martes, 3 de junio de 2025

LOS ASALTANTES

 


El que iba al frente del grupo tiró bruscamente de las riendas, se sostuvo firme con las piernas en los estribos y se inclinó hacia la albarda, tratando de ganar algo de visibilidad. La lluvia le golpeaba la visera del capote amarillo y le nublaba los ojos. A pesar de eso, sintió cómo el caballo resbalaba cuesta abajo, sobre la pendiente de arcilla rojiza donde el agua corría a chorros entre piedras, ramas y raíces, buscando al río que venía con furia.

El relincho del caballo fue más claro que la vista empañada: algo se movía allá abajo, cerca del viejo puente de madera. Eduardo aún más las riendas, tanteó con la derecha el tambor helado de su consentida —la Mágnum 357— y avanzó con cuidado. El animal patinó. Eduardo apenas logró girar la pierna izquierda por encima de la albarda y se lanzó al lado del camino, rodando entre el barro y ese miedo que se mete en la garganta.

—¡No te movás, no te movás! —rugió una voz entre los matorrales.

Quiso ponerse en pie, pero un AK-47 ya lo apuntaba con fuerza en las costillas. Una mano tosca le arrebató su arma. En ese instante pensó en su mujer, en sus dos hijas que venían detrás montadas. El corazón le golpeaba el pecho como tambor de procesión.

—¡No ando reales! —gritó, sin pensarlo mucho.

El hombre que lo tenía encañonado estaba cubierto de barro hasta las botas, llevaba un capote verde y una barba densa. No dijo ni una palabra. Solo hundió más el fusil contra su costado. Desde la espesura, otra voz gritó:

—¡Levántate, ya!

Levantó la cabeza. En medio del lodazal vio a su esposa montada en su caballo, y a sus hijas en el otro. Detrás de ellas, tres hombres con uniforme de camuflaje las escoltaban en silencio.

—¡Eduardo! ¡Eduardo! —gritó su mujer desde la orilla del río.

Uno de los hombres salió al claro. Llevaba el AK cruzado al pecho y un pañuelo azul le cubría la mitad del rostro. Sus ojos, bajo la capucha, no decían nada, solo mostraban una prisa helada.

Le quitaron la mochila donde cargaba la libreta del banco, unos billetes mal doblados, la cadena, el reloj. A su esposa le arrancaron la medalla que siempre llevaba colgada. Una de las niñas rompió en llanto, y Eduardo, en lugar de gritar, tragó su rabia como quien traga una brasa. Ya no tenía su mimada. Estaba con las manos vacías.

Al llegar a la casa de la finca, encendió una fogata bajo el alero, con tres piedras del río, que todavía bajaba crecido. El lodo seguía ahí, pegado en la ropa, en la piel y hasta en los recuerdos. Recordó lo que le contaron unos amigos finqueros sobre un programa del banco para mejorar el hato. Que si compraba veinte vaquillas y un semental con crédito a largo plazo, salía adelante. Pero él no calificaba, tenía poca tierra. Sus amigos le insistían que vendiera las diez manzanas cerca de la ciudad y así compraba ochenta en Nueva Guinea, cumpliendo con los requisitos. Y ahora, ahí, con la impotencia todavía caliente, pensaba que tal vez se había equivocado.

Pasaron los años. Corría el mes de Junio de 1993. Eduardo, muy de mañana, ya estaba haciendo fila para entrar al Banco Nacional de Desarrollo en Nueva Guinea. Apenas cruzó el portón, el vigilante le pidió que entregara su nueva mimada —su otra pistola— y lo revisó de arriba abajo. Aunque ya eran años de posguerra, aún quedaban rearmados: Contras, Recontras, Recompas, Milpas. El gobierno intentaba desarmarlos con la Brigada Especial de Desarme.

Mientras esperaba su turno, hacía cuentas en la mente: cuánto debía, cuánto iba a pagar por las vaquillas y el semental. El abanico de techo giraba lentamente. A través del vidrio se veía cómo el sol se reflejaba en los charcos que dejaban batidos los camiones al pasar.

Siempre conversaba con los que estaban en la fila. Y entonces lo notó: cuatro hombres con pasamontañas, armas en mano, daban gritos afuera. Amenazaban al vigilante: “¡Entregá la escopeta! ¡Esto es un asalto!” Adentro cundió el pánico. Clientes y empleados se tiraron al suelo. Eduardo apenas alzaba la cabeza. No sintió miedo. Instintivamente quiso buscar su arma, pero recordó que la había dejado afuera. “Si anduviera mi mimada...”, murmuró, como quien escupe un lamento.

Uno de los tipos corrió directo al vigilante, gritando como bestia herida. Levantó el fusil, pero no alcanzó a disparar. Adentro del banco se escuchó el escopetazo seco. El hombre voló hacia atrás, cayó al pavimento, los brazos abiertos, la sangre empapando la camisa. Quedó mirando al cielo, como si esperara una señal que no llegó. Los otros tres, al verlo caer, dudaron un momento. Luego huyeron hacia el parque central. En el rótulo detuvieron la camioneta amarilla de la alcaldía. Arrancaron despavoridos rumbo a Caracito. Más tarde, se supo que soltaron al chofer y dejaron tirado el vehículo. Se metieron por El Cascal, rumbo al monte, donde la niebla se los tragó.

Cuando todo terminó, Eduardo salió como los demás. Se acercó al cuerpo tirado. Lo reconoció. Era el mismo que aquella tarde apuntó temblando a sus hijas. Pero no sintió odio. Solo un cansancio grande, como si el pasado por fin se le hubiera vaciado por dentro.

Esa noche, al calor del fogón de tres piedras, les contó todo a sus hijas, ya crecidas, y a su esposa, que aún llevaba la medalla que un día le arrebataron y que luego consiguió en el mercado.

—A veces me pregunto si hicimos bien en venirnos para esta tierra —dijo con la voz baja.

—¿Y usted qué cree? —le preguntó una de las hijas.

—Creo que la tierra es buena... pero hay hombres que no lo son —contestó mientras removía el café en la olla—. Pero aquí estamos. Y mientras estemos, ellos no ganan del todo.

Afuera volvió la lluvia. Y en su pecho, como un eco, seguía buscando cómo entender lo vivido.

 

17 de mayo de 2025.

La Colina

Foto: Internet

miércoles, 28 de mayo de 2025

¿UNA VIDA, PARA ESTO?

 


Al inicio, tus caricias me salvaban del mundo,

yo te miraba y no dudaba: éramos destino,

éramos fuego, canción, refugio… mentira bendita.

 

Los años pasaron, y con ellos tus promesas,

cada una más hueca, más blanda, más falsa,

como un abrazo frío con olor a excusa.

 

Dormíamos espalda con espalda, como extraños,

nos dolían las mismas cosas, pero en silencio,

y el amor se pudría en la alacena de los hábitos.

 

Un día, entre platos sucios y miradas rotas,

nos lo dijimos sin rabia, sin lágrimas ni teatro:

duramos toda la vida… para ya no nos soportarnos.

 

 

27 de Mayo de 2025.

Foto: Internet

miércoles, 21 de mayo de 2025

SWEET SUGAR MANGO: DELICIA CARIBEÑA

 


El Sweet Sugar Mango es de esos frutos que no necesita mucho preámbulo entre nosotros, pero si no lo sabes aquí te dejo algunos de sus aspectos más importantes. Su nombre científico es Mangifera indica y es una variedad pequeña de mango originaria de Colombia, conocida por su bajo contenido de fibra, su aroma intenso y su sabor dulce debido a que posee entre 13 y 15 gramos de azúcar en cada 100 gramos de fruta. En inglés se le conoce como Sweet Sugar Mango. Es pequeño, de piel delgada y al verlo ya se sabe que vas a terminar chupándote los dedos.

Lo he comido en muchos lados, pero hay tres lugares que no olvido: Corn Island, El Bluff y Bluefields. En Corn Island —es probable que haya llegado a la isla a través del intercambio comercial con los Raizales de San Andrés y Providencia, y por vínculos familiares—, bajando hacia Long Bay, una señora tenía una canasta llena. Me regaló uno sin decir palabra. Bastó una mordida para que regresara a los años que, de chavalo, corría al fondo del patio de doña Juana Angulo en El Bluff. Bajo la sombra de los almendros, luego de cortarlos, ella nos repartía manguitos de azúcar con una gran sonrisa en el rostro. El jugo se escurría por mis brazos y uno no sabía si chupar el mango o reírse de alegría con los amigos.

En Bluefields los sugar mangos aparecen en los mercados, en las bolsas de las señoras, en los techos de las casas cuando caen maduros del árbol. Se cosechan entre abril y junio, cuando el calor cambia y el invierno empieza a insinuarse. Es época de brisas húmedas, de patios llenos de niños y pájaros, de mangos cayendo con el viento.

Es fruta que no se olvida porque viene acompañada de historias, de voces. Es fruta para comerse sin prisa, de pie, mirando el mar o sentado en una grada mientras el tiempo hace lo suyo. Se come con elegancia, con alma. Y por eso, cada vez que aparece uno, me detengo, lo pelo con las uñas y me pierdo en su dulzura.

Un Sugar Mango no solo se come, se revive… como se revive un patio, una risa, una tarde tibia a la orilla del mar.


4 de mayo de 2025.

Foto: Internet.

martes, 13 de mayo de 2025

PANTING

 


Es alegre, de conversación rápida.

Su lengua materna canta, embelesa,

y esa cadencia la lleva aún al hablar.

 

Viene de Krasa, un pueblo escondido

en un recodo del río Coco,

a 270 kilómetros al oeste de Waspam,

lejísimos de aquí.

 

Allá dejó su familia materna y paterna.

Combatió a la contra con el Ejército,

y desde 1985 se asentó en estas tierras.

Nunca volvió: le encantan la humedad y el lodo.

 

Ha hecho de todo, que yo sepa:

wachimán, agricultor, cowboy, hacelotodo.

Es buen chambero, pero si uno se descuida,

habla todo el santo día

como si no pasara nada.

 

Se libró de muchas penurias:

hambre y abandono,

del Grissi Signiss y la Liwa Mairen,

esas cosas que su gente carga

aunque él diga que ya es de aquí.

 

Siempre lo veo temprano, por las calles,

saliendo de su trabajo de vigilante;

a veces en el mercado,

el mirador de la plaza,

el parque central, el zonal, o la alcaldía.

 

Es sandinista hasta la muerte —lo dice con orgullo—.

Y cuando nos cruzamos, desde que me divisa,

camina feliz al ritmo de sus pasos rápidos.

“¡Adiós, Waspuc!”, le digo, y se ríe.

 

Siempre lleva algo en su mochila.

Es atento, servicial, de los buenos.

Su nombre es Wilber Panting Wilson,

llamado sencillamente Panting

por sus camaradas, amigos y conocidos.

 

Es una pantera del río

y de la montaña del trópico húmedo.

El implacable tiempo,

simplemente, no le hace nada. 

 

La Colina. 

11 de Mayo de 2025. 

Foto propia.

 


miércoles, 7 de mayo de 2025

PALO DE MAYO UNA VEZ MÁS

 


La última vez fue hace muchos años, en su barrio negro de Old Bank. Fue al caer la noche y una de esas casualidades que, con el pasar de los años, lo sigo recordando. Quiero que vuelva a suceder, volver a vivirlo, disfrutarlo. Porque ahora, cada vez que lo materializo en imágenes, me lleno de entusiasmo.

Ella salió de su casa con su hermana mayor. Caminaron desde Beholdeen hacia Old Bank.

Vivían cerca de la capilla de San Martín, y cuando llegué a buscarla, no la encontré. “Salieron a bailar Palo de Mayo”, dijo su mamá desde el corredor de la casa de madera. Caminé hacia la punta, y noté el ambiente festivo en la calle y en los corredores de las casas.

La gente, hombres, mujeres y niños, caminaba dando adioses con manos y voces a quienes los miraban pasar desde ambos lados. En esos años no había muchos vehículos en Bluefields. La verdad, nunca recorrí sus calles en un carro.

Antes de llegar a la punta de Old Bank, a unos veinte metros, la gente se reunía en una plazoleta. Hablaban entre ellos, se escuchaban risas. Todo el ambiente se llenaba de una alegría comunitaria contagiosa, como si un hechizo los envolviera a todos al mismo tiempo.

Me detuve. La busqué con la mirada entre el gentío, pero no logré dar con ella.

Desde los corredores, las mujeres ayudaban a los mayores, hombres y mujeres de cabello blanco, a bajar las gradas. Ellos avanzaban con pasos lentos, cansados, hacia la plazoleta donde ya los esperaban con bancas de madera alineadas en la primera fila del semicírculo. Varios jóvenes trepaban a los árboles de fruta de pan, compitiendo por el mejor puesto para observar el espectáculo. Los niños y niñas corrían cortando el viento que venía desde la bahía, envueltos en su algarabía.

De una de las casas salieron varios hombres cargando el tronco de un árbol. Se dirigieron al centro de la plazoleta, donde los esperaban otros que ya habían excavado un hoyo. Entre todos lo sembraron, apretujándolo con piedras y tierra hasta dejarlo erguido, pero antes varias mujeres se acercaron con cintas de colores. Lo encintaron desde la parte superior hasta su base. Y así quedó el palo, vestido de fiesta, listo para que todo comenzara.

La música estalló de pronto. Tambores y voces se elevaron al ritmo de “singsaimasinmailo”, que parecía brotar de la tierra misma y vibraba en el aire tibio y húmedo, como un llamado ancestral. La gente se acercó con entusiasmo, cerrando el círculo humano alrededor del palo, con los ojos encendidos por la emoción y los cuerpos ya inquietos por moverse.

Fue entonces cuando apareció. Salió de la penumbra, sonriente, con una mirada traviesa que encendió mi corazón de golpe, como una llama imprevista. Llevaba una falda amplia que resaltaba el movimiento de sus caderas, con su cabello rizado en trenzas, dibujando círculos que hipnotizaban mis sentidos.

Entró al círculo formado alrededor del palo y tomó una de las cintas en sus manos con una gracia innata, natural y casi felina. Giraba en torno al tronco, y su cuerpo, sensual y orgulloso, parecía flotar con cada paso que daba al compás del Palo de Mayo. La seguí con la mirada, sin pestañear, con una emoción profunda y antigua que se apoderó de mí.

A su alrededor, hombres y mujeres se unían al baile con euforia creciente. Gritaban y reían en medio de la cadencia creciente del tambor: “mayayslasinki, mayayaoo”.

La energía colectiva era electrizante; niños brincaban al ritmo, mientras parejas se acercaban peligrosamente en una danza que era celebración y seducción al mismo tiempo.

Entonces ella me vio. Su sonrisa se amplió, cálida y pícara, mientras sus ojos brillaban con el reflejo de las luces del barrio. Extendió su mano hacia mí, invitándome a entrar en el remolino festivo que había creado con su presencia. Sin pensarlo, crucé el gentío, tomado por una fuerza irresistible, y juntos bailamos.

Giramos alrededor del palo decorado, riendo y respirando uno frente al otro, compartiendo un instante tan fugaz como eterno, tan intenso que ahora, al recordarlo, aún siento en la piel su esencia de mujer caribeña y el eco sensual de la música, “tululupasanda”, de aquella noche inolvidable.

Quiero verla bailar Palo de Mayo una vez más. Porque sé que solo en esa danza, rodeado por la alegría eufórica de nuestra gente, podré reencontrarme con aquella juventud perdida y con ella, que sigue girando, luminosa y eterna en mis memorias.


7 de Mayo 2025.

Foto: Arpillera de Nydia Taylor.




miércoles, 30 de abril de 2025

EL ECO LEJANO DEL ARPÓN

 

En noches de verano, cuando las aguas de la bahía estaban limpias, con un color azul verdoso, bajábamos corriendo desde la casa de los abuelos, Manuela y Felipe, hacia el muelle de la Texaco. Eran semanas previas a la Semana Santa, y el muelle se encontraba en un recodo de la carretera de grava que bordeaba la ensenada rumbo a la planta procesadora de mariscos.

Era al caer la noche, después de las siete, cuando las luminarias sostenidas de tubos metálicos comenzaban a encenderse. Iluminaban por debajo y los alrededores del alto muelle de madera, y entre las uniones de los tablones mirábamos nuestras sombras cortarse en trozos al caminar de un extremo a otro. Súbitamente, aparecía el cardumen de róbalos y, tapándonos la boca con las manos, gritábamos de alegría sin movernos del sitio, parados sobre el muelle pintado de negro.

Allí, justo bajo nuestros pies, miles de róbalos nadaban placenteramente. Tras el paso de un grupo, seguía otro y luego otro más, en contra de la suave corriente veraniega que llevaba el agua hacia la barra y al mar. El color plateado y la raya negra que les cruzaba el lomo desde la cabeza hasta la cola brillaban majestuosos bajo la luz de las luminarias, mientras mis tíos Pablo y Gustavo se preparaban con sus arpones de madera y garfios filosos para dar el golpe certero a los ejemplares más esplendorosos: róbalos de un metro.

Desde el muelle se veían las luces de las casas cercanas, incluida la de los abuelos. También brillaban la de barcos atracados en el muelle de la aduana, los fondeados en la bahía, el resplandor de la ciudad de Bluefields sobre Half Way Cay, una lucecita parpadeante en la isla del Venado y las luces del muelle de los barcos pesqueros.

En ese silencio expectante, el arpón salía con tanta fuerza que partía el aire fresco de la noche. Se escuchaba un “splash” al entrar en el agua, y luego del forcejeo del pez que luchaba por liberarse del hierro que le atravesaba en el lomo, cerca de la cabeza. Jalando el mecate de nylon con pericia y fuerza, mis tíos lo sacaban del agua y lo colocaban entre los tablones, donde se sacudía hasta que un golpe certero en la cabeza lo dejaba quieto.

Y así, uno tras otro, entre el cardumen los mejores ejemplares se iban acomodando en el muelle. Después eran limpiados y cortados en dos, y al llegar a casa, salados y colgados en alambres para secarse al sol bajo la mirada atenta de la abuela Manuela. Días más tarde, en su cocina, se preparaba un arroz con pescado seco que era puro deleite para la familia.

Con el tiempo, las visitas de tío Gustavo se volvieron menos frecuentes. La Semana Santa sin él era distinta, y tío Pablo lo notaba; por eso salía por las tardes a la barra en una panga metálica con motor de cinco caballos, cuchareando entre el oleaje que venía del mar en dirección a la isla del Venado. Allí, jureles —o “jacks”— de gran tamaño mordían la cuchara, eran jalados a mano, y tras jugar un rato con ellos, terminaban sobre la panga.

Ahora no se ven esos cardúmenes. Pocos tienen la destreza de arponear. Los muelle están casi vacíos por las noches y la bahía, la mayoría de las veces, está sucia.

Pero si vas por allí, si haces el esfuerzo y abrís bien los sentidos, estoy seguro de que en la oscuridad de las noches de verano aún podés escuchar —entre las rendijas viejas de los muelles— el eco lejano de un arpón partiendo el aire y el leve aleteo de un cardumen invisible, como un recuerdo que no se rinde, sigue nadando bajo nuestros pies.

 

 29 de abril de 2025.

Foto: Internet.

viernes, 25 de abril de 2025

REINA SIN SÚBDITOS

 



Los días grises se deshicieron

como promesas de macho borracho,

esas que se evaporan antes del desayuno.

 

Le entregó su juventud de tonta bonita,

sus años de diosa doméstica,

y su cuerpo de amante obediente, como ofrenda barata.

 

Ofreció también los silencios

como propina miserable al verdugo,

las pausas tragadas como clavos dulces,

y todo se esfumó

como deuda vieja

cuando la muerte le hizo el favor.

 

Lo lloró con rabia

entre sábanas tan usadas

como los cuentos de fidelidad de él,

retorciéndose en la cama

que fue más motel barato que nido de amor.

 

Se encerró por semanas

como artista fracasada en camerino,

regaló botas, pantalones, sombreros y camisas

que olían a cantina, sudor barato

y cuentos de macho de pacotilla.

 

Heredó su fortuna

como quien recibe un costal de piedras,

la partió en cuatro para los muchachos

y guardó lo suyo en un banco

donde ni las lágrimas generan intereses.

 

Con el tiempo, desarmó la casa

como quien quita los adornos de una piñata rota,

transformó la habitación

hasta borrar todo rastro

del gallo desplumado, mezquino y sin canto.

 

El rencor se volvió humo

como incienso en misa de cuerpo presente,

y un día, suspirando profundo,

lo soltó como quien abre la ventana

tras años respirando encierro.

 

Hoy se sienta en su porche

vestida como reina sin súbditos,

el rostro florecido como flor que por fin se ríe,

labios rojos, gritando ganas de comerse al mundo.

 

Abraza a sus amigas

como quien por fin se toma

la copa que antes la hacían lavar,

brindando por la ausencia

y lo bien que sabe.

 

Ha comenzado otra vida,

una que brota como canción prohibida,

lejos de las sombras

que un día la apagaron

como luna eclipsada.

 

Ahora brinda al atardecer

entre carcajadas que suenan a victoria

y miradas que vuelven a buscarla.

 

Algunos, que juraban ser amigos del difunto,

la miran con ojos dulces y manos sudadas,

como quien descubre demasiado tarde

que la viuda brilla más

cuando nadie la apaga.

 

 

14 de abril de 2025

Foto: Internet


lunes, 14 de abril de 2025

SILUETA EN LA ARENA

 



El estuario del río Escondido

se despliega en la bahía,

y ella se abre hacia el mar Caribe.

A veces llenos, otras vacíos;

como yo, cuando estás y cuando te vas.

 

Un sentimiento imposible de enmarcar,

pero el Caribe sí puede serlo,

sobre todo, cuando en abril

cielo y mar se tiñen de violáceo,

se encuentran, se reconocen, se funden,

renovándose uno al otro.

 

El delfín nada junto a las olas

que acarician los barcos,

entra y sale alegre del agua

como yo, cuando veo tu silueta

avanzar con pasos atléticos

y el pelo rizado al viento

por la playa de El Bluff.

 

Dos motonetas llegan

desde la antigua pista

al sendero arenoso, bordeado

por palos de icacos y uvas de mar,

mientras una bandada de pelícanos

cae en picada sobre el cardumen

que busca refugio entre las piedras.

 

Los niños recogen conchas,

corren, ríen, gritan y nadan

hasta que tu figura lentamente

se desvanece en el horizonte,

provocando en mí la añoranza

de verte una vez más.

 

14 de abril de 2025

Foto: Internet.