Desde la ventana del segundo piso de la casa, observaba los barcos que entraban por la barra. Era una mañana
lluviosa con fuertes vientos que azotaban desde el noreste. La capitanía del
puerto había dado aviso a la flota pesquera para que se refugiara debido a la tormenta que se avecinaba.
Las ramas del inmenso árbol de laurel, cercano
a la casa, eran sacudidas por rachas de viento y los cables que sostenían
la antena de televisión rechinaban contra el tubo como si intentaran liberarse.
Antes del mediodía, los primeros barcos
comenzaron a aparecer. Se notaba claramente el mástil y las
plumas, luego la caseta, moviéndose de lado a lado, de babor a estribor. Desaparecían de la vista por unos segundos, únicamente quedaba una estela de espumas, bajaban a los pies y subían a la cresta de las olas, avanzando en la mar agitada por el viento en su
contra hasta que cruzaban la barra. Minutos después, aparecía otro barco, y así, poco a poco, la flota completa entraba a la bahía, pasando al lado del casco hundido del Jamaica y asegurando las amarras en el muelle de los barcos pesqueros.
Ese año fue de buena faena y el progreso se
notaba en el puerto de El Bluff.
El muelle fue ampliado en sus costados con
postes y tablones nuevos, impregnados totalmente de un material oscuro que los volvía
inmune a lo salobre del mar y a la vida marina que se adhería a ellos. Los trabajadores de la empresa que vivían en Bluefields, estrenaron
un nuevo barco de transporte, mucho más cómodo y más veloz en atravesar la
bahía. El trencito de la alegría dejó sus labores y fue reemplazado por
modernos camiones de transporte que movían la carga entre el muelle y las
instalaciones de la empresa. Se inauguró un astillero que le brindaba mantenimiento a los barcos de la empresa y a
particulares. La red eléctrica domiciliar del puerto se amplió a todas las
viviendas, fuesen o no de empleados de la empresa y, por todos lados, se
construían casas y florecían cantinas. El empleo era casi pleno, tanto en el
mar como en el puerto; los trabajadores por cuenta propia eran contratados en
sus diferentes quehaceres y una gran parte de los empleados de la empresa Booth
eran mujeres, principalmente en la línea de producción.
El capitán entró a la casa, gritaba de alegría
llamando a sus hijos y los niños corrieron a su encuentro. Los
levantó, les dio abrazos y besos. Su barba tupida de varios días hacia cosquillas
en sus mejillas. A los dos varones los bajó de sus brazos, pero a su
hija, mi muñeca le decía, la sostuvo en brazos aún después de besar a su bella
esposa. Era una familia joven, ellos dos y sus tres hijos, y vivían en la casa
de dos pisos que para ellos había construido.
Aun cuando la tormenta desapareció en la noche,
los barcos no zarparon al día siguiente. Descargaron la captura de los días que
habían faenado y así, poco a poco, volvían a la mar.
El capitán iba por las mañanas al barco, revisaba el cuarto de máquinas, la descarga de camarones, el abastecimiento de combustible y hielo, y viajaba a Bluefields a realizar el pedido de las provisiones en el almacén de William Woo, el hombre más adinerado de la ciudad en esa época. El Sr. Woo lo atendía con esmero —sí capitán Hill, no se preocupe, usted tiene su pedido asegurado, decía con su acento chino—, y al día siguiente lo enviaba en botes pos pos hasta el barco camaronero.
Mientras tanto, visitaba a sus amigos y los
mejores restaurantes de la ciudad, el Chez Marcel, el Galaxy y otros de esa
época. El hombre de mar necesita divertirse lo más que pueda mientras se
encuentra en tierra, decía y cumplía ese aforismo heredado de sus familiares
marinos.
Al capitán también le gustaba compartir su tiempo
en tierra con la familia y sus amistades. Por ello organizaba viajes a las lagunas
de El Bluff en su jeep Land Rover. Preparaba el mejor rondón de caracoles en la
playa porque era un gran cocinero; llevaba todo los ingredientes necesarios y
la leche de coco lista para verterla en el perol. Mientras el rondón se
cocinaba, servía tragos a sus amigos y sostenían conversaciones alegres, se
carcajeaban a lo grande mientras los niños se bañan en la laguna cuidados por
sus madres.
Le gustaba cazar. Por las tardes salía
con su rifle calibre 22 de mira telescópica en dirección al bosque situado a un
lado de la Colonia. Llevaba bananos o cocos secos de cebo y, después de colocarlos en
el sitio escogido, se subía a un árbol. Desde allí sonaba un pito que hacía con
sus propias manos para atraer la presa. Cuando regresaba a casa, cargaba dos o
tres guardatinajas que el mismo cocinaba en un caldillo delicioso.
A él se le señala de haberles puesto indirectamente los nombres a las cantinas de las hermanas Watts, ya que fue él quien les suministró directamente las Roconolas marca AMI. A Miss Pet le instaló la roconola una tarde cuando faltaban 5 minutos para las cuatro en su reloj, y a Miss Lilian, un rato después, cuando faltaban 15 minutos, o sea un cuarto para las cinco.
Cuando comenzó el relajo de las Roconolas con el alto volumen, todos preguntaban con curiosidad de transeúntes por el andén.
—¿Miss Lilian, a
qué horas le instalaron la roconola?
—Hill me dijo que faltar un cuarto para las cinco cuando me la poner, respondía la tetónica señora.
—Hill ponérmela
cuando faltar cinco para las cuatro, refiriéndose claro está, a la instalación
de la roconola, no hay que pensar mal.
Recuerdo que siempre me llevaba a contar las monedas que extraía de las Roconolas y me indicada que las acomodara en ristras de 10 monedas de veinticinco centavos sobre la mesa: me quedaba maravillado al ver tantas monedas juntas y a él contarlas.
Visitaba a sus amigos. Iba a la cantina de Miss Lilian, pero le encantaba la casa de don Octavio Gómez y doña Juana Angulo. Allí era bienvenido, se encontraba con sus amigos, compartían tragos, reían a carcajadas al escuchar las guayolas de Tapalwás y saludaba a todos los que pasaban por el andén.
Una tarde doña Juana Angulo salió al frente de
su casa, después de terminar sus quehaceres del hogar y del horno, y se acercó al
lado de un árbol de almendras plantado por ella misma. El
capitán la siguió y junto a ella lo fotografiaron para el recuerdo, con la
bahía y la línea de vegetación de la playa del El Tortuguero de fondo.
El capitán volvía a casa contento y amoroso.
Dormía desde tempranas horas y, acostado en la cama, se le notaba en su pierna derecha la cicatriz redonda causada por un pez espada que se clavo en ella, luego de caer de las redes, aleteando con furia en la cubierta del barco. Al día siguiente se despedía una vez más porque
debía regresar a la mar.
En la tarde, desde la ventana, se observaban
los barcos que partían desde el muelle, uno tras otro, en busca de la barra.
Nuevamente volvían a navegar en el oleaje, ahora calmo, girando a la izquierda
después de cruzar el canal, desapareciendo detrás del promontorio sur del
puerto donde un plantel moderno fabricaba barcos de fibra de
vidrio.
Por las noches, desde la esquina de Miss Lilian
se notaban las luces parpadeantes de los barcos que navegaban de sur a norte y
viceversa, y daba la impresión de estar frente a una ciudad flotante en movimiento. Desde allí, me imaginaba al
capitán Hill, a mi padre, en sus quehaceres, en la cabina timoneando el barco,
sus gestos, su voz, hablando en inglés al comunicarse por radio, el seguimiento que hacía en la
cubierta cuando se preparaban para lanzar y después levantar las redes, y
maniobrar la nave: la forma en que se ganaba los pesos en el mar.
Luego de disfrutar el espectáculo, me despedía
de él porque además de mi papá era mi mejor amigo. Le deseaba una buena faena y se lo encomendaba al Señor cuando rezaba con mi madre y mis hermanos.
Un día como hoy, 28 de agosto de 1999, hace 23 años, falleció en un accidente aéreo y escribí un amigo para siempre. Siempre está presente en mis pensamientos, en mi alma y en mi corazón.
Foto propia: El Capitán.
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