Rodney comenzó a
relatarlo en el corredor del antiguo Cabildo Municipal de Utila. Hace muchos
años allí se reunían por las tardes y yo acompañaba al grupo. El sol ardiente
parpadeaba al ritmo ondulante de las hojas de los árboles de almendro plantados
en el parque y al caer en el horizonte, luego de sus charlas, regresaban a
casa. Pero esa tarde, después de escucharlo, el orgullo nutrido de historias
cotidianas y remembranzas coloniales, los mantuvo alejados por varios días. La
gente que transitaba por la calle principal lo notó; todos preguntaban por
ellos ante la ausencia de los gritos y carcajadas del grupo.
Sus conversaciones
giraban alrededor del mar, el mar que los nutría con su riqueza, el mar que los
llevó a las costas de la isla como olas después de la tempestad. Entre
limitaciones y penurias, de generación en generación, construyeron su próspero modo
de vida, acompañados por la vegetación en las montañas y rodeados del arrecife
más bello de las islas de la bahía de Honduras: lagunas arriba y abajo, un archipiélago
de cayos al oeste con playas de arena blanca y aguas color turquesa, una calma
bahía protectora de
cayucos, barcos y sus casas,
construidas frente a calles revestidas de grava color nácar.
Pregunté por la mejor
casa de Utila y los miembros del grupo se volvieron a ver. Sus voces
discordantes, con un acento cantadito al hablar el inglés creole de las islas,
se confundieron entre nubes de opiniones. Para los más viejos, Kaziar y Estern,
las de estilo victoriano, construidas de madera a dos pisos, con barandas y
swing en los corredores de arriba y abajo, ventanas de madera y vidrio protegidas
con celosías, pintadas de blanco impecable con ribetes verdes, eran las mejores
de la isla; la historia esplendorosa materializada de su pasado. Para otros,
los más jóvenes, los que se iban por temporadas a trabajar surcando los siete
mares como marinos y lograban comprar un terreno para construir su vivienda, la
modernidad se imponía. Entre ellos, John y Scott, opinaban que las más bellas
eran las construidas de madera sobre pivotes de tubos plásticos de doce
pulgadas de diámetro rellenados de concreto, con largas escalinatas para
acceder al corredor frontal, machihembradas de pino, cielo raso de yeso
moldeado al antojo, techo impermeable de tablillas, sala espaciosa, habitaciones
a ambos lados del pasillo con baños propios y la cocina en el fondo, explayada
sobre una plazoleta de madera con vista al mar. No había acuerdo entre el pasado
y el presente.
Me había quedado
pensativo explorando las casas que eran ejemplo, como intruso que entra a
descubrirlas por sus ventanas en noche de luna llena. “¿Y para ti cuál es la mejor?”,
le preguntó John a Rodney; todos los del grupo quedaron esperando respuesta.
“Queda aquí cerca, en dirección a la tienda de Mister Anderson, frente al viejo
pozo de la casa de la anciana que tiraba bacinillas repletas de mierda y orines
cuando pasabas por su patio”, dijo. Volvieron la mirada al lugar indicado y, al
notarlo, al materializarla en sus mentes, se quedaron viendo y explotaron en
carcajadas. “¿Cómo puedes decir eso?”, cuestionó Scott. “Esa era la casa más fea
de Utila”, agregó John. Kaziar y Estern intercambiaron miradas, pero fue Kaziar
quien lo incitó a que argumentara sus razones y comenzó a relatarlo.
Esa casa que
ustedes conocieron, con sus paredes de madera mohosa y devorada por el tiempo,
con el techo de zinc oxidado que se despegaba ante la mínima brisa, con los
cimientos de los lados sin piso, paredes ni techo repuesto, con piezas de
madera faltantes en las gradas, era la casa más bella de Utila. La habitó un
matrimonio feliz que en sus años mozos procrearon dos niñas preciosas. No
tenían siete años cuando sus padres murieron en un accidente aéreo y quedaron
huérfanas al cuido de sus familiares. Crecieron en el infortunio, en
el dolor de la ausencia de sus padres y, sin que eso bastara, el huracán Fifí
se llevó todo, sólo quedaron ellas. Con sus manos,
removiendo escombros, tabla tras tabla, clavo tras clavo, volvieron a
levantarla. En la pubertad, la mayor de ellas, trajo dos bellas niñas al mundo
y las crió como había crecido, sola.
La conocí cuando
las niñas tenían la edad de ellas al perder a sus padres. Vine a la isla como
náufrago que busca reposo y paz después de largos años a la deriva. Fue una
tarde cuando todo comenzó, una tarde similar a ésta. Jugábamos volleyball combinado entre
chicas y chicos en un terreno baldío ubicado frente a la caseta de la antigua planta
eléctrica, siempre éramos los mismos, pero repentinamente ella apareció, quería
jugar y se incorporó a mi equipo. Quedé maravillado cuando vi su destreza al
hacer los remates; era alta, esbelta y ágil como gaviota que picotea sardinas en
la cresta de las olas. Desde ese instante, siempre esperaba que ella acudiera
al juego por las tardes, para que siguiera quemándoles las manos a las jóvenes
del equipo contrario.
Una noche,
después de bajar de Mamey Lane y dirigirme hacia el cine de Mister Archie, al
pasar frente a la casa, la vi sentada en las gradas y me acerqué a ella para
conversar. La colmé de elogios por su destreza y me reveló la historia que
ustedes conocen. Creció nuestra amistad, siempre jugábamos volleyball y acudía a las gradas. Pero
una noche no estaba allí y, sin percatarme, traspasé el umbral de la puerta llena de hendijas. Estaba en el
fondo de la casa, preparaba la cena para sus niñas, su hermana no estaba: al
sentir mi presencia en la sala, al verme, sus ojos color miel brillaron. Me
invitó a cenar pescado frito con tortillas de harina y comenzó a llover. Cerró
puertas y ventanas, pero el viento entraba por los orificios de las paredes. Corrió
a una habitación y apartó hacia un lado la cama. Tomó todos los recipientes que
tuvo al alcance y los colocó debajo de los hoyos del zinc, acurrucó a sus niñas
en el viejo sofá de la sala y me senté frente a ella en un banco de madera.
La tormenta no
cedía, ni yo dejaba de verla y escuchar las canciones de amor maternal que cantaba
en inglés para calmar a las niñas mientras el viento y la lluvia azotaban con
fuerza la casa. Las niñas se durmieron y
colocó sobre el mosquitero de la cama en que dormían un trozo de plástico. La
tormenta duró toda la noche y me dormí a su lado, sintiendo el calor de su
cuerpo en el sofá lleno de huecos. Cuando aclaró el día desperté, su hermana
dormía al lado de las niñas. Al despedirme y darle la mano, dijo: “Aquí siempre
serás bienvenido, mi casa es tu casa”.
Ahora sólo
quedan los cimientos de madera descubiertos allí donde estaba, pero para mí sigue
siendo la mejor casa, la más bella. La casa de dos mujeres que crecieron solas,
que le sonrieron a la adversidad, que fueron criticadas por todos en las calles
e iglesias, la casa de las mujeres a las que nadie se atrevió a decir “aquí
están mis manos para ayudarles, mucho menos llevarles una tabla o una lámina de
zinc”.
Todos se
volvieron a ver, no hicieron más comentarios, se retiraron en silencio hacia
sus casas. Ya anochecía y me quedaba con la inquietud de conocer la casa más
bella de Utila. “Muéstramela”, le dije a Rodney. Caminamos hacia el sitio
indicado en su relato. Frente a los carcomidos cimientos de madera, con ojos nostálgicos,
dijo: “Aquí vivió una dulce mujer, la de la casa más bella de Utila”.
Martes, 26 de
marzo de 2013