Estoy en el mostrador de una ferretería.
He llegado hasta allí de urgencia, como si de una farmacia se tratara buscando
algo apremiante. Limpiaba el cielo raso de la casa: un poco de cloro en agua
dentro de la bomba de mochila para asperjarlo, después pasarle un cepillo de
plástico con detergente, luego mojarlo con agua suficiente y, al final, secarlo
con un trapo, un pedazo de toalla vieja. Cada sección iba quedando reluciente,
pero el cepillo se quebró y tuve que buscar uno nuevo.
Atienden a un cliente que se ha
anticipado por unos segundos. Al lado izquierdo del hombre, un hombre de pelo
corto y densa barba oscura, se encuentra un anciano canoso.
Buenos días, busco una manguera, dice
el hombre de barba.
“Tenemos de varios tipos y precios”,
contesta un chavalo que sale del fondo, entre anaqueles que sostienen potes de
pintura, martillos, destornilladores, llaves, sierras, palas y picos en el
suelo, alambre de púas estibados en torres de cinco rollos, cemento, perlines y
muchos artículos que dan la impresión de un descontrol total.
Percibo un aroma mixto, una mezcla
de olor terroso, metálico y químico, que se desprende desde las entrañas de la
ferretería.
Muéstrelas por favor, contesta el
hombre de barba.
Una mujer está sentada frente a un
escritorio, con varias facturas en sus manos. Vuelve la mirada hacia el chavalo
y, con la vista y un simple gesto de cabeza, le indica que proceda. Con la mano señala el anaquel donde se encuentran.
Es la jefa de la ferretería, pienso.
El chavalo sigue la orden de prisa.
Sube en una escalera y se apoya en el penúltimo peldaño de los cinco que la
constituyen. No es alto, tiene una altura mediana, quizás unos cinco pies y cinco
pulgadas de alto y se sostiene del anaquel para bajar cada una de las mangueras
enrolladas, cubiertas en la parte externa de plástico transparente. La mujer se
levanta y recibe un rollo. El chavalo baja de la escalera con otro, camina y
los coloca sobre el mostrador de vidrio.
“La de 6 metros vale 150 córdobas, y
esta que mide 12 vale 300”, dice dirigiéndose al hombre de barba.
Y esa, la más grande, responde,
señalando hacia el anaquel.
El chavalo calla. Vuelve la mirada hacia
la mujer. La mujer deja la silla y se acerca al mostrador. Es una mujer mayor,
su edad oscila entre los 55 y 60 años. No sonríe, está en su trabajo, en su
negocio.
“Esa, la más grande, vale 900. Mide
30 metros”, dice.
No le dirige la mirada, ningún tipo
de empatía manifiesta, nada, absolutamente nada, actúa como si fuera un robot controlado
por inteligencia artificial, pero le habla al hombre mayor, de unos 75 años con ojos
azules y canoso, que está pendiente de lo que sucede y le ofrece una silla. El hombre
dice que no, que va a regresar más tarde, pero no se aleja, sigue allí clavado
de pie frente al mostrador, a lado izquierdo del hombre de pelo corto y barba
densa.
Muéstrela, dice el hombre.
El chavalo vuelve a buscar los ojos
de la mujer y ella se los obsequia con un plus que no logro atrapar. El anciano
sigue atento. El chavalo, como si recibiera una inyección de entusiasmo, sale
disparado hacia el anaquel en busca del rollo de manguera.
La mujer ha tomado un trapo y
limpia el mostrador, le pasa el trapo en círculos, círculos hacia la derecha y
círculos hacia la izquierda. No conversa, está concentrada en el chavalo, no en
el mostrador. Ella, aun cuando no puede verlo, porque se encuentra a su
espalda, sigue sus movimientos y los sonidos que genera al subirse a la
escalera, tomarse del anaquel, bajarse con el rollo más pesado y caminar hacia
el mostrador. Justo en el instante en que el chavalo levanta el rollo para
ponerlo en el mostrador, ella regresa la mirada, una mirada controladora y de
satisfacción.
El anciano sigue expectante como
esperando la réplica de un terremoto. Sus ojos azules se han fijado en la
billetera del barbudo cuando la sacó del bolsillo. La mujer respira
profundamente y regresa al escritorio. El chavalo se retira del mostrador, va
hacia un anaquel y toma cosas que las vuelve a acomodar en el mismo sitio.
El hombre de barba densa hace cálculos
en la calculadora de su teléfono móvil.
“¿Va a necesitar factura?” pregunta con
un tono de seguridad, desde su silla de alto respaldar como si se tratara de la
silla de una reina, la reina de la ferretería.
Explíqueme por qué varía el precio
del metro de manguera. En los rollos de 6 y 12 metros, el metro tiene un valor
de 25 córdobas y en este rollo lo cobra a 30 el metro. Debería de ser un poco
más barato porque compro más metros de manguera, por docena sale más barato, dice el barbudo.
El chavalo y el viejo miran a la
mujer, la mujer no regresa la mirada, está poniendo papel carbón sobre la copia
de la factura.
“Ya le digo”, contesta y hace
cálculos en la calculadora de escritorio.
No hay más clientes, estamos solamente
los cinco en la ferretería. El chavalo se ha quedado inerte y el viejo de ojos
azules ha apartado la vista y se voltea para mirar hacia la calle.
“Tiene usted razón, me he
equivocado”, dice.
El viejo gira y la mira con los ojos
mucho más azules, como si el resplandor del sol proveniente de la calle ha borrado
pigmentos rojos de su esclerótica. El chavalo ha desaparecido entre los
anaqueles.
“Se la dejo en 800 córdobas, ¿qué le
parece?
Genial, contesta el barbudo.
El viejo sonríe, el chavalo regresa desde
el fondo donde se había perdido y la mujer entrega la factura. El hombre de
barba le da el dinero y se retira sin decir gracias. Sube a una camioneta que
está estacionada frente a la ferretería y se aleja hacia el este.
“Y usted qué desea?”
Un cepillo de plástico, contesto.
La mujer me mira sin simpatía, robotizada y le indica al chavalo la sección de los cepillos con los mismos gestos.
“Son 120 córdobas” dice el chavalo
al regresar al mostrador.
“¿Necesita factura?” pregunta la
mujer desde su silla.
No, no necesito, respondo y el
chavalo recibe de ella y me entrega el cambio de los 200 córdobas con que he
pagado.
Muchas gracias, digo y me dirijo
al jeep. Nadie, ni la mujer, ni el chavalo responden. El viejo de ojos azules
me mira con esa mirada blanquecina que le ha provoca la luz de la calle.
Entro al jeep y sintonizo la radio.
El locutor habla sobre la escasez de huevos en un país frío, y dice que hace dos años el
precio de la cajilla valía tres dólares, pero ahora nueve, el triple. Y del queso ni se diga porque los productores no se benefician del alza, sigue diciendo. Desde la
ventanilla veo a la mujer dándole instrucciones al chavalo y el viejo, ahora, está sentado
en una silla.
18 de
febrero de 2023.
Foto propia.