Felipito giró con suavidad y pericia la
combinación de la caja fuerte que estaba sobrepuesta en una mesa de su oficina.
Era el único cubículo protegido por verjas de hierro, pintadas en color oscuro,
cuya base era el mueble de madera que limitaba el paso del público a las
oficinas del segundo piso de la aduana.
Desde dos ventanales de la pared de concreto
que daban al exterior del edificio, a un lado del acceso principal que comunicaba
con el andén del puerto, observaba el paso de los transeúntes y, entre las
verjas, a los que entraban o subían por las gradas internas desde la bodega a
realizar gestiones con los contadores que revisaban o preparaban documentos de
exportación e importación, o simplemente tenían citas con el coronel Alejandro
Peters, director general de la aduana.
En su ritual de todos los días, la caja fuerte
marcaba el inicio de una nueva jornada de trabajo. En una hoja de varias
columnas llevaba el recuento de todo su contenido, desde las monedas de diez
centavos hasta billetes de cien córdobas, así como dólares, pólizas pendientes
de pago y cheques girados a nombre de la aduana.
Sacó el tesoro en el orden inverso al guardado
para su recuento y chequeo, marcando con el símbolo de verificación las
casillas de las filas y columnas correspondientes a cada denominación o
documentación con lápices de colores diferentes —negro, rojo o azul, según el
caso— con calma y parsimonia. Tiró con sus manos suaves y pulcras de la
manivela de la maquina sumadora para incorporar los números que ingresó presionando
el teclado numérico grande, y observó la cinta de papel registrando las
operaciones.
Al terminar volvió a guardarlo y cerró la caja
fuerte girando tres veces la cerradura de combinación. Era el único de los
empleados de la aduana que conocía de memoria los números y los movimientos que
debía hacer, a la izquierda y derecha, para abrirla. El único instante en que
la caja fuerte permanecía abierta era el que empleaba para el recuento mañanero.
Felipe Álvarez Alvarado, llamado Felipito por
sus amigos para diferenciarlo de su padre Felipe, responsable de la bodega,
acudía a su puesto de trabajo antes del horario establecido. Su casa, ubicada
en las cercanías de la aduana —fue construida por la aduana y asignada a él y
su familia como a otros empleados—, a unos treinta metros de distancia, los que
transitaba caminando sobre un andén de bloques acostados que comunicaba con la
casa de Juan Ramón Acosta y su familia, quien era mecánico y responsable de la
planta eléctrica que brindaba el servicio de energía a las casas de la aduana.
Eran casas gemelas, separadas por un espacio de diez metros, ubicadas frente a
la aduana y del andén del puerto. Por esa cercanía, Felipe llegaba temprano a
su trabajo, primero que los otros empleados, y se encargaba de abrir el candado
del portón metálico que corría sobre rieles y daba acceso a las oficinas.
Por las mañanas, antes de acudir a la aduana,
jalaba agua del pozo ubicado en un costado de la casa. Ese era su ejercicio,
llenar dos o tres tanques de agua y la pileta del baño interior para que no
faltara el agua. Se vestía siempre con camisa manga corta y camisola por
dentro, pantalón de tela, faja del color de las zapatillas que usaba y llegaba
perfumado a sus labores.
Por las tardes, después de las cinco de la
tarde, hora en que Felipe, su padre, tocaba una campana de bronce para anunciar
el final de la jornada de trabajo, se cambiaba de ropa y jalaba agua de tomar
desde un pozo ubicado en una casita de su propiedad cercana a la de sus padres,
pero la preferida, la mejor, era el agua del pozo de sus padres, mis abuelos.
Esa afición, jalar agua, además de un deber para abastecer de agua a su familia
y que la tía Merchú no padeciera de desabastecimiento, fue heredada de mi
abuelo Felipe, quien al igual que él, era un incansable jalador de agua en su
pozo perforado a mano con un fondo de piedra azul. Ese quehacer diario, el
esfuerzo, el ejercicio de sus piernas, brazos y hombros, funcionaba como
terapia al estar sólo con sus pensamientos. “Esta es el agua más limpia y más
fresca de El Bluff”, decía al cargar los bidones de agua hacia su casa,
distante a unos cien metros.
A las doce en punto, luego de las campanadas
que tocaba mi abuelo, cerraba bajo llave su cubículo enverjado, el portón de
acceso y regresaba a casa para almorzar. Mercedes, su esposa, “la tía Merchú”,
lo esperaba con le mesa servida. Cada plato era un agasajo para él y sus hijos:
Rafael, José Manuel y Javier. Era un hombre de buen comer y la tía Merchú se
esmeraba en prepararle los mejores platillos; obtenía las recetas de revistas,
programas radiales y de la TV, en ese entonces en blanco y negro. A esa hora
seguía el ritual de todos los días: entraba al baño, el mismo en el que había
llenado la pileta de concreto con el agua del pozo, sacaba una pana de agua
para lavarse con abundante jabón sus manos pulcras, con toalla de mano se
secaba y salía a ocupar su lugar de cabeza de mesa mientras lo esperaban para
servirse.
Desde el andén del puerto, al pasar frente a la
casa, escuchaba el sonido del contacto de los tenedores, cuchillos y cucharas con
los platos de china en que se servían y comían sin escuchar sus voces. Cuando
los visitaba, y coincidía con el almuerzo o la cena, era invitado a
acompañarlos. Era tan deliciosa la comida que preparaba la tía Merchú que
cuando hablaba con mi mamá le decía que había cenado frijolitos, y mamá se reía,
respondiendo que en casa no queríamos comerlos.
La despensa de la casa del tío Felipe siempre
estaba abastecida con variedad de productos. Muchos de ellos los adquiría en
las tiendas de los chinos en Bluefields y otros a través de los barcos
mercantes que atracaban en el puerto. Entre estos, jamones, pavos, uvas, peras,
manzanas y licores. Después del almuerzo había postre: icacos en miel, pastel
de limón, de piña y sorbete elaborado por las propias manos de la tía Merchú en
su heladora de madera.
Tío Felipe decía con permiso cuando terminaba
de comer, pedía que le pasaran los platos dando las gracias por ello pues era
un hombre educado, no por poseer grandes títulos, sino por la forma en que
trataban a las personas, con respeto y calidez. Con sus hijos era muy amoroso,
nunca vi que los castigara a fajazos o con sus manos, pero cuando hacían
travesuras que lo enfadaban y merecían alguna reprimenda, los castigaba. Eran
castigos que evitaban que hicieran las cosas que les gustaba hacer como andar
en bicicleta, salir a jugar con sus amigos o ver televisión.
En la casa de tío Felipe miraba televisión. Era
un televisor grande en blanco y negro. En ese televisor vi al Apolo XI llegar a
la luna y aprendí que no había aterrizado sino alunizado por la explicación que
él nos daba. También vi varias peleas de Alexis Arguello y de Mohammed Ali. Su
casa era una casa abierta, en la sala con acomodábamos todos los chavalos,
entre primos y amigos, sentados en el suelo, frente al televisor, para ver esos
eventos importantes. Era un espacio pequeño pero acogedor. En ella sobresalía
una foto de él con José Manuel. Estaban en la esquina de Wing Sang y el
fotógrafo los captó desde la calle mientras ellos sonreían en la alta acera. José
Manuel podía tener unos diez años de edad y el tío Felipe menos de cuarenta
porque aún no mostraba canas en su cabello negro ondulado.
Después de una pequeña siesta regresaba
recuperado a sus labores, y la tía Merchú se sentaba en una mecedora de madera
a tejer. Ella tejía de todo, desde centros de mesas, joyeros y cubre colchones,
muchos de los cuales terminaban como regalos para sus amigas o familiares, y
sabía transmitir su arte a chavalas y señoras de esa época.
Muchos chavalos del puerto llegaban a su
oficina dando muestras de buen comportamiento para pedirle dinero, en ese
entonces monedas de 10 y 25 centavos, para luego visitar la tiende de doña
Estercita y Toño Real y gastarlos en empanadas, chicha en botella, leche de
burra, bombones y chingongos. Sin una orden del coronel no les daba ni un
centavo, ni a sus hijos, Javier y José Manuel, porque para él la honestidad era
uno de los principales valores que debía existir en un servidor público, razón
por la cual su trabajo como cajero de la aduana fue intachable en los más de 40
años que desempeñó el cargo.
Todos los sábados, después de arquear la caja,
retiraba el tesoro que resguardaba y llenaba uno o dos maletines de lona y
cuero que cerraba con un candado. Presentaba los documentos al coronel, dándole
los detalles pertinentes sin omitir ni un centavo, para su firma, y partía con
ellos hacía Bluefields en la panga de la aduana, pilotada por Orlando Lacayo,
el panguero oficial, llamado “Chicho” por todos los Blofeños, a efectuar el depósito
a nombre de la aduana en el Banco Nacional. Era lo primero que hacía al llegar
a la ciudad, luego sus gestiones personales, entre compras y visita a sus
amistades. Al final de sus compromisos visitaba a Carlos Chávez Hernández, su amigo de
todos los tiempos. Conversaban amenos y tomaban tragos con sus boquitas
respectivas. Así, Felipito, culminaba su viaje, en una tertulia agradable.
A las cinco de la tarde regresaba a El Bluff. La
tía Merchú, en su larga espera desde el corredor de la casa, divisaba desde la
distancia, al cruzar Half Way Cay, la panga de la aduana y no le quitaba la mirada
hasta que bajaba su velocidad para atracar en el muelle de las pangas de la
aduana, ubicado a un extremo del muelle principal. Desde que miraba su rostro,
antes de atracar, dejaba de hacer lo que estuviese haciendo, leyendo revistas o
tejiendo, o simplemente conversando con las visitas que la frecuentaban y salía
a su encuentro en las graditas ubicadas frente a la planta eléctrica de la
aduana y frente a la casa de los Allen.
“Felipe, Felipe, sabes que te hace daño tomar y
no haces caso”, decía la tía Merchú.
Felipito mostraba una sonrisa plena, sonrisa de
felicidad etílica, mientras ella lo tomaba del brazo y lo jalaba con fuerza
para que su tambalear disminuyera, tratando así que no se notara el vaivén de
piernas descontroladas en el andén de un metro y medio de ancho. A jalones lo
llevaba frente a la casa, a jalones lo hacía subir las gradas hasta el camino
de bloques acostados y entraba regañándolo hasta que lo desvestía y acomodaba
en la cama matrimonial. Felipito dormía
profundamente su sueño etílico.
Al siguiente día volvía a jalar agua temprano
por la mañana y regresaba como nada a sus rutinas en la aduana, sin el horrible
malestar que padece el que bebe alcohol etílico hasta embriagarse.
Era miembro de las comitivas que inspeccionaban
los barcos mercantes que atracaban en el puerto. Abordaban ante un gentío
curioso que se aglomeraba en el muelle, confundiéndose con los estibadores; se
escuchaban saludos, gritos de alegría, citas nocturnas, buenas y malas nuevas
desde el barco y el muelle, mientras la comitiva subía con el inspector de
aduanas encabezándola. La inspección rutinaria se desarrollaba: revisaban
manifiestos de carga, documentos de la tripulación y equipaje, el estado
sanitario, las bodegas y cubierta, y las normas de seguridad, concluyendo en la
cabina del capitán donde eran invitados a degustar platillos para la ocasión y
brindar por el feliz arribo y una placentera estancia en el puerto. Bajaban
contentos con bolsas llenas de regalías que posteriormente compartían con sus
familiares y amistades. Felipito llegaba sonriente a casa después de estas
inspecciones y con regalitos para la tía Merchú.
Cuando el coronel Alejandro Peters Vargas fue
enviado a retiro y pensionado, lo sucedió en el cargo el coronel Juan Ramón
Brenes y Felipito siguió laborando con el mismo esmero y dedicación en su cargo
de cajero de la aduana.
En 1979, a pocos días de la caída de Somoza,
muchos de los altos funcionarios de Bluefields salieron en estampida con sus
familias en barcos, ante la inminente caída de la dictadura, pasando por El
Bluff, al igual que los altos mandos de la Guardia Nacional. Felipito, desde el
balcón de la aduana, los vio partir. Era un gentío que se aglomeraba en la
cubierta de los barcos, diciendo adiós con sus manos y lágrimas en los ojos.
Cuando miembros de la brigada internacionalista
Simón Bolívar llegaron a El Bluff, el Jaque Bazar y brother Ray los recibieron
en el muelle de la aduana. Estos dos últimos asignados por el jefe de los
insurrectos Dexter Hooker.
“Los jefes me enseñaron cartas firmadas por la
comandancia del Frente Sur, estos sí eran grandilocuentes, sobre todo un
negrito chaparrito y barbudo con voz de gigante llamado Kalalu”, recuerda
Dexter Hooker en sus memorias.
Días después, ya con el triunfo sandinista, se
presentaron en la aduana con su atuendo de combatientes guerrilleros.
“Buscamos al administrador”, dijo el barbudo,
dirigiéndose a Felipito con sus manos sobre el fusil Fal que colgaba de sus
hombros”.
Los compañeros de trabajo estaban presentes en
sus puestos, expectantes y nerviosos por la presencia de los guerrilleros y los
rumores que se decían por todos los medios, radio y televisión, de que iban a
ajusticiar a todos los somocistas, y ellos caían en esa categoría por trabajar
en la aduana del puerto.
“El coronel Brenes ha salido del país con su
familia”, respondió.
“Como todos los cobardes”, dijo el otro con la
mano puesta sobre la empuñadura de la pistola que colgaba de su cinto.
“¿Usted es Felipito, el hombre que maneja los
reales?, pregunto el barbudo.
“Si, yo soy”, respondió.
“Abrí la caja fuerte, tenemos órdenes de
llevarnos todo el dinero que encontremos para la causa revolucionaria”, dijo el
pistolero.
“No puedo hacerlo, sólo con una orden del
administrador de aduanas puedo abrirla”, respondió Felipito.
“Déjese de pendejadas, parece que usted no se
da cuenta que hay una revolución, y nosotros somos los que ahora mandamos, Abrí
la caja fuerte o te llevamos preso a Bluefields”, dijo el del fusil Fal con tono
irritado.
Varios de los compañeros de Felipito se
acercaron, con temor a los revolucionarios, para hablarle y convencerlo de que
abriera la caja fuerte.
“Abrí la puta caja o aquí mismo te pongo
tieso”, dijo el de la pistola.
Felipito, pensativo, dio varias vueltas en su
cubículo cerrado por verjas de hierro, pensativo, su mente nublada y sus manos
temblorosas: nunca antes lo habían amenazado hombres armados. Vio sus rostros
de desesperación y odio. Se acercó a la caja fuerte, accionó la llave, hizo los
movimientos de la combinación que solo él conocía y abrió la pesada puerta de
la caja fuerte.
Al ver la oscuridad de su interior, los dos
revolucionarios saltaron sobre el estante de madera que separaba el acceso de
los visitantes con los empleados de la aduana y entraron a su cubículo, al
cubículo sagrado del cajero de la aduana.
“Saca todo el dinero que tenés allí”, dijo el
barbudo del Fal.
“No hay casi nada, talvez unos dos mil
córdobas”, respondió Felipito.
Felipito retiró con su característica
parsimonia el poco dinero que tenía la caja y se lo mostró a los
revolucionarios. Indignados, daban gritos de enojo.
“Hijo de la gran puta, nos estás engañando. Sabemos que aquí hay más de cincuenta mil dólares. Así que de una vez diga dónde está el
dinero”, gritó el de la pistola, haciendo ademanes amenazantes con ella.
“Se lo llevaron, se lo llevaron”, dijo uno de
los compañeros de Felipito. “Se lo llevaron hace días, el administrador salió
embarcado, pero el resto está en el banco”, agregó.
Meses después Felipito Álvarez fue jubilado de la aduana al asumir sus funciones el personal del gobierno revolucionario. Siguió
en sus rutinas, dedicó parte de su tiempo a sus nietos y nietas y visitó a su
hija Dora Luz en el puerto de Corinto. Sufrió la destrucción de su casa por el
huracán Juana y se refugió por unos días en Santo Tomás, Chontales, con la tía
Merchú. Poco a poco lograron reconstruir con el apoyo de Hábitat para la
humanidad, pero nunca volvió a parecerse a su antigua casa.
“Siempre fue un hombre dulce y tierno”,
recuerda su nieta Anielka, pero era mi tía la que nos castigaba.
Le diagnosticaron una hernia en la ingle y fue
operado. En su recuperación, pocas semanas después, siguió jalando agua del
pozo y nunca curó del todo, razón por la que cayó postrado bajo la atención de
la tía Merchú, recuerda Dora Luz.
“Mercedita, tengo ganas de comer un buen
nacatamal”, decía.
“No, Felipe, no, te hace daño”, respondía la
tía Merchú.
“Ay Mercedita, que tal un chanchito frito,
gordito”, volvía con sus antojos.
“Felipe, pareces un niño, sabes que te hace
daño”, decía la tía Merchú.
Y así, postrado en cama, el 23 de febrero de
1999, falleció de un infarto en su habitación con la tía Merchú a su lado.
El hombre que dedicó gran parte de su vida al
resguardo y manejo de los fondos de la aduana de El Bluff, fondos que ascendían
a decenas de miles de dólares en concepto de impuestos por importación y
exportación de mercancías, se rindió a la muerte.
Vive en la memoria de sus hijos Dora Luz, José
Manuel y Javier y de sus nietos y nietas, de sus sobrinos, así como en la de
aquellos que lo conocieron y recuerdan como un hombre honesto, respetuoso,
amigable y de buenas costumbres.
domingo, 30 de octubre de 2022
Foto: Felipito en el parque de la loma de El
Bluff con sus nietos Anielka y Rafael.