domingo, 31 de agosto de 2025

EL BAR DE INÉS


Al entrar al bar de Inés, el aire huele a barniz fresco y a aguardiente viejo. Las paredes de madera oscura tienen afiches clavados con tachuelas: cervezas, rones nacionales, gaseosas. Conservan el calor de la tarde. Al fondo, una barra pulida brilla bajo la luz opaca de un bombillo colgado. En la pared de la barra, un gran espejo ovalado cuelga junto a los exhibidores de cerveza. El piso de concreto, limpio pero gastado, refleja sombras de sillas mal alineadas. Hay ocho mesas dispersas. Algunas vacías. Otras ocupadas por hombres de sombrero y mirada larga.

Esa tarde visité a mi viejo amigo Juan Pérez. La carretera, llena de baches, parecía una trampa, pero el jeep logró pasar. En su casa compartimos recuerdos, hablamos de amigos ausentes y de los que aún luchan. Juan me mostró su patio: chilotes, naranjos, yuca, caña piña, quequisques, plátanos y chagüites. Clara, su esposa, se alegró mucho de verme. Sirvió café con cosas de horno, y en el corredor, entre sorbos y brisa, Juan me contó que esa tarde vería a su compadre José en el Bar de Inés.

Juan va adelante, como quien ya conoce el terreno. Yo lo sigo, apenas entendiendo en qué mundo me estoy metiendo. Camina hacia la barra. Yo observo todo con una mezcla de curiosidad y cautela. Al otro lado, una mujer se incorpora con suavidad.

—Hola, Inés —dice Juan, con una sonrisa que no sé si es de confianza o picardía.

Inés tiene unos cuarenta años. Cabello negro liso que le cae como velo sobre la espalda. Cejas pobladas que le dan carácter. Lleva un vestido ajustado, sin miedo al cuerpo que habita. El escote deja ver unos pechos firmes, desafiantes al tiempo. El espejo detrás de ella refleja sus curvas. Redondez sin baches. Como una carretera bien cuidada, de esas que por aquí ya no hay.

Ella responde con picardía. Como quien ya ha jugado este juego muchas veces.

—Siempre bienvenidos sean. Estoy para atenderlos —dice, señalando con la cabeza una mesa junto a la ventana.

—¿Qué van a tomar? —pregunta, girando el cuerpo de medio lado. Como anticipando la respuesta.

—Dos heladas —dice Juan, sin pensarlo mucho.

Inés se estira con naturalidad. Abre el exhibidor con gesto mecánico y saca dos cervezas sudadas. Las destapa con un giro ágil de muñeca. Sonríe como en otros tiempos, cuando las miradas decían más que las palabras. No hay una arruga que le robe la frescura al rostro.

—Aquí tienen, muchachos —dice, y nos entrega las heladas con un guiño.

—En esa mesa nos acomodamos —dice Juan. Caminamos hacia ella, botellas en mano, con el presentimiento de que la tarde aún no ha contado lo mejor.

Desde la ventana contemplo el paisaje. Un cuadro vivo. Allá en lo alto, el bosque corona un cerro de dos cúspides. Son las más altas del oeste de estas llanuras. El sol de la tarde les cae directo. Brillan como cobre bruñido. En la parte media del cerro, una cascada se desliza. Entre la bruma nace un arcoíris, como si el cerro respirara luz. Es un paraíso aún intacto. Hacia el este se extiende el pueblo. El paso de vehículos, caballos y caminantes es constante. Todos cruzan frente al bar de Inés.

—Este lugar es un punto de encuentro. Escala obligada entre la faena del campo y las cervezas —dice Juan, tras un largo trago—. Aquí aparecerá mi compadre José.

—¿Cuál es el negocio con tu compadre? —pregunto, y le hago señas a Inés de que necesitamos más cerveza.

Juan se acomoda en la silla. Se pasa la mano por la gorra. Me responde con ese tono que usa cuando algo le entusiasma.

—Mirá Nicolás. El compadre José es comerciante con colmillo. Aprendió en el camino, no en universidad. Tiene más de treinta años de andar en los negocios. Le gusta esta zona porque aquí la gente tiene palabra. Palabra de honor. Eso vale más que los reales adelantados. Si no hay confianza, aunque el trato sea bueno, todo se cae.

En ese momento Inés se acerca. Paso lento. Sonrisa viva. Deja las cervezas sobre la mesa.

—Aquí tienen, muchachotes —dice. Al alejarse, deja flotando un aroma dulce. A flor de sacuanjoche con ron de miel.

Juan me mira con esa chispa que le conozco.

—Se gana el día, todavía —dice, y soltamos la carcajada—. José ahora compra especias y frutos raros: cardamomo, canela, achiote, pejibaye, cacao, clavo de olor, cúrcuma, mangostán... Antes vendía animales, pieles, loras, gallegos, tortugas, cueros de tigre, boas, mapachines. Todo lo mandaba a las curtiembres. Pero esa línea se jodió. Cambió de rumbo. Ahora quiere explorar el negocio del oro. Dicen que allá arriba, entre los cerros, y en las bajuras donde serpentea el río, hay altas probabilidades. Eso sí, es exigente. Pero si le cumplís, te da un premio extra, algo más allá de lo pactado. Dicen que ahora trabaja con unos asiáticos. Y parece que hay buena plata. Buena.

—Espero que te salgan bien esos negocios —digo, viendo cómo sigue con la mirada a Inés—. Hoy en día tener un negocio estable es como sacarse la lotería.

Le hago señas a Inés. Pedimos dos más.

Afuera, el bullicio crece. Se han parqueado camiones cargados de novillos. Van directo al matadero. El calor sube con el olor a bestia sudada y diésel. Tres hombres montados se bajan frente al bar. Ajustan sus sombreros y conversan, como tanteando el ambiente.

Inés está atenta. Observa todo. Mueve el bar como directora de orquesta sin batuta.

—Aquí tienen, muchachotes —dice, dejando las cervezas casi en nuestras manos—. Parece que será una buena tarde.

Levanta las botellas vacías. Camina hacia la puerta. Mueve su cuerpo con cautela de leona. Olfatea el día.

—Contáme de Inés —le digo a Juan—. Me da la impresión de que la conocés desde hace años. Y algo me dice que es una mujer que se ha jugado la vida entre altibajos. Más en esta zona, donde todo cuesta el doble.

—Ya vi que te gusta la Inés —dice Juan, medio sonriendo—. No te lo niego, aún se conserva. Pero si la hubieras conocido años atrás, cuando era la administradora del Bar del Doctor… seguro te hubieras enamorado.

Hace una pausa. Bebe un trago.

—Era el alma del bar. Se llenaba cada mañana. Los campesinos hacían sus compras y luego esperaban los camiones. Música alegre, rancheras, chinamera. Bar lleno. Enamorados no le faltaban. Pero no se dejaba embaucar. Tenía su hombre. Un mecánico del pueblo. Serio, de poco hablar. Ella trabajó años ahí. Bien puesta. Al frente. Le ayudaban dos meseras. Tenían carácter. Manejaban aquel bar como una hacienda. Y ella era la manda más.

Mira al fondo del bar. Inés sigue entre mesas y botellas. Como si el tiempo no le hubiera pasado.

—Un día de esos que llueve —continúa Juan— el bar estaba lleno. A reventar. Las meseras no daban abasto. La roconola sonaba. Gritos, bromas pesadas, risas, tragos. Un murmullo infernal. Dos se levantaron. Se fueron encima a puño limpio. Otros se metieron. Mesas volaron. Sillas crujieron. Botellas por el aire. Inés y las meseras se tiraron detrás de la barra. Era una batalla campal, gente cayendo. Sangre. Gritos. Un disparo. Nadie sabe quién lo hizo. Luego otro, desde la entrada. Otro más, cerca de la pared vecina. Y el último, desde la barra. Ese sí detuvo todo. Tres heridos trataron de salir. Uno quedó tendido. Inmóvil.

Se empina la cerveza y suspira profundo.

—Cuando todo se calmó —dice Juan bajando la voz—, los que quedaron aseguran que Inés tenía una pistola calibre .45. Humeante en la mano.

Vuelvo a verla. Como si me leyera el pensamiento, me lanza una sonrisa coqueta. Se agacha en la barra. Mi mirada, sin querer, queda atrapada en el escote de su vestido. El murmullo del bar se desvanece.

—No te creo —le digo a Juan, entre risa e intriga.

—La quisieron culpar. Estuvo detenida. Hicieron averiguaciones. Pero no había pruebas. El arma no tenía rastros. La soltaron. Nunca se supo quién hirió a los borrachos.

Entonces entra un hombre. Bajo, mandíbula ancha, manos gruesas. Va directo a nuestra mesa. Juan se levanta, contento.

—Aquí está mi compadre José —dice, y me lo presenta—. Compa, este es Nicolás.

—Siéntense, siéntense —dice José, con voz ronca.

Como si lo supiera, Inés carga tres cervezas. Las deja en la mesa. No dice nada. Solo sonríe. Mitad amabilidad, mitad misterio.

Minutos después me despido de Juan y su compadre. La noche ha caído. Me esperan tres horas de camino. Jeep y baches. Macadán duro.

Afuera, los camiones mugen. Adentro, las cervezas sudan. En el trayecto, con el traqueteo de fondo, no dejo de pensar en Inés. La imagino más joven. Melena suelta. Figura firme al borde de la barra. Caderas anchas. Pistola humeante en la mano. A su lado, Juan Pérez y su compadre José escudriñan un saquito de tela. De él sacan pepitas de oro.


31 de agosto de 2025.
Foto: Internet.

domingo, 24 de agosto de 2025

EL POTRERO DE LOS MUERTOS

 



El hombre está solo, y consigo mismo va por allí.

Camina en dirección al bosque que es suyo,

nadie más que él ha sembrado los robles, el bambú,

acacias, cedros y caobas.

Allí podría pasar libremente todo el día,

viendo cómo han crecido, calculando la altura,

el grosor, sin medirlo más que con su vista y su tacto.

 

Piensa en aquellos años cuando no había

árboles, ni animales, solamente zopilotes.

Y sus pensamientos, que surgen en la zona neutra

de su cerebro, lo llevan en dirección a la quebrada,

que antes era una rayita, casi por secarse,

sin motivos para vivir entre las laderas despobladas.

 

Se agacha y bebe de su agua fresca y limpia,

que corre hacia abajo entre troncos, hojarasca y piedras.

Con ambas manos se refresca la cara y suspira pureza.

Se levanta y observa, a su izquierda, en la bajura,

el Potrero de los Muertos, nombre heredado

desde los tiempos de la guerra,

que conserva por respeto a los que fueron enterrados a la ligera

y que ahora yacen en paz entre grandes peñones,

cubiertos de líquenes, musgos y helechos

que se aferran a grietas o fisuras en la roca.

 

Acompañantes de ellos —desconoce nombres y origen—

son aves que se refugian para anidar,

lagartijas y serpientes,

murciélagos, caracoles y cangrejos terrestres.

 

Mira hacia el cielo y nota que avanzan nubes grises.

El hombre es libre y discreto. Observa la tierra y sus criaturas.

Va contento y despreocupado, y piensa en la mujer que ama.

Mejor no lo canta, porque no es asunto de nadie más que suyo.

 

Sus manos tiemblan un poco,

pero aún saben acariciar un tronco,

levantar el pañuelo como estandarte de vida.

 

Y así va, cantándole a sus labores, a la naturaleza,

al escenario por el que se le ha pasado la vida,

con la punta del pañuelo que sale del bolsillo de su pantalón

y baila al viento,

seguro de que no es esclavo de nadie,

solo de la libertad.

 

 

Domingo, lluvioso.

24 de agosto de 2025.

Foto: Internet.


lunes, 11 de agosto de 2025

IRONÍA DEL CAMINO

 



Ha sido una mañana

de esas pocas que nos

regala el trópico húmedo.

 

El sol resplandecía en el camino,

mojado por una llovizna breve,

sin charcos nuevos.

 

Me cuesta ver,

el resplandor me encandila,

y avanzo despacio.

 

Chavalos de azul y blanco,

camino a clases,

llenan el trayecto.

 

Algunos con capotes,

otros con chaquetas se cubren,

repiten los charcos de siempre.

 

Las chavalas casi bailan,

saltando de uno a otro,

faldas al vaivén, paraguas zigzagueando.

 

Van de prisa,

siete de la mañana,

no espera.

 

Otros van en motos con sus padres,

veloces,

cara al viento.

 

El bueyero marca el paso,

los bueyes lerdos,

respetando a los estudiantes.

 

Entre todos ellos,

surge su figura.

Joven. Hermosa.

 

Va de jeans,

camisa suelta,

paraguas contra el sol.

 

Camina con estilo,

sin prisa,

rompiendo la monotonía.

 

En el camino pedregoso,

va la alegría del futuro

pintada en los rostros.

 

Y yo,

en medio de tanto brío,

pienso en mis años finales.

 

Ironía del camino:

ellos van estrenando la vida,

yo voy midiendo el filo de mi despedida.



11 de Agosto de 2025.

Foto: Sergio Orozco Carazo.


martes, 29 de julio de 2025

YO NO SÉ DECIR BONITO

 



Yo no sé decir bonito, pero te miro

sentada en esa silla, 

y me tiemblan los pliegues del alma.


Sos como tarde buena para sembrar,

morena como tierra mojada,

con ese calor que se sube y no se baja.


Tu pelo lacio, negrito,

me recuerda la cascada cuando llueve,

brillante, rebelde, hechicero. 


Tus gafas, como espejo de laguna,

quietas y llenas de secretos,

son las puertas abiertas al cielo.


Y esas piernas tuyas,

cruzadas como quien no quiere,

me hacen pensar cosas

que ni el cura me saca de la cabeza.


No hablás,

pero yo te escucho entera,

como cuando el río suena calladito

y uno sabe que abajo hay corriente brava.


Si sonreís, me jodí.

Porque me dan ganas de dejar la parcela, 

el ganado, el rancho...

y sentarme ahí, cerquita,

aunque sea en el suelo.


Tu blusa,

ligerita como para engañar al calor,

me deja ver lo justo,

pero lo justo ya me quema.


Sé que sos de ciudad,

estudiada y culta, de palabras finas...

pero igual te lo digo a mi modo:


Sos linda, 

como la primera lluvia después del verano.

Y si algún día te da por mirarme,

aunque sea un ratito,

te prometo que te siembro hasta el alma.



5 de junio 2025

Foto: Internet

lunes, 21 de julio de 2025

BRINDIS POR LOS BORRACHOS DE NUEVA GUINEA


Guarón, cususa, joyita, perlita, reposado, 

blancos sus elixires preferidos

que se empinan sin hora, sin fecha marcada,

en cantinas, corredores o en los patios vacíos.

De dos en dos, o por racimo completo,

amanecen bajo aguaceros bravos,

ojos vidriosos, garganta espumosa,

las manos temblando como cables pelados.

 

—La guía, dame para la guía del día—

dicen con fe, sin pena ni medida,

y brindan por la vida con trago zepolero,

que raspe la garganta como machete afilado,

desempolve la mollera, suba los ánimos,

quite la tembladera, el rasquín malcriado,

el dolor del hígado inflamado,

y el ardor de estómago, viejo compañero.

 

Brindo por los fijos y los de paso,

los de cuello y corbata, y los mojigatos,

los pirucas valientes que no arrugan la cara.

Por los borrachos del mercado,

la esquina del movimiento,

de los parques y las gasolineras,

los doblados en tablones de las barreras,

y en las esquinas de los chinamos,

los que amanecen en el ojo de agua,

en las riberas de ríos y quebradas,

y los que salen volando de la oficina

porque el cuerpo les tiembla de tanta sobriedad.

 

Todo arranca después de mediodía,

con  o sin hielo y boquita de pájaro,

vestidos de traje o al estilo Santa Martha,

nadie se escapa, si no ponés, sos el coyotepe:

el hace mandados, el busca hielo, 

sal y limón, cigarros y lo que falte,

el que reparte y agarra la mejor parte.

 

Y brindemos por los meros meros,

los que ya no caminan borrachos,

porque van ebrios desde la mochila

con la botella envuelta como santo patrono,

para saborear el trago en los recreos de la vida:

en la oficina, en la reunión aburrida,

en el emprendimiento desolado,

en el taller de mecánica, en la barbería,

en los billares, en esquinas oscuras de los barrios

al son de la risa y la buena compañía.

 

Brindo por los borrachos,

por sus ocurrencias, sus piropos de esquina,

por los bardos etílicos del grupo de wasap,

por los que amaron a sus mujeres

y un día los abandonaron por el hedor,

por ellas, pirucas alegres, que encienden la noche,

por sus camaradas de parrandas y averías,

y los que no fallan en fiestas ni velorios.

 

Levanto la copa sin hielo para que raspe,

con la botella en alto y el alma contenta,

acompañadas de una chorrera de palabras,

riego el piso con el guaro 

nombrando a los compañeros de antes,

los de ahora y los que vendrán.

¡Salud! 

 

 

18 de julio de 2025.

Foto: Internet

sábado, 12 de julio de 2025

DÍAS DE TOMATES

 


Ella me sirvió el almuerzo y luego apareció por el pasillo con una taza grande de sopa de tomate.

—¿Querés probarla? —preguntó, antes de saborearla.

—Está deliciosa —dije, y me dio de su taza grande en una tacita de café.

Dicen que los sabores tienen el poder de hacerte recordar cosas que sucedieron muchos años atrás, y de pronto me vi en Juigalpa, cuando ella preparaba una suculenta sopa de tomates. Eran años difíciles: la década de los ochenta, cuando la guerra era cosa de todos los días y en todo el país. Y, como fruto de eso, la escasez de alimentos y productos básicos era parte de la rutina.

Desde Puerto Díaz, a veintiocho kilómetros de Juigalpa, en las orillas del lago de Nicaragua, Sergio y Maruca, mi suegra, nos llevaban baldes llenos de tomates durante la época de cosecha. En el periodo seco, cuando las aguas retroceden y descubren esa franja fértil junto al lago, queda una tierra rica en nutrientes, buena para todo tipo de cultivos. Allí, cerca de la casa, Sergio sembraba tomates, como lo hacían varias familias de Puerto Díaz.

A mis chavalos les encantaba ir allá. Pasaban los fines de semana con mi suegra y Sergio: nadaban en el lago, paseaban en botes de canaletes, jugaban béisbol, compartían con sus amigos y ayudaban en las labores del campo, sobre todo en regar los plantíos de tomate y sandía. Eran felices en Puerto Díaz.

En Buñol, un pueblo de España, celebran una fiesta famosa llamada La Tomatina. Miles de personas se lanzan tomates en una batalla campal que tiñe de rojo las calles. Es una explosión de júbilo, música y carcajadas, un derroche de tomates que caen como lluvia sobre los cuerpos felices.

En Juigalpa, en cambio, la fiesta era otra: era tener tomates. Compartirlos con los vecinos, hacer ensalada, jugo y sopa de tomates para alimentarnos. Nuestra alegría no venía del derroche, sino del sabor compartido, del milagro de un balde lleno que llegaba desde Puerto Díaz en una época difícil.

Hoy, al volver con la memoria a aquellos días, me digo y confirmo que esos tiempos de tomates en Juigalpa nos llenaron de dicha: a los chavalos, a Emilce y a mí. Y me siento en deuda —hoy y siempre— con mi suegra, que en paz descanse, y con Sergio, Chenga, como le decimos todos.

Hoy celebro esos días de tomates en mi recuerdo. Y los comparto con ustedes, porque siempre hay algo que celebrar, y mucho que agradecer.


11 de Julio de 2025.

Foto: Internet


martes, 8 de julio de 2025

EL AMOR CAMINA DORMIDO ALGUNAS NOCHES


La familia lo ve otra vez en la sala.

Camina despacio, como si el sueño lo llevara de la mano.

Frente a la mesa de billar invisible,

se convierte en campeón de pool.

Toma el taco imaginario, lo cubre de talco,

lo gira en el aire como hélice de avión,

sopla la punta con delicadeza.

—Cedita, cedita… allí te va —susurra,

como si los rivales estuvieran atentos a su jugada.

Con precisión de experto golpea cada bola, una tras otra,

hasta que la bola ocho rueda y desaparece en el agujero final.

Entonces suelta el taco y abre la puerta del porche.

 

Ahora navega. Pilotea una panga en alta mar.

Con la boca imita el ronquido del motor.

Sus manos, firmes en el respaldo de una silla,

mueven el rumbo mientras su cuerpo brinca,

siguiendo el vaivén de las olas que sólo él siente.

Nadie se atreve a despertarlo.

Temen que un susto le robe el corazón en plena madrugada.

 

Su madre, desde la mecedora, no duerme.

Lo mira así sonámbulo con los ojos húmedos,

las manos apretadas como si rezara sin voz.

"Mi cipote... mi pobre hijo —piensa—,

tan lejos, tan adentro, y yo aquí sin poder alcanzarlo".

A veces se culpa en secreto,

como si alguna tristeza vieja se hubiera metido en sus sueños

y no lo dejara volver.

Ya no le basta con dejar la puerta abierta.

Ahora deja también la luz del corredor encendida,

por si una claridad lo guía de regreso.

 

El hermano menor, en cambio, ya no soporta más.

Se revuelca entre sábanas.

—¡Otra vez, mamá! ¡Otra vez! —murmura—

¿Y si se cae? ¿Y si no vuelve?

¿Y si esta vez sí se va del todo?

 Pero nadie lo dice en voz alta.

En esa casa, las noches se llenan de pasos mudos

y preguntas sin respuesta.

 

Atraca en el muelle invisible.

Camina por un callejón, silbando, la cabeza erguida.

Tararea su canción favorita: Bahía de Bluefields, puertecita del mar.

Nunca pasa de esa línea. No necesita más.

 

Ha pasado mucho tiempo.

La familia, cansada, le da vueltas.

—Ya es hora… regresá, buscá el camino.

 

Su mujer siempre está allí.

No duerme del todo. Lo espera. Lo escucha.

Cuando él pasa, sonámbulo, con la mirada ida,

ella se incorpora sin hacer ruido,

y le toma las manos tibias,

como si al tocarlas pudiera espantar la oscuridad.

Siente el corazón acelerado de su marido,

y quisiera decirle que regrese, que no se pierda,

pero ya aprendió que en ese mundo no se habla.

Lo guía en silencio, paso a paso,

como quien acompaña a un niño extraviado

por un bosque que solo él conoce.

Y cuando tropieza, no lo suelta.

Cae con él, por él,

porque el amor también camina dormido algunas veces.

 

Al amanecer, despierta feliz.

Por la tarde, como cada día,

sale a caminar por las ocho cuadras

del downtown de Bluefields

como si la noche anterior no hubiera existido.

 

2 de junio de 2025


martes, 1 de julio de 2025

FUISTE MÍA

 


Fuiste mía,

solo un instante,

pero ay, qué instante…

fuiste mía.

 

Tus labios —mi condena—

sabían a piña rosada prohibida, 

a deseo que no se disimula.

Los rocé,

y el mundo se volvió un suspiro.

 

Fuiste mía,

un fuego que no avisa,

un adiós sin sonrisa,

fuiste mía.

 

Tus besos bajaban despacio,

como si cada uno dijera:

“no hay regreso, solo eternidad.”

Y yo, loco de vos,

me perdía sin culpa.

 

Tu cintura era un río lento,

una curva que pedía ser leída

como oración sin iglesia.

La recorrí con las manos temblando,

como quien toca lo prohibido… y se queda.

 

Y aunque el mundo te llevó,

y aunque el miedo te escondía,

yo me quedo con la herida…

porque fuiste mía.

 

Tus palpitaciones eran golpes de tambor,

cada uno más cerca, más dentro.

Bajo mis dedos,

tu piel hablaba,

decía lo que tu boca callaba.

 

El calor de tu cuerpo —ay, amor—

era un incendio dulce.

Tu espalda sudaba ternura,

y tu vientre era la puerta

que abriste sin pedir permiso.

 

Solo un instante,

pero ay, qué vida…

fuiste mía,

fuiste mía.


Mi ser creyó en tus promesas suaves.

Fue altar de palabras gastadas,

hogar de silencios fingidos,

una farsa que pedía caer…

y yo caí.

 

29 de Junio de 2025.

Foto: Sergio Orozco Carazo