Despierto, vuelvo la mirada hacia ella, aparto la colcha suavemente y me incorporo. Con la palma de los pies busco las chinelas, las reúno, las tomo de los ganchos para alzarlas y, con la mano izquierda, levanto lentamente el manojo de llaves que descansa en la mesa de noche.
Observo el amanecer a través del color ámbar de la cortina que cubre la ventana, deposito suavemente las llaves en la bolsa del pantalón corto y, en dirección hacia la puerta de la habitación, giro hacia la derecha evitando estrellarme contra el abanico. Me detengo frente al tocador, el reflejo de la tenue claridad en el espejo es mi guía.
Oprimo las chinelas con el brazo en mi costado izquierdo, tomo el encendedor y la cajetilla de cigarros, los coloco en la bolsa derecha, doy tres pasos sobre el piso de baldosa, tomo la cerradura de la puerta, la giro con cuidado, halo la puerta evitando el crujir de las bisagras, salgo al pasillo y escucho ¡uuummm!; es ella, estirándose placenteramente en su cama.
Calzo las chinelas. En dos pasos estoy frente al lavamos y enciendo la lámpara. El agua está fría, sólo en la ducha tengo agua caliente y, luego de lavarme la cara y cepillarme los dientes, mi primer deseo es tomarme una taza de café humeante. “Otro día”, pienso luego de secarme con la toalla y verme en el espejo.
Camino hacia la sala, observo el gris amanecer a través de los ventanales, abro la puerta y salgo al corredor humedecido por la bruma. Respiro profundamente, en los árboles el canto de los pájaros anuncia el forcejeo de los rayos del sol con la neblina por aclarar el día. Hace frío, bajo las gradas, salgo al porche y camino por el andén hacia la cocina. En lo alto, la cima de la colina dormita cubierta por el manto lóbrego de la mañana.
Froto con la camiseta mis lentes empañados, saco las llaves de la bolsa y abro la puerta de acceso a la cocina. Enciendo las luces, lleno un cuarto de la cafetera con agua y la enchufo en el tomacorriente. Me acompañan el ruido del motor de la refrigeradora, los platos, los vasos, tenedores y cucharas y, sobre un estante de tres secciones, plátanos, papas, chayotes, zanahorias, yuca, quequisque, piñas, bananos y una cabeza de ajo.
Hiervo el agua, llega el momento esperando, la vierto sobre el café y se desprende el aroma que termina de despertarme. Debajo del alero de la cocina, en el salón de restaurante, me siento en una silla, doy dos sorbos de café y enciendo un cigarrillo. Me quedo pensativo viendo cómo aclara el día, el saltar alegre de los pájaros, el movimiento de las hojas provocado por el viento que fluye desde el Este, destilando gotas de agua, y escuchó el aleteo de la Tieta.
Abro la puerta posterior de la cocina. Al verme dice “¡Buenas!, ¡Buenas!”, espera su recompensa. Levanto la ventanilla de la jaula, baja hacia mi mano y, antes de atrapar la rodaja de pan con su pico, vuelve a decir agradecida “¡Buenas!, ¡Buenas!” Una hora después ella llega, entre dormida y despierta, se acomoda en la mecedora mientras le preparo su cafecito; “¡en la taza de la Virgen!”, escucho que me dice.
Regreso a la silla, bebo café, enciendo otro cigarrillo y pienso que este es un buen tema para darles los buenos días. “¿En qué estás pensando?”, me pregunta. “Ya te vas a dar cuenta”, le contestó al dirigirme a mi oficina. Escribo.
Domingo, 9 de agosto de 2012.