No puedo dejar de verla, aun
cuando se ausenta por varios días. La Puki me la recuerda porque siente su
presencia imborrable en la casa, en el sofá que ella ocupa o en la mecedora del
corredor donde pasa las tardes calurosas.
En los espacios compartidos su
presencia siempre se devela en pequeños detalles colocados en la mesa de noche, debajo de la almohada, en el tocador, en el
espejo, en las gavetas, y su aroma ha impregnado la mitad de todo: la
casa, la habitación y los recuerdos.
Ahora que regresa, ya entrando la
noche más allá de la etapa del adormecimiento, coloca en la cama varias fotos
que una de sus amigas le ha regalado, todas de ella, de su época de chavala, de
su juventud, una etapa de su vida que siempre recuerdo y, más aún, en su ausencia.
Veo una foto y le digo que esa es
Daniela, nuestra nieta, porque es igualita a ella. Una foto del Clarín de niño,
también es idéntico a ella. Una foto donde camina con Cecilia Wheelock,
después de visitar el parque de Palo Solo, una foto pérdida y ahora vuelve a
despertar los recuerdos de ese pasado inolvidable, ella con cabello al estilo
afro y su short cortito mostrando sus piernas de atleta, caminando hacia el
oeste, en dirección a la esquina donde se ubica la casa del chele Laguna, pasando por las viviendas de don Edgard Matus, la familia Flores, la de la Chelita donde vivía Milcíades, la casa de doña Petrona y la que hoy habita la familia Marín.
Volviendo a las fotos, en una de
ellas se baña en la quebrada de Carca, embarazada de Emiljamary y la rodea un
chavalero que goza de alegría en uno de esos meses calurosos en Juigalpa, antes
más frescos que ahora.
Y, ¿cómo olvidar a Juigalpa? Es
imposible porque Juigalpa está en su sangre, Juigalpa es la ciudad de mis hijos, Juigalpa es una parte
de mi vida.
Juigalpa en la época que estudié
en el liceo agrícola, cuando todavía no la conocía por cosas del destino o
ironías de la vida. Los trabajos de campo eran dirigidos por el profesor
Guillermo “el Papito” Tablada: ¡organicen un grupo para hacer rondas de fuego! ¡otro
grupo para hacer eras! ¡un grupo para recoger mierda de vaca en sacos para
abonar las plantas!, grupo que nunca me gustó, ¡ustedes, vayan a la
bodega a buscar baldes y regaderas que van a regar todas las eras de allá
abajo, las que están a la orilla del río y cerca de los árboles de Mango!, y nos organizábamos para hacer las labores. Un día, la voz
autoritaria del director, Alejo Gallo Montenegro, dice al estudiantado en
formación: ¡prepárense, hoy van a pelonear a los de primer año! Mostrándonos dóciles, seremos el plato del año para los alumnos de
segundo año, la revancha por lo que ellos también sufrieron. ¡Reúnanse en un solo
lugar!, ¡no pongan resistencia!, ¡las tijeras brillan de tanto filo que
tienen!, ¡cuidado les cortan una oreja!, ¡cuidado con los ojos!, gritaban los
cabecillas de segundo año, entre ellos Adolfo Chávez. Vamos de uno en uno, pasando en la fila y dos nos caen como zopilotes, sosteniéndonos de los hombros, pasan sus brazos por el
cuello para inmovilizarnos, sostienen con fuerza la cabeza para dar los tijerazos,
varios atrás, en el occipital, otros en el copete, otros a los lados de las orejas, ¡no te
movás pilinjoyo hijo de puta!, pero los más fuertes, los más arrechos, los que
no se dejan oponen resistencia y salen en defensa de la mayoría, entre ellos
está Luis Alonso Conrado, y se arma la cachimbeadera, los golpes no los pueden
resistir los de segundo, y se mira caer noqueado a Waneban Soza, boaqueño,
luego que recibe un golpe de Luis Alonso y, entre la samotana que se arma, la
mayoría de pilines salimos en desbandada. La rebelión de los alumnos de primer año en el
liceo es el tema de conversación en la ciudad por varios días. Luego de ir al barbero, mostramos la
pelona con mucho orgullo por las calles, en el cine Cynthia y en el parque. Ese fue el último año que pelonearon a los estudiantes de primer año
en el liceo agrícola. Luego me integré al equipo de beisbol. Éramos un equipo fuerte, imponente, ningún equipo nos vencía. Mi cátcher
siempre fue Henry Avilez, “el chiquito”. De ese corto tiempo que estuve en el liceo, surgió la amistad con Fulvio Orozco, la Pepa Montiel, Sergio Orozco Carazo, Luis Alonso
Conrado, Chu Báez, Rodolfo García, Renato Meneses, Cicerón Gadea, el Chiquito
Avilez y otros muchos más. Una época relajada, en plena juventud.
Siete años después regresé con ella a su casa, a su Juigalpa de toda la vida. A la casa de su
familia, de su madre María Gladys Chacón y sus hermanas y hermanos, la casa de grandes cuartos donde se acomodaban ella, su
hermana y sus primos. Aún recuerda el movimiento de sombras y voces
de cuando era niña, la cocina de leña con el fuego encendido todo
el día, el corredor bajo el techo de tejas, las paredes de adobe, el árbol de Cacao Mico en el patio y el muro que brincaba la atleta de salto alto y largo para
entrar a la casa. La misma casa de la esquina de Palo Solo, la casa de su
abuelo Luis Chacón, el eterno conservador que siempre que había una rebelión
real o ficticia contra Somoza, la guardia lo llegaba a buscar con trato humano,
¡que le alisten sus cosas!, decían los guardias porque ya estaban acostumbrados
a ello.
En esa casa viví por
más de 10 años. Me convertí en un habitante más de la ciudad de
los caracolitos negros, y en amigo de sus amigos que ahora los veo en las fotos
que ha traído después de un encuentro de compañeros de promoción de
bachillerato del año 1974. Y en la vecindad, la amistad creció con los hijos de
doña Comelia Zambrana: Rene, Ricardo, Rolando y Norma; con la Julita y Payín Chacón; con Modesto Cuadra, su esposa e hijos; con Diego Flores y familia; con Octavio “el Pelón”
Gallardo que aún hoy tengo frente a mí su caricatura donde sostiene una enorme
botella de ron en forma de pacha y expresando “Somos de la Vida”, con varios
ídolos, libros y la cordillera de Amerrisque de fondo, una de las mejores amistades que
logré cultivar en los años de Juigalpa, y también su hijo Fidel, Ficho; con los
hermanos Molina, Héctor y Eddie, ambos poetas; con los hermanos Hernández; con don Nacho Duarte y doña Daysi y todos sus hijos e hijas; con Melba Suárez, María Elena Quezada y Carmen Mejía, sus amigas de toda la vida; con los amigos de mis hijos que me saludan al encontrarnos. También hice innumerables amistades por relaciones de trabajo en la delegación de gobierno o
en el MIDINRA, y en el liceo y el INAP.
Fue una época maravillosa, donde los años de juventud los dedique al
trabajo (tres empleos para sobrevivir con mi familia más los ingresos de ella
que siempre resolvía los problemas y los sigue haciendo). Luego que la
revolución perdió las elecciones en 1990, me quedé a la deriva, saliendo poco a
poco de un naufragio de ilusiones a pesar de los estragos causados por la
guerra.
Me quedé sin trabajo en
Juigalpa, sin ninguna esperanza después de trabajarle un año al nuevo gobierno,
hasta que un funcionario del Alto Comisionado de la Naciones Unidas para los
Refugiados (ACNUR), llego a la casa a buscarme para ofrecerme empleo y, poco después,
me trasladé a Nueva Guinea.
Y ahora, ella regresa con esas
fotos de Juigalpa, y me las muestra desde su teléfono, donde está con sus compañeros
de promoción, conocidos todos ellos: Jorge Luis Oporta, Julián Báez, Francisco
Medrano y ellas: Vilma Luna, Elia Dina Galo, Francis Morales, Nora García,
Margarita Galarza y Aydalina Berroteran.
Los años de la gloriosa juventud terminan,
pero los buenos recuerdos perduran para siempre, al igual que las buenas
amistades, muchas de la cuales están en mi segunda casa, la casa de su familia,
su casa, la casa de Juigalpa.
Foto Propia.