En el salón principal del barco
se desarrollaba una fiesta de despedida de año y varias muchachas del puerto
acudieron invitadas por el capitán. Entre las más bellas figuraban Gloria,
Leonor, Luz y Rosa María. Una semana antes del evento estuvieron practicando el
baile de diversas piezas musicales que estaban de moda en Panamá para lucirse
en la fiesta. Mitchell hacia viajes en su goleta cada quince días a Colón y
desde allá les seleccionaba los discos para deleitarlas con el ritmo y la forma
de bailarlos. Todas estaban pendientes de sus viajes, pero era Luz quien
recibía los discos, mientras sus amigas acudían a su casa para aprender de
Mitchell, quien les enseñaba placenteramente a cambio de una cuarta de guaro
lija servido en una botellita de salsa inglesa Lea and Perrings. Además de los
viajes a Colón, se ganaba la vida haciendo la travesía diaria entre Bluefields
y El Bluff, trasladando pasajeros y eventualmente todo tipo de carga para los
establecimientos de comerciantes chinos, quienes se habían radicado con sus
familias, manteniendo el linaje sin mezclarse con los lugareños y compartiendo
antiguas costumbres en su club social, conocido popularmente como el “club
chino” de Bluefields.
Miss Lilian freía unos hermosos pargos rojos, cortados en trozos e inmersos en aceite de coco en un caldero de hierro colado y tajadas de fruta de pan, cuyos aromas se entremezclaban impregnando la cocina y el salón de algo tan exquisito que los caminantes al pasar cerca de la casa suspiraban profundamente para su deleite. Sus clientes se tomaban un cuartito de guarón en el salón y disfrutaban bailando la canción de moda “una linda mujer” cuyo ritmo sonaba en la vieja vitrola. Esa canción era de uno de los discos que Mitchell había llevado a Luz y por insistencia de Miss Lilian se lo había prestado por esa noche. Al asomarse por la ventana, en una de las tantas veces que lo hacía, pudo observar el humo que se desprendía del lado del muelle.
Vincent LeFranc, originario de Le
Cronquet, un pequeño puerto de pescadores situado en la costa oeste de Francia
y con más de quince años de vivir en el puerto, era el jefe del muelle. Su
juventud transcurrió en Le Cronquet. Desde los nueve años acompañaba a su padre
en las faenas de pesca y por las tardes observaba melancólico el crepúsculo
desde el faro Kermorvan, situado en la península del puerto, añorando navegar
más allá de esas costas. Se había asentado, después de 30 años de vida como
marino de barcos mercantes, al encontrar la mujer de su vida. Decidió no volver
a la mar ni seguir buscando el amor, porque Zoila, su mujer, era bella y le
brindaba la paz y el placer que nunca encontró en incontables aventuras de
marino que sostuvo en más de sesenta puertos que visitó en el Caribe,
Norteamérica y Europa. Por su fama de hombre aventurero muchos decían que le
había dado un embrujo llamado “obeah”, haciendo que acudiera puntualmente todos
los días a su casa a las cinco y treinta minutos de la tarde después de
concluir sus labores en el muelle. En ocasiones, cuando las exigencias del
trabajo no se lo permitían, Zoila llegaba a buscarlo al muelle y todos los
hombres sin excepción, tanto estibadores como marinos y trabajadores de la
aduana, se babeaban literalmente al verla caminar con estilo erguido, moviendo
su estrecha cintura al ritmo del péndulo de un reloj lento, caderas amplias y
redondas, pechos protuberantes y sólidos, pelo lacio caído hasta los hombros,
ojos negros intensos con forma de almendra y labios carnosos. -¡No la mires
tanto que puede embrujarte! -decía alguno de los que sentía su fuerte
presencia. -¡Cuidado pisas su sombra porque puedes enloquecerte de amor! -decía
otro. Ese temor hacía la bella Zoila solamente Mr. LeFranc, así le llamaban
todos en el puerto, pudo superarlo. Asumió el riesgo de cortejarla y, al ser
correspondido por el amor apasionado de ella, quedó encantado de la vida en
tierra firme y nunca más volvió a navegar.
Para el evento, Mr. LeFranc
contrató una cuadrilla de estibadores, compuesta de cincuenta hombres
provenientes en su mayoría de Bluefields, con el fin de poner toda la carga
desembarcada de diferentes barcos, que arribaron al puerto en la semana, en el
lugar preciso. Los barriles de combustible eran bajados por grandes mástiles de
madera movidos por fuerza mecánica y humana, envueltos en redes de mecate que
caían en el muelle sobre llantas, los que al rebotar eran atrapados al instante
por los estibadores para rodarlos hacia un sitio transitorio. Felipe, asistente
de Mr. LeFranc y responsable de Bodega, dispuso que todos los barriles que
contenían gasolina para avión fueran acomodados a lo largo de la pared de la
bodega, siguiendo el orden los que contenían gasolina, kerosén y diésel. Más de
mil quinientos barriles de cincuenta y cinco galones fueron acomodados a lo
largo del muelle. La gasolina de avión era trasladada hacia Bluefields y Puerto
Cabezas por barco para el suministro de los aviones que volaban desde Managua,
haciendo escala a su regreso por La Libertad, pueblo minero de Chontales. Una
vez que acomodaron los barriles, Felipe decidió que el muelle debía ser lavado
a lo largo y ancho con agua y detergente para quitarle los restos de
combustible. Tres horas pasaron los cincuenta hombres sacando agua de la bahía
y esparciéndola sobre la vieja madera del muelle, restregándola con cepillos en
grupos de diez, hasta quedar totalmente escurrido y seco por el inclemente sol
de la tarde. Su brillo era tan intenso que la madera aparentaba estar recién
maqueada.
Los estibadores recibieron doble
paga al concluir su labor y, a las cuatro de la tarde, los Bluefileños se
trasladaron en el barco de Mitchell a sus casas. Al llegar a Bluefields una
hora después, trasladó de regreso a El Bluff a invitados de la ciudad, entre
los que figuraban el juez local, el alcalde, el jefe de policía y el diputado
eterno ante el congreso nacional, todos acompañados de sus esposas y amigas
cercanas para embellecer aún más la ocasión.
Como en todas partes, las
familias del puerto hacían sus preparativos para la fiesta de fin de año.
Muchas habían recibido días antes familiares que los visitaban desde el
Pacifico, haciendo la travesía de quince días desde San Carlos, pasando por el
Castillo hasta llegar a la barra de El Colorado donde se embarcaban en el barco
“María del Socorro” que los trasladaba al puerto. Familias vecinas celebraban
juntas y con anticipación definían la comida que prepararían para la cena,
dividiéndose los platos a degustar, entre los que figuraban langostas horneadas
con mantequilla, camarones empanizados, ensalada de papa con camarones, piernas
de cerdo horneadas, jamones importados, pan escocés, pan de frutas, manzanas,
uvas, peras y la infaltable sopa para después de las doce de la noche así como
botellas de whisky y cervezas importadas. Era un ambiente de familias
ampliadas, donde cada cierto tiempo, se hacían visitas entre ellas para conocer
los pormenores de los preparativos; los invitados, los trajes a lucir, los
adornos y definir la hora en que cada una recibiría a la otra para festejar.
Así transcurrió esa tarde especial para esperar en grande el nuevo año. A
partir de las siete de la noche comenzaron a celebrar por un año más de
progreso, salud y bienestar.
El muelle estaba iluminado por
faroles alimentados de kerosén y el barco brillaba como un diamante sin
importar las toneladas de carbón que se pudieran consumir esa noche. Tenía
varios días de estar atracado en el muelle. Era de hierro con miles de remaches
en su casco y la energía para moverlo la brindaba su enorme caldera de vapor.
Como de costumbre, en la popa tenia izada la bandera de Jamaica de donde era
originario y, desde el borde dos metros abajo, su nombre en grandes letras
pintadas de verde acuñadas en el hierro: Jamaica. Hacía sus travesías entre el
puerto de El Bluff y Jamaica así como entre las Antillas menores, New Orleans y
Panamá. La carga completa había sido desembarcada en el muelle de madera y
esperaban en los próximos días a cinco lanchones, que desde Kukra Hill, El Rama
y río arriba, trasladaban bananos, hule y cacao cuyo destino final era New
Orleans haciendo escala en Kingston.
Twi Twi observaba desde el muelle
como hipnotizado el barco iluminado y al tumulto de gente que entraba
entusiasmada a la fiesta vistiendo sus mejores trajes. -¡Mañana tendré que
hacer varios viajes de carbón! -pensó. De origen garífono, su nombre verdadero
era Ubaldo. Tocaba el clarinete y pasaba la mayor parte del tiempo afinándolo
produciendo un sonido algo parecido a “twi, twi, twi” razón por la cual la
gente lo llamaba Twi Twi. Además se ganaba la vida con un pequeño bote con el
que pescaba, y era el responsable de trasladar desde “la carbonera” el carbón
mineral que los barcos noruegos, alemanes, ingleses, panameños y
estadounidenses en cada travesía descargaban para posteriormente volver a
reabastecerse. Entre los diferentes barcos que atracaban en el puerto fueron
creando ese sitio, llamado por todos “la carbonera”, funcionando como una
bodega común. Controlaba exactamente la cantidad de carbón que le tocaba a cada
uno, sin llevar cuenta alguna en papel, porque no sabía escribir. Con una pala
cargaba su pequeño bote y lo trasladaba para alimentar las bodegas de los
barcos.
Los guardias del guardacostas,
desde un extremo del muelle, acantonados en el sitio que eternamente han
ocupado, jugaban una partida de naipes y de reojo estaban a la expectativa de
lo que sucedía sin prestar la debida importancia, porque su comandante y los
altos oficiales con sus esposas, también estaban entre los invitados y podían
entretenerse sin ser sancionados.
La noche estaba esplendida. Iluminada
por miles de estrellas que en conjunto con las luces del Jamaica y los faroles
del muelle hacían que el puerto se observara con claridad desde la punta de Old
Bank en Bluefields. La brisa del mar se hacía sentir por repentinas rachas de
viento que azotaban la bahía provenientes del noreste, donde se ubica la playa
del Tortuguero. La corriente de la bahía era cada vez más intensa, con
dirección hacia la barra y rugía con su sonido característico tensando las
amarras del barco, que provocaba un leve movimiento del muelle. En el otro
extremo del puerto, en el muelle de los barcos pesqueros, la corriente se
sentía con más fuerza debido a su proximidad a la barra. Estaban amarrados en
hileras de cuatro para contrarrestar la corriente y el pequeño muelle no tenía
más cupo debido a que la flota de veinte barcos estaba en puerto. Los
vigilantes del muelle estaban nerviosos porque oían el rugido del mar al
encontrarse con las aguas de la bahía y el rechinar de los barcos, al hacer
contacto entre ellos, como tratando se desprenderse de sus amarras atraídos por
algo sobrenatural.
La fiesta del Jamaica estaba
animada. Los invitados bailaban en el salón y algunos marineros, convertidos
por la ocasión en meseros, atendían con bocadillos y tragos de ron jamaiquino.
El salón era amplio, en sus cuatro costados habían colocado sillas para los
asistentes mientras que en el centro se destacaba una mesa larga que contenía
comida tradicional de Jamaica, sobresaliendo charqui, cerdo a la pimienta, jerk
chicken, tortilla jamaiquina, bammy y botellas de ron en abundancia.
Incansables bailaban Luz, Leonor y Rosa María deleitando a los presentes con
sus graciosos y novedosos movimientos. En un extremo del salón estaban reunidos
el comandante del puerto, el jefe de policía, el alcalde y el diputado quienes
conversaban sobre la instalación de la nueva planta de energía eléctrica en la
ciudad de Bluefields.
— ¡Al
fin vamos a contar con energía eléctrica por doce horas en nuestra querida
ciudad! —dijo el diputado. —Ustedes no se imaginan lo que me ha costado para
que el congreso aprobara el presupuesto, fueron meses de gestión —añadió.
El alcalde llevaba tres años en
la silla edilicia y la gente de la ciudad cuestionaba su administración porque
no se conocía obra de progreso alguna desde que asumió el cargo.
— Al
final esa será la mayor obra de progreso en la ciudad bajo mi administración y
estoy seguro que me recordarán, por los siglos de los siglos, porque nadie
podrá evitar que ponga una placa grande con mi nombre cuando inaugure la planta
eléctrica —dijo el alcalde con aire de orgullo.
El jefe de policía, originario
del Pacifico, ostentaba el grado de mayor y desempeñaba sus funciones con unos
quince guardias rasos, dos tenientes y un capitán, todos del centro del país.
Su cuartel general estaba ubicado en el barrio Punta Fría y, como en la ciudad
casi nunca se daban delitos que merecían mover su tropa, los guardias se
mantenían ocupados dándole brillo a dos viejos cañones, rescatados de un galeón
ingles que se hundió en la época del rey mosco, instalados frente al cuartel,
como si con ellos lo pudieran defender de alguna amenaza.
— Ojala,
mi querido alcalde, pronto se dé el traslado de esa planta eléctrica a la
ciudad —dijo. Se llevó el vaso con el último
trago a la boca, lo saboreo y dio un sobro profundo al cigarro Lucky Strike que
sostenía entre los dedos índice y medio de su mano derecha. — Le
prometo que de ser así, mi cuartel se mantendrá ocupado, pues vamos a
movilizarnos por las noches para controlar a todos los vagos y borrachos, y si
los putales no cumplen con el horario establecido, los cerramos y echamos
presas a las putas, así todos nos beneficiamos con las multas —concluyó
riéndose a carcajadas.
Continuaron la plática, mientras
sus esposas conversaban animadamente temas sobre moda y reían a carcajadas al
ver bailar a Leonor y Rosa María con el capitán del Jamaica, influenciadas por
el efecto de los tragos del ron jamaiquino que contenía 50 grados de alcohol. El resto de la tripulación,
principalmente los marinos que no hacían de meseros, se encontraban también
celebrando con tragos de ron en la parte superior del salón, recostados en la
barda de seguridad. Desde esa altura, conversaban con los habitantes del puerto
que desde el muelle miraban el espectáculo. Uno de los marinos, de apellido
Taylor, observó que en la cubierta se habían apagado seis lámparas que
iluminaban esa parte del barco. Ya en estado de ebriedad, se dirigió a tratar
de encenderlas. Alrededor de las lámparas todas las cuerdas se encontraban
enrolladas y bien acomodadas en círculos perfectos. A ambos lados de la proa,
en la cubierta principal, habían arpillado el día anterior cuatrocientas piezas
de caoba roja que desde El cerro Wawashang, cercano a Pearl Lagoon, había sido
trasladada para construir muebles en Jamaica.
Taylor llevaba una lata de
kerosén para rellenar las lámparas y una caja de fósforos. Después de encender
dos lámparas se dirigió a la tercera, cuando de pronto tropezó con las cuerdas
y se desplomó en el piso, al mismo instante en que encendía el fósforo,
derramándose el kerosén, los que al hacer contacto, iniciaron una pequeña
llamarada. Apresurado trató de apagarla, pero el fuego seguía acentuándose
entre las cuerdas y poco a poco la madera comenzó a quemarse, ardiendo por el
soplo de la brisa que cada vez era más fuerte. Desesperado al ver que no podía
contener el fuego gritó: —¡Ayúdenme, ayúdenme, se está quemando la madera! —pero
a su petición nadie respondió porque todos estaban en el otro extremo del barco
y no podían escucharlo.
Los guardias que jugaban “pedro”,
con unos naipes chinos recién comprados en Bluefields, vieron en una de esas
miradas de reojo, que se quemaba algo en la proa del Jamaica y con rapidez se
movilizaron al centro del muelle donde estaba el barco. De inmediato dieron la
alerta. Veinte minutos habían transcurrido desde el accidente y casi todas las
amarras y la madera ardía por el fuego intenso.
Miss Lilian freía unos hermosos pargos rojos, cortados en trozos e inmersos en aceite de coco en un caldero de hierro colado y tajadas de fruta de pan, cuyos aromas se entremezclaban impregnando la cocina y el salón de algo tan exquisito que los caminantes al pasar cerca de la casa suspiraban profundamente para su deleite. Sus clientes se tomaban un cuartito de guarón en el salón y disfrutaban bailando la canción de moda “una linda mujer” cuyo ritmo sonaba en la vieja vitrola. Esa canción era de uno de los discos que Mitchell había llevado a Luz y por insistencia de Miss Lilian se lo había prestado por esa noche. Al asomarse por la ventana, en una de las tantas veces que lo hacía, pudo observar el humo que se desprendía del lado del muelle.
— ¡Herrera! -gritó, — ¡Veo fuego
en el muelle! —le gritaba a su hombre que hacia la labor de mesero. Herrera no
le hizo caso por estar disfrutando del baile de las mujeres, cuyos movimientos
eran cada vez más sensuales y expresivos al calor de los tragos. Por segunda
vez volvió a gritarle: — ¡Herrera, cabrón, te digo que hay un fuego en el
muelle!, ¡Apúrate que algo se está quemando! — y de inmediato dejo de seguir
cocinando. Al asomarse al fin por la ventana, el ex miembro de la Guardia,
sargento en retiro, pudo ver que en realidad había un incendio y sin pensarlo
dos veces dio la alarma a sus clientes, los que juntos con él salieron
corriendo apresurados hacia el muelle con curiosidad de ver lo que pasaba. En
su veloz y desesperada carrera, Herrera pasó gritando frente a la casa de Mr.
LeFranc: — ¡Se está quemando el muelle! — y al ver que no respondía volvió a
gritar: — ¡Hay un incendio en el muelle! — y sin dudarlo golpeó la puerta.
Mr. LeFranc en esos momentos
disfrutaba los placeres que Zoila le brindaba para después acudir a la fiesta.
Al oír los gritos y golpes, tomó su ropa a toda prisa, se vistió, se puso los
zapatos y descendió velozmente las veinticinco gradas que lo condujeron al
pasillo que separa el cuartel de la guardia y la bodega de la aduana y, al
salir al muelle, observó la llamarada intensa en la cubierta del Jamaica.
Desconcertado por el fuego, lo primero que pensó fue que los mil quinientos
barriles de combustible se quemarían, arrasando con el muelle de madera, las
bodegas y casas cercanas provocando fuertes explosiones que harían desaparecer
el puerto. Giró su mirada a la derecha y observó que los guardias soltaban el
barco guardacostas, en esos tiempos construido de madera, para alejarlo y
evitar que se quemara. Sin dudarlo comenzó a gritarles desesperadamente a los
guardias y a los que se había aglomerado en el muelle: — ¡Suelten rápido las
amarras del Jamaica!, ¡Corten las malditas cuerdas!, ¡Dejen que se lo lleve la
corriente! —y se acercó al portón principal de la bodega donde Felipe se
dedicaba a abrirlo para rescatar documentos y objetos de mayor valor.
Los habitantes del puerto que
admiraban desde el muelle la fiesta salieron horrorizados por las intensas
llamas y el riesgo de las explosiones. Apresurados pasaban gritando en su
carrera por las casas: — ¡Se quema el Jamaica!, ¡Se va a quemar el muelle!,
¡Van a explotar los barriles!, ¡Salgan de sus casas! —y las familias que
festejaban a lo grande por el año nuevo, al ver correr despavoridos a los que
daban el aviso, comenzaron a salir de sus casas y se dirigieron hacia el este
de puerto, buscando refugio en la loma del faro, el que con sus luces indicaba
a los barcos su cercanía a tierra firme.
Todos estaban desconcertados sin
saber qué hacer. De pronto, Herrera tomó un hacha que tenía Felipe en la bodega
y comenzó a cortar cada una de las gruesas cuerdas con velocidad nunca antes
vista en el puerto, aun cuando el capitán y el primer maestre oponían
resistencia clamando a gritos desde el barco: — ¡Nosotros vamos a apagar el
incendio!, ¡No lo suelten!, ¡Por favor, no suelten el barco! — y corrían de un
lado a otro horrorizados. El capitán de manera apresurada trataba de movilizar
a su tripulación para sofocar las llamas que ya habían devorado la madera, las
cuerdas y poco a poco se trasladaba hacia la enorme chimenea. Los marinos
corrían borrachos sin saber qué hacer. Las amarras ya habían sido cortadas y
los invitados seguían en la fiesta sin darse cuenta que el Jamaica se quemaba a
la deriva arrastrado por la corriente. En las aguas de la bahía, a unos veinte
metros del muelle, todos los invitados se salieron del salón al darse cuenta
del incendio y gritaban: — ¡Auxilio!, ¡Auxilio!, ¡Por favor, sáquennos del
barco!
Mitchell, como por obra de magia,
apareció con su pequeña goleta acercándose al costado derecho del Jamaica
gritando: — ¡Vuélense al agua! ¡Vuélense al agua! ¡Los voy a detener con mi
bote para que no se los lleve la corriente! — y con gran esfuerzo trataba de
acercar su goleta al barco en llamas. Sin pensarlo se fueron lanzando del
barco, primero las mujeres y luego los hombres, mientras Mitchell les tiraba
cuerdas para que se sostuvieran y rescatarlos. Por gracias divinas todos
salieron ilesos y sin los efectos del ron, el que despareció por el temor de
morir quemados en el Jamaica y ahogados en las aguas de la bahía.
En el muelle de los barcos
pesqueros ya se había dado la alarma por parte de los vigilantes. Todos los
marinos que descansaban en sus camarotes salieron con el alboroto y, con largas
varas de más de seis metros, se instalaron en los barcos más alejados del
muelle, esperando que el Jamaica en llamas no hiciera impacto en ellos y poder
así empujarlo para evitar un incendio mayor. Al pasar cerca de ellos lo
empujaban con fuerza pudiendo alejarlo. Todo el Jamaica ardía envuelto en
inmensas llamas. Luego de pasar por los barcos pesqueros se encalló en una
pequeña ensenada donde terminó de quemarse totalmente.
Los invitados a la fiesta fueron
desembarcados en el muelle donde los habitantes se habían reunidos. El capitán
y su tripulación se trasladaron al muelle de los barcos pesqueros siguiendo al
Jamaica en su recorrido y pasaron toda la noche hasta el amanecer, en un estado
de impotencia y desconcierto, viendo como su nave se quemaba. Con la tragedia
las familias habían terminado prematuramente la fiesta de fin de año y las
comidas preparadas y tragos, con la huida hacia la loma del faro, quedaron
servidos en las mesas. Al ver a los invitados de Bluefields en el muelle
empapados y tiritando de frío después del tremendo susto, la familia Aróstegui
los invitó a su casa junto con las bellas del puerto donde continuaron hasta el
amanecer celebrando el año nuevo, comentando los pormenores del incendio,
haciendo chistes, riendo a carcajadas y bailando las piezas de moda que
Mitchell les había traído de Colon. Dos semanas después el capitán del Jamaica
y su tripulación fueron trasladados a New Orleans en otro barco bananero para
posteriormente dirigirse a Kingston. Nunca más se tuvo noticia de ellos.
Con el paso del tiempo, “la
carbonera” dejo de existir porque los barcos ya no utilizaban carbón para
alimentar las calderas y moverse en el mar. Twi Twi perdió su empleo pero
comenzó a sacar piedras de la bahía las que vendía para construcción y
descubrió en los restos del Jamaica una nueva forma de ganarse la vida. Todas
las noches, por más de diez años, se podían observar luces y escuchar un
constante martillar en el casco quemado por el incendio aquella noche de fin de
año. La gente del puerto aseguraba que en el Jamaica había fantasmas, que
estaba embrujado y que se quemó por castigo de Dios. Twi Twi encendía dos
lámparas para poder desprender todo el hierro del Jamaica a punto de mazo y
cincel, trasladando lo obtenido, muy temprano al salir el sol, hacia
Bluefields, donde lo vendía a herreros y a todos aquellos que necesitaban del hierro
para poder construir cualquier objeto posible. Hasta su casa de hierro logró
construir, en plena bahía, frente al muelle de “la mercantil”, unida a tierra
firme por un muelle colgante del mismo metal.
Muchos años después que el
Jamaica tuviera su trágico destino, miles piezas que fueron parte de el se
encuentran dispersas por la ciudad de Bluefields, al igual que su recuerdo.
Navegando mantuvo unida esa región de Nicaragua con muchas islas y más allá,
por medio del intercambio de mercancías y compartiendo la particular forma de
vida caribeña.