lunes, 28 de marzo de 2011

EL CALLEJÓN DE LA MUERTE


La vestimenta reflejaba su carácter: minifalda roja cortita que mostraba sus largas y torneadas piernas, blusa amarilla escotada sin mangas que exponía semiocultos sus voluminosos pechos, una cartera blanca colgaba en su hombro izquierdo, zapatos negros, tacón alto, seducían con el movimiento de sus caderas al ritmo de sus delicados pasos, pañuelo rojo amarrado en su cabello lacio, pulseras multicolores en su muñeca izquierda y un diminuto reloj Timex en la derecha. La pintura labial agrandaba sus finos labios y el maquillaje excesivo ocultaba su odiada cicatriz del pómulo izquierdo. Sus ojos color miel hipnotizaban, atrayendo cuando sus párpados agitaban las largas pestañas.

Se detuvo en la esquina de Wing Sang, observó el reloj importado de Nueva Orleans que Gustavo le había obsequiado y se dio cuenta que llegaría tarde. Pensó en los pocos días que faltaban para abandonar esa vida miserable y marcharse con él hacia Juigalpa, donde sería trasladado para cumplir con su deber como sargento en servicio activo de la guardia nacional. Debe estar en el billar, pensó. Abrió su bolso, sacó una cajetilla de cigarrillos mentolados, encendió uno inhalando el humo y el aroma denso, saturado por los desechos depuestos de los habitantes de la ciudad, proveniente del manhole abierto. No aguanto más, todo apesta, pensó mientras uno de los chinos depositaba la basura en un barril frente a la tienda, ritual cotidiano para evitar el estancamiento de la buena fortuna y atraer energías positivas. Eso es, debo salir de esta ciudad, pensó. Cruzó la calle para dirigirse al billar.

De pie, en el dintel de la puerta, su presencia provocó silbidos y piropos de los espectadores, mientras los jugadores de carambolas y bola ocho fallaron en sus tiros. ¡Aquí estoy, mi amor! ¡Espérame y nos vamos al Hollywood! ¡Siempre te manténes rica! ¡Aquí está tu papacito!, ¡Doctor, lo buscan!, ¡Doctor! Al ver al doctor se llenó de coraje, dio la vuelta y con un leve impulso movió sus nalgas en señal de despedida provocando carcajadas y silbidos en el salón de billar. Debe estar de turno, pensó; caminó indecisa hacia la esquina de Chico Quant.

Sus pensamientos retrocedieron a la edad de catorce años cuando era empleada doméstica en la casa del doctor. Limpiaba la habitación y escuchó cerrar la puerta, lo vio desnudo, mirada enloquecida y sintió su fuerza al tirarla en la cama; desgarró su falda amenazándola, ¡si gritas te mato!, con furia quitó su prenda íntima y, al gritar, la golpeó en el pómulo, cubrió su boca con la mano izquierda y sin fuerzas sintió la profanación de su cuerpo con dolor ardiente mientras él jadeaba exhausto, embrutecido, bañado en su propio sudor. Al saciarse observó sangre en la sábana y salió triunfante de la habitación. ¡Maldito!, dijo. Siguió caminando.

Al cambiarse de acera notó que la seguían y apresuró el paso. Frente a la boca del callejón escuchó su nombre: ¡Silvia, Silvia, espérame, amor! Volvió la mirada, era Jorge Borges. Nunca le hacía caso, en su condición de prostituta había sostenido relaciones con diversos tipos, pero detestaba a los rudos y pendencieros como él que hacen alardes de su fuerza y hablan porquerías de las mujeres.

Entró de prisa tratando de esquivarlo, sintió el golpe del aroma nauseabundo y, al fijar la mirada en el suelo, evitando pisar los excrementos, Jorge la atrapó de la cintura. Gritó con todas sus fuerzas a la vez que trataba de eludirlo pero su poderío era mayor. La escena del pasado se repetía y desesperada dirigía sus gritos hacia la cantina ubicada al final del callejón. La música estridente de la rocola no permitía que la escucharan; desesperada lo mordió en el hombro. Él, furioso, golpeó su vientre y levantó el puño para seguir golpeándola cuando sintió una fuerza semejante que detenía el impulso. Era Gustavo, vestido de civil, que acudía a la cantina en su búsqueda. ¡Guardia estúpido, no te metas!, le gritó. ¡Cobarde, golpéame a mí, cabrón!, respondió Gustavo. Entre forcejeo y golpes, Jorge clavó un puñal en el pecho de Gustavo, lo sacó con furia y tras una segunda estocada perforó su hígado, cayendo al instante bañado en sangre. ¡Dios mío, lo mataste, lo mataste!, gritaba angustiada, impotente ante el lamento moribundo de su amado.

Al verlo sobre su propia sangre, Jorge corrió de prisa huyendo, buscando cómo salir a la calle en el mismo instante que dos compañeros de Gustavo entraban al callejón dirigiéndose a la cantina para tomarse unos tragos con él. ¡Atrápenlo, mató a Gustavo, es él! gritó Silvia. Lo agarraron con el puñal ensangrentado en las manos, lo golpearon y patearon, maldiciéndolo hasta dejarlo postrado de dolor. El cuerpo de Gustavo fue retirado y llevado al cuartel junto con Jorge Borges. Silvia se dirigió en llantos a la cantina de Maybel quien cerró temprano despidiendo a los borrachos y pasó el resto de la noche consolándola.

Al amanecer, un grupo de personas se aglomeró en la boca del callejón. El cuerpo de Jorge Borges tirado en el suelo mostraba un orificio de bala en el pecho e incontables moretones. Corrió la voz por la ciudad y los familiares retiraron el cuerpo. Trataron de celebrarle misa para luego sepultarlo, pero el cura no lo permitió porque la multitud enardecida gritaba ¡Basta ya, basta ya!, ¡abajo la dictadura!, ¡viva Agüero!, mientras un avión de la fuerza aérea surcaba el cielo de la ciudad con el cadáver de Gustavo acompañado por Silvia vistiendo de luto.

    ¿Siempre fue violenta la ciudad? —preguntó al escuchar incrédulo a Maybel.
    Hoy más que antes. Por ese asesinato y otros le encajaron el callejón de la muerte —dijo pensativa y agregó — ahora asaltan y matan a plena luz del día, desde chavalos los asesinan con la droga que circula hasta en las escuelas.
    ¿Cómo lo sabe?
    Está a la vista, vaya a dar una vuelta y se dará cuenta de lo que digo. Tenga mucho cuidado, los ladrones, vende drogas y asesinos andan sueltos por las calles, se pasean como Pedro por su casa.

La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Domingo, 27 de marzo de 2011