Eusebio seguía indeciso cuando salió al cruce del camino con dirección hacia la Esperanza y Nueva Guinea proveniente de Yolaina, cerca del río la Sardina. Una hora antes había visitado a su compadre Julián, obligado por el vendaval que le caía encima. Lo divisó borroso, como a treinta varas de distancia, sentado en el corredor de la casa. Era sábado y había terminado de socolar diez manzanas en la falda oeste de la cordillera donde tenía su parcela, después de una semana de trabajo. El capote destilaba agua, el caballo cabeceaba de frío, sus manos húmedas temblaban, sus mandíbulas tiritaban y decidió visitarlo para escampar.
— ¡Pase adelante compadre! —dijo Julián al verlo entrar por la puerta de golpe.
— ¡Clase de aguacero, parece un diluvio! —respondió Eusebio al bajar de caballo, quitándose el capote para cubrir la albarda.
— Siéntese compadre, en ese banco —le indicó Julián, se levantó de la silla y le ofreció una media de Caballito. ¡Para que se caliente! —agregó.
De un tragó se bebió la mitad de la media y estiró las piernas sin escupir. Le conversó sobre el trabajo que había terminado, sus planes de siembra y que se dirigía a parrandear a la cantina del Zapote en Nueva Guinea, mientras Julián abría otra media.
— Compadre, a su edad es hora que se busque una buena mujer —dijo Julián y agregó, luego de tomarse un trago, — usted padece de brama acumulada, necesita una buena mujer, una que sea sólo suya y por esta que se le quitan esos relinchos de semental encerrado.
— Ya ando en los cuarenta, compadre —respondió. A estas alturas se me hace difícil encontrar una como la que usted dice.
— Busque una que se haga cargo de usted, que lo cuide. Cuando llegue a mi edad se dará cuenta que nada se gana con andar con esas zorras del Zapote —dijo Julián al pasarle la media.
Aún con dudas y sediento de guaro, Eusebio pensaba en lo que su compadre Julián le había dicho; arrendó el caballo y se dirigió hacia Nueva Guinea. Al pasar sobre el río la Sardina las aguas no habían bajado de nivel y apresuró el paso. Llegó a la cantina y pidió una media. Las mujeres de la cantina lo atendieron como siempre, le poncharon sus canciones preferidas y una de ellas se sentó a su lado. Se bebió la media con la mujer, pero las palabras de Julián lo perturbaban. Pidió la cuenta y otra media, despidiéndose ante el asombró de las mujeres. “Tiene razón mi compadre, voy a ir donde doña Magda”, pensó apresurando el paso del caballo.
Magda era una viuda llena de encantos que se ganaba la vida haciendo tortillas y rosquillas. Su casa estaba ubicada cerca de la cantina, al doblar por la casa del corral en dirección a la zona dos. A su marido lo mataron en la guerra y quedó con tres hijos, dos ellos varoncitos menores y una hija, Carmen, que tenia dieciocho años. Morena, pelo largo, labios finos en su boca chiquita, ojos negros grandes, llena de gracia, de buenos modales y trabajadora junto a ella en el arte de las cosas de horno que les permitía sobrevivir.
Cuando Eusebio llegó, la viuda estaba sola. Los chavalos y Carmen andaban dejando los encargos de sus clientes. Lo recibió como siempre que visitaba la casa, con cortesía. Se sentó en un taburete cerca de la viuda que limpiaba el corredor. Eusebio sacó la media de la bolsa de atrás y se tomo un trago ligero. Magda peló un mango, lo rodajeo, pringó sal y dijo: “¡para que no se ahogue!”
— Sos tan encantadora, Magda, quiero que te tomes un traguito conmigo —dijo pasándole la media.
— Don Eusebio, qué atrevimiento, usted sabe que yo nunca tomo. Con un trago me pico.
— Ahora sí, tengo algo que decirle que me anda atragantando desde hace varios días y usted debe tomarse uno para que no se altere.
— Si es así, usted manda.
Magda siempre pensaba que las visitas de Eusebio eran por su hija Carmen y que por tímido nunca entraba en materia. Lo miraba un poco madurito, pero al final era un hombre honrado y trabajador, aunque hacia despilfarro con los reales por sus mañas de andar con mujeres de la cantina, pero bien manejadito podía ser gobernado.
Eusebio le contó la historia de su vida, sus andanzas, su vida de macho de pelo en pecho, de los tiempos que anduvo en la guerra, de su coraje y valor, de ser macho respondón, del respeto que se ha ganado a punto de golpes y trabajo, hasta que Magda lo interrumpió.
— Bueno Eusebio, déjese ya de cuentos y diga de una vez por todas qué es lo que quiere.
— Mire, no es borrachera, esto lo he pensado bastante. ¡Quiero que se case conmigo!
— ¿Cómo? ¿Usted y yo? ¿No es con la Carmen?
La viuda se quedó viéndolo entusiasmada y brotaron lágrimas de sus ojos, mientras Eusebio la acurrucaba en sus hombros.
— Hoy mismo vamos donde el padre Julio para que nos eche la bendición como Dios manda —dijo Eusebio acariciándole el cabello.
— ¡Pero, Eusebio!
— ¿No es así como le gustaría?
— Pues sí, pero vaya al suave. Espere que venga Carmen y los chavalos, que le avise a mi comadre Julia, que me aliste. Con el difunto fue distinto, usted sabe, los calores de la juventud.
— Usted dispone, pues.
Se echaron otro guapirolazo y contentos hacían planes porque Eusebio quería casarse lo más pronto posible. De la bota de hule sacó una bolsa de plástico con un rollo de billetes de cincuenta pesos, se los ofreció pero ella se negó a aceptarlos, disgustada, diciéndole que aún no estaban casados y que ella tenía sus realitos ahorrados.
— ¿Pensaste que era con la Carmen ? Pues te voy a ser sincero ya que vas a ser mi mujer como Dios manda. Mi compadre Julián me vive remachando que debo buscarme una buena mujer, yo nunca había pensado en casarme. Siempre dice que padezco de brama acumulada por falta de una mujer para mi solito, que debo casarme y es la verdad. Lo he pensado mucho, ya estoy pasando los cuarenta y estoy cansado de andar con mujeres de cantina. Si me casó con una chavala como la Carmen me sale la mula careta porque soy celoso y ya me imagino la paridera, la zipotera llorona, cagona y, al final, tendría que vivir mimándola y aguantando. Pero con vos la cosa es diferente, saldré ganando porque es a mí a quien vas a mimar y nadie te va a andar enamorando. Lo que quiero es una vieja como vos que me de paz y tranquilidad, hacer plata porque sos trabajadora y todavía estas buena. ¡Para qué pedir más!
Magda lo escuchó con atención. Se quedó viéndolo, temblando de nervios y arrechura. Eusebio notó el cambio cuando se le acercó con el mango de la escoba apretado con fuerzas.
— ¡Ve que lindo! ¿Para eso me quieres, animal? Para que te ande cuidando, para que te lave y te cocine, para que te aguante. ¿Qué ya estoy vieja y nadie se va a fijar en mí? Andá vete a ese espejo de la sala y vas a ver la jeta de caballo que tenés. ¡Enamorados me sobran! Vos no sabes tratar a una mujer de verdad, sólo a las zorras del Zapote. ¡Te me vas de aquí! ¡No me vuelvas a poner los cascos en esta casa!
Eusebio nunca la había visto tan enojada, salio del corredor, se montó en el caballo y al girar dijo: “¡Es verdad, soy un caballo! ¡La cague todita por sincerarme con usted!”, mientras Magda enfurecida hacía ademanes de darle con le escoba.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 09 de mayo de 2011