.

 

 

Semana Santa de 2025.

Foto: Internet.