Mister Herrera limpiaba el viejo mostrador de la cantina de Miss Lilian con un trapo, girándolo en círculos procuraba sacarle brillo a los tablones de caoba. Escuchó el tambaleo del puente de madera que unía la casa esquinera con el andén, se asomó desde el fondo y vio a dos hombres aproximarse. Encendió la bujía del centro del salón cuando las botas brillantes pisaron el corredor, provocando que las paredes de madera pintadas de amarillo amplificaran el espacio al mezclarse con los rayos del sol que entraban por la puerta. Ingresaron sin saludar, apartaron sillas de la mesa para tres situada frente a la ventana y se sentaron. La noche caía en el puerto, a través de la ventana observaban las luces de los guardacostas atracados en el muelle sobre el oleaje de la bahía y la esquina.
— ¿Desean
algo? —preguntó Herrera al acercarse.
— ¿Algo
cómo qué? —contestó el hombre que daba la espalda.
— Cerveza, ron o comida —ofreció Herrera.
— ¿Qué
prefieres, Lorenzo? —preguntó el hombre
que estaba sentado junto a la ventana.
— Una
botella de whisky —respondió Lorenzo.
— No
tengo whisky, sólo ron.
— Tropical,
tráenos una botella con ginger ale —solicitó el hombre que miraba hacia
el andén.
De una repisa
ajustada a la pared del fondo tomó dos vasos de vidrio, dos copas, la botella
de ron y los colocó en una bandeja. Se agachó para levantar la botella de ginger
ale que guardaba en una cajilla debajo del mostrador y, al hacer el intento
de inclinarse, los músculos de su vieja espalda lo traicionaron. “¡Shirley!,
¡Shirley!”, gritó desesperado en dirección a la habitación frontal al salón.
Miss Lilian, su mujer, salió de la cocina cuando escuchó los gritos y los
hombres se levantaron inquietos, volviendo la mirada. En ese instante, Shirley
abrió la puerta y con rápidos pasos señoriales caminó hacia el mostrador. Los
hombres clavaron la mirada en Shirley mientras Miss Lilian ayudaba a Herrera;
lo tomó de los hombros, lo hizo girar encorvado y lo encaminó hacia la
habitación. “¡No haces caso, deja que Shirley atienda a los clientes!”, le dijo
al entrar a la habitación contigua a cocina. “¡Atiéndelos!”, dijo en inglés,
dirigiéndose a Shirley cuando cerró la puerta.
Lorenzo cambió
de silla, se sentó frente al otro hombre y miraba hacia el mostrador. Shirley
levantó la tapa de un cajón de madera cubierto en su interior por láminas de
zinc y con una pana de aluminio sacó hielo triturado. Caminó hacia los hombres
con la bandeja en su mano derecha y la pana de hielo en la izquierda.
— ¡Isidro,
mira qué belleza! —expresó Lorenzo al ver los movimientos sensuales de Shirley acercándose.
Se quedaron callados, observándola cuando acomodó en la mesa los vasos, las
copas, las botellas y el hielo.
— ¿Desean
algo más? —preguntó Shirley.
— ¿De
dónde eres? —respondió Isidro. Vestía pantalón caqui, camiseta blanca y llevaba
puesta una gorra. Sus botas negras militares brillaban.
— De
Corn Island, soy sobrina de Miss Lilian.
— Me
encantan tus ojos verdes.
— El
viejo está jodido —interrumpió Lorenzo mientras llenaba las copas con ron.
— No
hace caso, por eso estoy aquí, para atender a los clientes —explicó Shirley
sosteniendo su cintura con la mano derecha.
— Desde
hoy seremos tus fieles clientes —dijo Isidro y se tomó un trago —. Eres
preciosa —agregó luego de empinarse el vaso con ginger ale y recorrer su
figura esbelta con la mirada, desde los pies hasta la cabeza.
En sus carnosos
labios floreció una sonrisa ingenua, su rostro brilló tras el parpadeo de sus
finas pestañas dejando al descubierto el color marino de las aguas que
disfrutaba en sus primeros años de adolescencia en la isla y se encaminó hacia
la habitación de Miss Lilian. Al abrir la puerta vio a Herrera tendido boca
abajo en la cama, disfrutando el masaje exótico que Miss Lilian, montada sobre
su cadera, le brindaba sosteniendo con firmeza sus desvanecidos y enormes
pechos. Sorprendida, cerró la puerta y regresó al mostrador. Escuchó el crujir
de la cama y a Miss Lilian decirle a Mister Herrera: “Suck it, suck it”.
De la gaveta tomó una moneda de veinticinco centavos y se dirigió a la roconola
ubicada en la esquina del mostrador y el salón. Isidro la miraba con ojos
encantados. Se levantó de la silla y caminó hacia ella admirándola en la
posición encorvada que asumía sobre la roconola, sus gruesas pantorrillas y
nalgas caribeñas lo atraían. Lorenzo seguía observando hacia el andén a través
de la ventana. La noche se asentaba en el puerto.
— Qué
canción buscas —preguntó Isidro.
— Ninguna
en especial —respondió Shirley inclinada sobre la roconola.
— Escoge una que alegre el ambiente.
— ¿Quieres bailar? —preguntó Shirley.
— Escoge una que alegre el ambiente.
— ¿Quieres bailar? —preguntó Shirley.
— No
soy bailarín pero con vos lo intentaría.
Shirley escogió
la pieza luego de introducir la moneda y el plato circular de discos giró dando
vueltas en el interior de la roconola. Al son de trompetas y maracas Shirley se
movió al centro del salón halando de la mano a Isidro. Lorenzo miraba
sorprendido a Isidro, nunca antes lo había visto bailar, mientras Shirley movía
sus hombros y caderas al ritmo del merengue “el sombrero de Gaspar”. Al
finalizar la pieza Isidro sudaba y, al quitarse la gorra, mostró su cabeza
calva que brillaba mientras Lorenzo reía a carcajadas. Dos semanas después Mister
Herrera había sanado de sus dolores de espalda y adquirió el compromiso con
Miss Lilian de no seguir atendiendo a los clientes, aseguró que dejaría hacerlo
a Shirley.
Bajó las gradas
empinadas de la cocina lentamente, asegurando ambos pies en cada peldaño con
tres sacos en el sobaco, levantó la mirada hacia la playa del Tortuguero, vio
el horizonte azul con nubes blancas, la brisa golpeó su rostro y escuchó el
retumbo de las olas reventando en la arena. Al pisar tierra roja levantó sus
brazos estirando el cuerpo, buscó el canalete y la vela debajo del tambo de la
casa evitando pisar el colchón de conchas de coco. Los deslizó suavemente en el
bote, acomodó los sacos, subió el pie izquierdo provocando un movimiento
inestable, se aferró de los bordes mientras empujaba con el pie derecho dentro
del agua y, de un salto tembloroso se sentó en la tabla. Comenzó a remar sin
prisa, deslizándose en las aguas hasta ver el muelle de los pescadores a su
izquierda. Estiró sus piernas y crujieron, respiró profundamente y tosió,
gargajeó y, luego de escupir su brazo, maniobró con el canalete en dirección al
del muelle de los guardacostas.
¡Adiós Herrera!,
gritó uno de los pescadores y él respondió levantado el canalete, moviéndolo
sin volver la mirada. Cuando pasó por el muelle de los guardacostas los
soldados estaban en formación y arrodillado izó la vela que se infló en un
papaloteo por el viento del noreste; navegó velozmente a favor de la corriente
y, como en regata, atravesó los barcos fondeados en la bahía, las pangas y pos
pos lo esquivaban reduciendo la velocidad mientras los pasajeros le decían
adiós con ademanes de manos. Pasó cerca del muelle de la Texaco y
repentinamente giró hacia el sureste en dirección a la isla de Miss Lilian, su
mujer, hasta desaparecer en la costa oculta frente a la isla del Venado.
En la esquina,
Shirley se convirtió en la atracción de los guardias y marinos mercantes que
atracaban en el puerto, seduciéndolos al bailar “el sombrero de Gaspar” e
incrementando la clientela en la cantina de Miss Lilian por muchos años.
Ronald Hill A.
26 de Noviembre de 2012.