Los cuatro hacían
turno para meterse; brincando y girando formaban círculos de alegría con el
agua que reventaba en sus cuerpecitos.
Zapatos, pantalones, camisas y mochilas estaban
sobre la baranda. No llevaban mucho tiempo allí. Tres pasaron por la esquina y
cuando comenzó a lloviznar se metieron corriendo al pasillo de la casa.
Desde
la caseta del vendedor de frutas, ubicada en la esquina opuesta, los observaba
mientras esperaba que escampara el agua.
Uno de ellos, el
mayor, se acercó, metió la mano al chorro de agua que se desprendía del canal
saturado por la lluvia, explotando en la acera de la calle. Los otros dos, el
flaquito y el más bajo, lo observaban pegados a la pared de madera. La puerta y
las ventanas de la casa estaban cerradas. La chispa luminosa de los relámpagos
y los truenos habían dejado desolada la calle.
“Míralos, ¿crees
que se metan?”, le pregunté al vendedor de frutas, quién las cubría con un
plástico.
“Lo dudo”,
respondió volviendo a verlos y estirando el plástico para amarrarlo a las patas
de la mesa.
El mayor se
acercó a los otros dos pringado por el agua. Hablaron entre ellos, el más bajo
se hizo a un lado, hacia la ventana izquierda, porque el flaquito intentó
sacarlo a la calle halándolo de las manos. El mayor le dio un empujón al
flaquito y se sentó en el piso de madera, se quitó los zapatos, luego los
calcetines y al levantarse los acomodó sobre la baranda.
“Se va a meter”,
le dije al frutero. La rayería y la tronadera se habían calmado pero seguía lloviendo
intensamente.
El flaquito
intentó quitarle la mochila al más bajo pero dejó de hacerlo cuando el mayor se
quitó la camisa y la colgó al lado de los zapatos. El más bajo se puso a reír palmeando
sus manos cuando vio que se quitó el pantalón, lo puso al lado de la camisa y
salió corriendo a meterse al chorro de agua.
“Los otros
también”, dijo el vendedor de frutas.
El mayor gritaba
y le hacía señas para que lo siguieran. El flaquito y el más bajo se acercaron
al chorro desde el corredor, la ventana derecha se abrió y un chavalo asomó la
cabeza. El flaquito y el más bajo hablaron con él. El flaquito se quitó la ropa,
la puso en la baranda y corrió hacia el chorro. La puerta se abrió, un chavalo
gordito salió al corredor en calzoncillos y la cerró despacito. Habló con el
más bajo y salió disparado hacia el chorro, el mayor y el flaquito se apartaron
para que se metiera. El bajito se reía y no se aguantó: se quitó la ropa, la
colgó y salió corriendo.
“Viste”, le dije
al vendedor de frutas.
Estaban felices,
uno empujaba al otro dentro del chorro, giraban formando círculos de alegría con
el agua que reventaba en sus cuerpecitos. Un carro dobló en la esquina y se parqueó
frente a la casa.
“Se les acabó la
fiesta”, dijo el frutero al ver a una mujer que se bajó cargando varias bolsas
de plástico en sus manos.
La mujer le
gritó al gordito. Se quedó quieto por unos segundos, luego caminó cabizbajo
hacia el corredor. El mayor, el flaquito y el más bajo tomaron sus cosas y salieron
corriendo, temblando de frío se metían en los corredores de las casas vecinas
hasta que desaparecieron al dar la vuelta por la esquina.
“Que dicha, para
ser eterna”, le dije al vendedor de frutas. Al voltearme hacia él lo vi de
espalda, encorvado sobre la mesa de frutas.
“Alégrate vos
también”, respondió al darse la vuelta. Sostenía en su mano izquierda una bolsa
llena de rebanadas de mango maduro. Hablamos sobre los tiempos en que nos metíamos a los chorros de agua sin pensar en los problemas que ahora nos mantienen tensos hasta que pasó la lluvia.
Foto Propia: White Bush en la lluvia.