Tomé un vaso
para ponerle hielo y llenarlo de jugo de naranja. Eran como las once de la
mañana y sonó el timbre del teléfono; estaba cargándose sobre una mesita
esquinera. Para contestar la llamada, dejé a un lado de una mesa de estar el
vaso con la pulpa amarilla fresca que llenaba con su aroma la sala. En la
pantalla del teléfono apareció el nombre del Macho Silvio. Después del “hola” y
del “cómo estas”, de preguntar por la familia y todo lo rutinario, el tono de voz
de mi amigo blufileño se tornó inquietante, ansioso.
—
Te voy a contar algo bonito, no es guayolada —dijo—.
—
¡Contáme!, ¿qué sucedió? —respondí expectante—.
“Iba caminando
hacia mi finca, al otro lado de Punta Masaya. Era una mañana soleada y desde el
camino, en la parte alta, vi a mi izquierda, en la distancia, a varios
pescadores que tiraban sus tarrayas a unos veinte metros de la costa. A lo
lejos, vos sabes, se aprecian varios cayos, el de Campbell por el brillo del
techo de la casa y más allá Rama Cay. Los postes pintarrasqueados de color
chicha sobre el agua que soportan los cables de la energía eléctrica para el
suministro de El Bluff los había dejado atrás, una media hora después de
comenzar a caminar. Repentinamente el cielo se nubló, miré hacia el horizonte y
estaba claro, limpio, azulito como el mar. Comenzó a caer una lluvia chirre de
una nube loca, de esas que se pierden en el trayecto, que se ponen tercas y no
quieren ir hacía allá donde vos vivís, hacia La Guineyá”.
—
¿Y qué fue lo que pasó? — lo urgí.
“Me mojé un poco
sin dejar de caminar. El camino se puso brillante, un brillo rojito como el del
promontorio que sobresale en la bahía. Al acercarme, vi una mancha de pájaros
sobre la bahía cercana a la costa, acosando a los pescadores cerca de los botes
de canalete”.
La llamada se
cortó; hice el intento de regresarla pero el tono de teléfono indicaba que no
se podía realizar. “Este Claro Shit cada día está peor”, pensé y recordé que a
mi mujer siempre se le cortan las llamadas. Tomé el vaso y bebí el jugo de
naranja, heladito, fresco y pulposo, jugo natural. Volví a poner a cargar el
teléfono. “Me va a volver a llamar”, pensé; dos minutos después lo hizo.
—
¡Ideay, Catracho!, ¡se cortó!
—
Sí, hombre, está pésima la comunicación.
¿Entonces? —Invité a que continuara con el relato—.
“A unos veinte
metros de la playa los pájaros volaban alegres, alrededor de los botes de canalete
sobre el cardumen de peces. Los pescadores hacían tiros seguidos con las
tarrayas, las recogían y, desde donde yo estaba, se miraba el montón de
pescados; no te puedo decir de qué clase eran, sería mentiroso como Tapalwás,
pero les miraba el brillo plateado cuando aleteaban, brincando y haciendo
contraste con el color café oscuro de los botes sobre el agua mansa. Era uno de
esos días en que la bahía estaba quieta, de color verde turquesa, sin ser
perturbada por el viento ni contaminada con el agua terrosa proveniente del rio
Escondido”.
—
¿Cómo cuantos pájaros había?
“Era una nube,
para qué decirte cuántos eran si no los conté, pero había más gaviotas y más
tijeretas que pelícanos. Las gaviotas estaban aglomeradas, peleaban entre
ellas, disputándose los peces con los pescadores. Encima de ellas volaban las
tijeretas y los pelicanos caían sumergiéndose y, al salir volando, cargaban en su pico peces
de más de un pie de largo. Los pescadores no dejaban de tirar y levantar las
tarrayas; las tijeretas también estaban de fiesta y competían con las avispadas
gaviotas”.
—
¿Se dio vuelta un bote? — Intenté adivinar el
final de la historia—.
“No, hombre, ¿no
te digo que la bahía estaba mansa y clarita? En el pleito por los peces, una
tijereta siguió a una gaviota que llevaba su presa en el pico, la gaviota hizo
varias piruetas y, casi a nivel del agua, en el pleito, la tijereta se golpeó
un ala y cayó de pronto sin poder alzar vuelo; estuvo luchando, aleteando sobre
el agua y las gaviotas comenzaron a volar en su alrededor entonando un canto agudo y triste”.
—
Los pescadores la sacaron del agua — Volví a
intentarlo—.
“¡Ja,ja,ja!, es
que no me lo vas a creer. Parece mentira, nunca había visto algo semejante en
mis 71 años cumplidos, y vos sabes que he sido hombre de mar. De pronto las
gaviotas se alejaron de la tijereta volando en círculo”.
—
¿Se cansó y se ahogó? —Seguí tratando de
adelantar el final de su relato—.
“Estaba sola, aleteando
para elevarse; entre las gaviotas un pelícano bajó a su lado. Era un pelícano
grande, bichaone, inmenso. El pelícano tomó el ala buena del ave en desgracia con
su enorme pico y se elevó con ella. Los pescadores estaban inmóviles viendo lo
que sucedía y las tarrayas quedaron quietas en el agua. Voló por encima de las
gaviotas y como a unos veinte metros de altura la soltó”.
—
¡No jodas, Macho; desde el comienzo te curaste
solo diciéndome que no era una guayolada!
“¿Te fijas?, yo
sabía que no me ibas a creer, pero es ciertísimo lo que te cuento; yo lo vi,
los pescadores lo vieron. La tijereta cayó como unos diez metros sin controlar
el vuelo, en caída de paracaidista, en medio del círculo de gaviotas; sacudía
el ala buena, girando y girando, repentinamente extendió el ala golpeada y voló
casi al nivel del agua. Me quedé maravillado, nunca había visto algo igual. Los
pescadores recogieron las tarrayas y volvieron a su labor. La fiesta de las
gaviotas, tijeretas y pelícanos siguió llenando la bahía de alegría”.
—
Ese pelícano fue solidario, salvó a la tijereta —Comenté
asombrado—.
“Sí, hombre,
vieras qué cosa. Nunca había visto algo igual. Después seguí caminando y
pensaba en lo que había visto: algo maravilloso, inigualable, algo que pocos de
nosotros, los humanos, podemos ver y, lo que es peor, algo que casi nunca
podemos hacer, ayudar al que está jodido, al que tiene problemas, lo vemos y
más bien nos alejamos, pocos actuamos como el bicha pelícano, no todos somos
solidarios como decís vos. Tenés que escribirlo porque no es guayolada”.
—
Claro que sí, claro que sí — Prometí—.
Foto: http://lachachipedia.blogspot.com/2014/03/el-pelicano.html