viernes, 5 de mayo de 2017

LA BENDITA MANÍA DE REZAR



Rezo todas las noches. Rezar ha sido algo que he hecho a lo largo de mi vida. Desde los tiempos de estudiante en el colegio San José y el Instituto Cristóbal Colón de Bluefields me inculcaron el acto de rezar. Era esperado, si tomamos en cuenta que eran centros educativos gestionados por hermanos cristianos de La Salle, pero fue mi madre, Ofelia Álvarez, la que marcó para siempre la bendita manía de rezar en mi vida.

Mi padre era un marinero convertido con los años en capitán de barcos camarones y al final en un empresario que prosperó como muchos otros a través de la pesca industrial, en la época de oro de dicha actividad en la Costa Caribe, a finales de la década de 1960 hasta la llegada de la revolución sandinista. Como marino y capitán mi padre pasaba la mayor parte del tiempo en alta mar, surcando sus aguas en la afanosa labor de pesca de camarones y, años después, de langosta.

La mayor parte del tiempo, mis hermanos, Tony, Indiana (QEPD), y yo, estábamos solos con mi madre en nuestra casa de El Bluff, una casa de madera de dos pisos. En la segunda planta estaban las habitaciones, tres en total. La casa quedaba frente a la bahía, al lado de la casa de mis abuelos maternos, Manuela y Felipe.

Recuerdo que mi abuela Manuela rezaba con un rosario, pero a mi abuelo nunca lo vi hacerlo, él se entretenía en otras cosas, principalmente en la bodega del patio de la casa y jalando agua del pozo tal como lo he contado en el patio de mi abuela.

Para la época de las purísimas, mi abuela se esmeraba en preparar su altar y celebrarla a lo grande porque casi todas las familias de El Bluff acudían a sus rezos. El entusiasmo y la alegría se apoderaban de mí en esa época, no por los rezos, sino por la tiradera de pólvora, cohetes, carga cerrada, buscapiés y triquitraques, todos estos de origen chino, importados desde la USA, pero cuando llegaba el punto culminante del rezo bastaba una sola mirada de mi abuela para que entrara a su casa a rezarle a la virgen.

En nuestra casa se rezaba todas las noches. Mi hermano Tony y yo teníamos nuestra habitación, la de la parte posterior del segundo piso, la de Indiana quedaba en el centro y la de mis padres en la parte frontal de la casa desde donde se apreciaba desde las ventanas de vidrio el muelle de los barcos camaroneros, el muelle de la Texaco, la salida hacia la barra, la isla de miss Lilian, la isla del Venado y una parte de la bahía de Bluefields. Desde su habitación, mi madre, luego que hablamos cosas cotidianas, nos llamaba a rezar pero cada quién lo hacía desde su habitación, ya en pijama y listos para dormir, porque debíamos levantarnos muy temprano para tomar un barco pospos para salir hacia el colegio de Bluefields.

El ritual era siempre el mismo; persignarse, el padre nuestro, un dios te salve María, la petición de nuestros ruegos y la despedida con la oración del ángel de la guarda. Lo hacíamos todo en coro, siguiendo la voz de nuestra madre. La casa se inundaba con nuestras plegarias y, cuando había tormentas, de esas que poco se ven ahora, con truenos y relámpagos que iluminaban toda la habitación, no dejábamos de hacerlo, pero nuestras voces eran opacadas por la incesante lluvia con sus gotas gigantes sobre el techo de zinc.

Las peticiones las hacíamos por turno, eso creo, pero nunca dejábamos de pedir por nuestro padre ausente, por el pescador, por el marino. Le pedíamos a Dios que le apartara las tormentas en la trayectoria de su faena, que la temporada fuera buenísima con muchas cajas de camarones para que las familias de los capitanes, güincheros, marinos y pavos, mejoraran sus condiciones de vida. Que los barcos no sufrieran desperfectos, que ninguno se enfermara y que todos regresaran sanos y salvos al puerto.

Luego nos quedábamos en silencio y despertábamos hasta que nuestra madre nos llamaba para que nos alistáramos y volver a surcar la bahía hacia la escuela. Al despertar, todo estaba en su lugar, el uniforme, los zapatos, las toallas y, luego del aseo y vestirnos, nos esperaba el desayuno en el comedor ubicado en la planta baja de la casa.

Los domingos íbamos a la misa que se celebrara en la capilla de El Bluff, la misma en la que se casaron nuestros padres. Eran tiempos de chavalos, inolvidables. Recuerdo que para recibir la comunión debía de confesarme con el padre Edwin, un gringo que por muchos años fue el responsable de la capilla. No tenía ningún pecado, pero me confesaba enumerando que había matado loras y pajaritos con un rifle de balín, que me había peleado con Lolo y con Martín (QEPD), mis vecinos, que no le había hecho caso a mi mamá, y sin pensarlo dos veces, el padre Edwin me mandaba a rezar para quedar limpio de pecados.

Lo que más me gustaba de la misa era ver a las chavalas del puerto que vestían sus mejores trajes para la ocasión: a Teresita Gómez, aunque siempre supe que a ella le gustaba Tony, a Lesbia Brenes, bella, elegante con su porte de reina, a las gemelas chinitas, las del comedor que le llamábamos el comedor de Las Chinitas, a Francis Benavides y su hermana Rina, a Rosamaría, cuyos ojos me hipnotizaban, y a otras que la memoria no las atrapa del pasado. ¿Helen, ibas a Misa? Con el tiempo me convertí en monaguillo por la insistencia de mi tía Merchú y en diversas ocasiones tuve que leer la palabra de Dios frente a los concurrentes de la misa con mis manos temblando.

En nuestros viajes de vacaciones a Utila, mi padre nos enviaba a la iglesia Metodista, la iglesia a la que pertenecía toda su familia. El culto era distinto pero principalmente porque era en inglés, porque lo otro, las plegarias y alabanzas era para el mismo Dios. Lo que más me gustaba era el Sunday School porque nos reuníamos con los amigos y amigas de Utila de nuestra época y ellas se mostraban graciosas con sus cantos y en las diversas actividades que se organizaban los domingos. Por las noches, mi abuela Hazel, desde su habitación, en la casa de Papú, mi abuelo Ernesto, nos invitaba a rezar mientras el abuelo Ernesto y tía Natalia creo que lo hacían en silencio.

Con el paso de los años, ya grandecito, fui abandonando mi presencia de las misas. La más emotiva de todas las misas en que he participado, la que nunca en mi vida olvidaré, fue la misa campal que se celebró al anochecer en el cementerio de Utila cuando enterramos a White Bush Hill, mi padre. No pude rezar en esa ocasión, el dolor de perder a mi padre se apoderó de todos mis sentidos y no dejé de llorarlo hasta que mi hermana Indiana, su familia y yo nos quedamos solos y nos abrazamos cubiertos de dolor.

Aunque no esté en el lecho de mi cama siempre rezo por la noches y lo hago en silencio, solo para mí y el Señor. Mi mujer reza en su lado de la cama, con su rosario en la mano, y yo en el mío pero como no me escucha no cree que lo haga. El ritual sigue siendo el mismo que me enseño mi mamá: persignarse, el padre nuestro, un dios te salve María, la petición de mis ruegos y la despedida con la oración del ángel de la guarda. Ahora le pido a Dios que mis padres estén en su reino, iluminados por su luz eterna.

Hace unos años le escribí una carta al niño Dios porque me di cuenta que era necesario enviarle una cartita con mis deseos y motivar a mis amigos para que lo hicieran. Ahora mis peticiones se han ido acorralando a mi entorno. Rezo y le pido a Dios por mis hijos, le pido para que les ayude en la lucha por la vida, que les alumbre el camino porque ya es poco lo que puedo hacer por ellos. Le pido por mis nietos, por mis amigos de siempre cuando están enfermos o tienen problemas, le pido siempre un mundo justo con libertad, en paz y armonía.

Cuando rezo no hago peticiones materiales, la etapa de mi vida en la que luché incesantemente por tener algo material ya terminó, ahora le pido a Dios, a través de la bendita manía de rezar, por lo más prioritario que tenemos en la vida: salud, familia y bienestar, aunque casi siempre los seres humanos tenemos que esforzarnos para lograrlo.


Foto Propia: Capilla de la iglesia Católica de El Bluff.