Rod se inspiraba
cuando hablaba de su lugar. “No existe otro mejor”, decía; lo repetía una y
otra vez. Lo conocí en el servicio militar. Durante las largas horas que
compartimos a la orilla de los ríos, bajo la espesa sombra de los árboles de
Guanacaste en las montañas, conversaba de su lugar al ritmo de las ramas
sacudidas por el viento y el fluir de las aguas encauzándose entre las piedras
hasta caer en el fondo de las cascadas. “Es lejano, pero bello, en el horizonte
se unen el cielo y la mar, la gente sonríe de felicidad”, decía. El resplandor
de la luna en el agua iluminaba su rostro y florecían sus recuerdos. “Los
pescadores prosperan, los niños son felices, las casas brillan de color”.
Las noches en la
montaña son eternas pero Rod nos entretenía, nos contaba la historia de su
lugar, hablaba de una bahía azul llena de delfines que cruzaba todos los días
para ir a la escuela, de los barcos que atracaban en un muelle mencionando los
colores de sus banderas, de la vida en el mar, de la comida hecha con coco, de
sus abuelos, de su padre marino, de la ternura de su madre, de sus hermanos que
se habían ido lejos, dejándolo solitario y de sus amigos de infancia.
Cuando
recibíamos visitas, lo invitaba a compartir con mi familia. Mi madre, mis
hermanas y mi padre lo adoptaron como un miembro más. Así era Rod, fácilmente hacía
amistades. Entre las cosas que me llevaban siempre había un paquete para él.
“Es de un lugar lejano y bello, esto es para él”, decía mi mamá y al despedirse
de nosotros lo abrazaba como a un hijo, con lágrimas en sus ojos.
Los instructores
militares de física, táctica, ingeniería y política, luego de las clases,
llegaban en su búsqueda a la champa de plástico negro que compartíamos.
Escuchaban atentos sus añoranzas y las convertían durante sus charlas en
ejemplos de utopías por alcanzar. Recuerdo la primera vez que lo llamaron a
romper fila. Sucedió una tarde, luego que hicimos ejercicios, subiendo y
bajando una colina con la mochila en la espalda llena de tiros y el fusil
cruzado en el pecho. “¡Tú!”, gritó el entrenador de táctica, un afrocubano
barbudo y chaparro, y todos nos volvimos a ver. “¡Tú!”, volvió a gritar señalando a Rod mientras los
otros instructores observaban seriamente al pelotón en formación. Me volvió a
ver y con un ademán de cabeza le confirmé que se refería a él. Salió hacia el
frente estirando su pierna izquierda. “A partir de hoy será el jefe de la
escuadra de exploración”, gritó en voz alta el instructor.
Por la noche, en
su turno de posta, cerca de la champa, le llevé un cigarrillo. Estaba sentado
bajo un árbol y comenzaba a lloviznar. Lo felicité por ser nuestro jefe de
exploración, pero Rod estaba triste. “Seré el primero en morir, no volveré a
ver la lluvia caer en el mar”, dijo. Hice el intento de animarlo, pero Rod
estaba ausente con la mirada fija en el bosque del cerro y la lluvia mojaba su
rostro.
A partir de ese
momento dejamos de compartir la alegría y el miedo, la superación de los
obstáculos en las marchas, los cigarrillos, el pinolillo y los caramelos. Nos
despedíamos al salir el sol, luego de desayunar arroz y frijoles sancochados;
Rod se unía a la escuadra de exploración, guiándola entre la montaña en
absoluto silencio, comunicándose mediante señas y avanzando lentamente con
pasos de felino. ¿Qué piensas cuándo estás al frente?, le pregunté una noche,
después de largas horas de caminata. “Ya no pienso, sólo quiero regresar”,
dijo.
Un mes de
octubre marchábamos sobre una cordillera y nos emboscaron. Escuché las primeras
ráfagas sobre la vanguardia y pensé en Rod. Las tres escuadras que iban detrás
avanzaron hacia el frente. Yo iba en la segunda. Al llegar al sitio de la
emboscada, una hondonada entre las colinas, lo vi tendido en el suelo, ensangrentado,
me arrodillé a su lado, sosteniendo su cabeza. “Tienes que visitar mi lugar”,
dijo y dejó de respirar.
Visité ese lugar
lejano y bello veinticinco años después. Debía cumplirle a Rod. Recorrí por
diez horas una trocha que lleva a su lugar. “Es lejano, pero bello”, recordé
las palabras de Rod. Crucé la bahía, recorrí un andén, vi sus costas, la lluvia
mezclarse con el mar, hablé con su gente, sus marinos y visité los muelles. En
el viaje de regreso, no dejaba de pensar en Rod y lo que encontré en el lugar
que para él siempre fue bello: una bahía sucia sin delfines, casas viejas,
barcos hundidos en los muelles convertidos en chatarra, marinos en tierra,
niños y niñas abandonados por sus madres que emigran a otros países en busca de
trabajo, muchachas bellas prostituidas, alcohólicos y drogadictos que mendigan,
falsedades que los mantienen marginados.
En mis
recuerdos, Rod vivirá por siempre en la montaña, entre la sombra de los árboles
y a la orilla de los ríos, porque no podría sobrevivir entre las ruinas de ese
lugar lejano y bello. Descansa en paz, Rod.
Viernes, 09 de noviembre de 2012