Es este quizás el ultimo escrito
del año 2022 y forma parte de los más de treinta que he logrado,
pero antes de que cambiemos el calendario, quiero señalar algunas características y anécdotas de los personajes que aparecen en ellos.
Este año, Tapalwás es uno de los
personajes relevantes de mis escritos, don Abraham Rodríguez, que en paz descanse,
iluminado por la eternidad del creador. A Tapalwás lo escuchaba siendo un niño.
Sus palabras, como murmullos llegaban a mis oídos, aún en la inocencia de los 8 años, atento a esa corriente de palabras que empleaba para contar sus
guayolas, a sus poses de narrador empedernido —todo lo narrado era una festín
que se notaba en el brillo de sus ojos, dramatizando los acontecimientos,
imponiendo emoción e intriga— que cautivaba a sus oyentes en cualquier lugar o
escenario donde la ocasión lo llevaba, bien en el muelle de la aduana, en los
corredores del plantel de la Booth, en la esquina de la iglesia católica y, en
su preferido, la casa de doña Juana Angulo, desde la cual observaba desde el
corredor a los viajeros que bajaban y subían las 25 gradas del cuartel de la
guardia y, además, tenía a su disposición los barriles de guaro lija que
distribuía, como agente fiscal, don Octavio Gómez, y saboreaba con agrado en compañía de Victoriano, Masayita o el Africano.
En múltiples ocasiones visitaba
su vivienda por la amistad con sus hijos, principalmente con Germán, llamado
con cariño el Osito (QEPD), y sus hijas, ya mayores, eran hermosas y
amorosas. En su
hogar, el Tapalwás guayolero se transformaba en un señor serio y discreto bajo
la mirada atenta de doña Panchita, su esposa. Allí miraba el balde donde tiraba
sus escupitajos de tabaco y abajo, en la orilla de la bahía frente a la playa
de El Tortuguero, atracado al pie del barranco, su bote de canalete.
Allí está Tapalwás, en Volando sobre Piedras, en Un buen Cazador y en El mejor reloj del mundo. Así como
protagoniza esos escritos lo vi, escuché y admiré. Te brindo la oportunidad
nuevamente para que lo conozcas, que lo escuches, que lo acompañes en ese
puerto de El Bluff que hace muchos, pero muchísimos años, dejó de brillar y
vive en mis recuerdos.
No pueden faltar los Neoguineanos. La gente que vive y trabaja en este vasto territorio de Nueva
Guinea. Gente polifacética, gente aguerrida, emprendedora y capaz de mover y
cambiar las condiciones socio-económicas cuando se lo proponen a su gusto y
antojo. Y lo digo porque lo he vivido, he transitado por estas condiciones
desde el año 1986, primera vez que la visité, donde el aguacero, el lodazal y
la neblina me embelesaron después de vivir en el trópico seco de Juigalpa por
muchísimos años. Fue como volver a mi Costa Caribe, a Bluefields, a El Bluff,
donde llovía todo el año y vivía empapado caminando por el andén, en las travesías
en botes pos pos hacía Bluefields todas las mañanas, en las calles de
Bluefields en el trayecto a clases y a la salida, cobijándome bajo el alero de los
corredores de las casas de sus principales calles.
La Nueva Guinea de esos
años, del inicio de la década de los años 90, inauguraba una nueva etapa en su
desarrollo con personajes que venían de una guerra entre familias, pero
ansiosos de dejar atrás los estragos causados por las balas, las bombas y las
bayonetas para reconstruir su tierra prodigiosa, necesitada de su respeto
porque sufrió del despale indiscriminado, de caminos para llegar al último de
sus rincones con proyectos que transformaran esa realidad que los excluía y
marginaba de las bondades de la paz. Personajes que hoy pintan canas, que viven
en sus parcelas cultivando la tierra que genera una riqueza tan diversa en
distintas épocas del año —granos básicos, raíces y tubérculos, musáceas, cacao,
café, piña, leche, queso, carne, frutales de diversos tipos—, y que aún hoy,
dos décadas después de inaugurar el siglo XXI, padecen los mismos males de
siempre: pobreza, marginación y exclusión, como si estuvieran malditos en su propia
tierra, siendo expoliados por los mismos de siempre: los comerciantes,
acopiadores, prestamistas y banqueros. Es tanto el grado de desencanto vivido que
sus hijos, los herederos de "la luz en la selva" y el futuro soñado, han tenido que emigrar en busca de
mejores perspectivas y ellos, sus padres y abuelos, miran hacia la montaña que
repoblaron con nostalgia en sus ojos y preguntándose: ¿Para qué tanta lucha?
Felipe Álvarez, llamado con
cariño Felipito, el cajero de la aduana de El Bluff, estuvo a lo largo del año
en mis pensamientos hasta que lo vi jalando agua, con aquella calma y
parsimonia que lo caracterizaba, en el pozo de la casa de mi abuelo Felipe, en
la casa de su propiedad ubicada frente al inmenso árbol de Laurel de la India y
en su casa de habitación construida por el legendario ingeniero de la aduana don
Juan Lacayo y cedida para su familia. Felipito, un hombre respetuoso, honrado
al tal extremo de negarle el acceso a la caja fuerte a los guerrilleros sandinistas
triunfantes en 1979 que lo amenazaron de muerte con tal de llevarse el botín.
Un hombre íntegro, amable y
servicial que dedicó su vida al servicio público como cajero sin hacerle falta,
nunca en su vida, diez centavos al arquear la caja. Felipito, el papá de
Rafael, Dora Luz, José Manuel y Javier, llamado con cariño El Tanquecito, otro
de mis grandes personajes de la época en que el puerto fue un lugar soñado. Tanquecito,
le dije hace unos días que me visitó junto con mi otro primo Edwin Cadenas, sos
mi héroe, sí, siempre lo fuiste. ¿Por qué?, preguntó. Porque los Reyes Magos te
trajeron una bicicleta —a todos los chavalos de El Bluff de esa época los regalos
se los traía Santa, pero los Reyes solamente al Tanquecito—, y mientras los
otros, Kalilita, Juan Brenes, los Acosta, Benavidez y varios más, hacían
competencias de bicicleta en el tramo de carretera entre el muelle de la Texaco
y el comedor de la Chinitas, un día me la prestaste y comencé a andar volando al viento por el andén, lleno de dicha y felicidad hasta que después me
compraron una bicicleta qué llamábamos “vaca” que tenía llantas gruesas y
frenos traseros. Siempre fuiste y seguirás siendo mi héroe, volví a decirle y
nos abrazamos.
El mujer mío, como dice un amigo que
forma parte de los hombres afortunados, es y seguirá siendo, a pesar de todos los
desacuerdos y peleas de parejas de toda la vida, una de mis personajes a la
mano. Y poco a poco he logrado ir construyendo ese mundo juigalpino y
chontaleño en que vivió, entre las sombras de sus recuerdos en una habitación
gigante que durante el día desaparecían las tijeras de lona, al lado de sus
abuelos y tíos(as). A pesar de tantos años, 45 años después, sigue siendo la misma de siempre,
terca y una leona de cuando sus hijos se trata.
Y Emiljamary, mi hija, que regresó
a ser feliz nuevamente cuando se vino a vivir a mi casa, de quién respiro todos
los días la dulzura de su corazón y de los dulces que prepara, llamados dulces para el corazón convertida en una creadora de felicidad; colmó mi casa, su casa, con su alegría y su risa, y me llena de
dicha con los abrazos que me brinda cuando corro a su lado por las mañanas apenas
despierta. Mi niña, mi corazón.
Inolvidable mi madre de frijoles,
doña Juana Angulo. Octogenaria hoy, luchadora de toda la vida. La mamá de
Kalilita, uno de los personajes de mis escritos, con el que crecí siendo
amigos, peleándonos, volviendo a darnos la mano y ahora en esta etapa de la
vida nos recordamos de esos tiempos que he ido plasmando desde hace muchos
años. Doña Juana Angulo, su casa, su sala, su cocina, el mostrador donde don
Octavio administraba el guaro lija y ella sus panes, sus pupusas que horneaba y
viajaban por todo el mar Caribe y que mi papá las pedía en vos alta: ¡quiero
una pupusa! Luego se reía a carcajadas y las degustaba, quién no si eran una
delicia, sentado en la inmensa sala donde nunca fue permitido que ninguna
persona que se echara su cachimbazo escupiera en el piso de madera pulido, sino
que eran invitados a salir al corredor. Sus recuerdos, sus nostalgias, están
allí para siempre, imborrable el rifle calibre 22 que dominaba con tanta
destreza que ningún amigo de lo ajeno se atrevía a entrar en su patio para
robarse sus sugar mango.
En los olores y sabores de semana santa regreso a la casa de la abuela Manuela. Al patio, alrededor de una mesa
de madera donde muelen el maíz para después elaborar las cosas de horno,
rosquillas, hojaldras; las risas; los gritos; el fogón en el suelo donde ponían
a hervir los nacatamales especiales que la tía Magdalena les daba ese toque tan
genuino que por ello los llamaban los nacatamales especiales de la tía Magda;
ni el almíbar que preparaba la abuela Manuela con productos todos recolectados
del patio; los pescados secos que el tío Gustavo arponeaba en el muelle de la Texaco
y que desde el lunes pasaban secándose al sol en el tendedero de ropa para que
estuvieran listos ese viernes y preparar el delicioso arroz con pescado que la
abuela Manuela hacía con esmero al estilo hondureño, su tierra de origen.
La alegría giraba alrededor de la
mesa engalanada para la ocasión: manteles, platos, cubiertos, vasos, todo
esmeradamente colocados con precisión, como se hacía todos los viernes santos.
Todos sus sentidos activados percibían el aroma del maíz transformado, el
hervor del perol de nacatamales, el arroz con pescado bañado con una salsa
espesa secreta de la abuela, el dulce del almíbar. Todos ocupaban su lugar
definido en la gran mesa redonda de madera inhalando el aroma de tierra mojada
bajo sus pies después de ser regada con baldadas de agua para bajar la
temperatura a la sombra del árbol de mango, y ahora todos se han ido.
¿De dónde obtuvieron tanta
riqueza? ¿Cómo?, le pregunto al Tanquecito luego de mostrarle la foto que hoy
uso como portada de este escrito. Se queda pensativo y me dice de la madera,
sí, de la extracción de madera en el llamado hoy Caribe Norte cuando existían
grandes empresas madereras que exportaban hacia el norte y otros lugares
dándole contratos a pequeños empresarios. Felipe, mi abuelo materno, originario
de Granada, se trasladó a vivir a Waspán y allí desarrollo sus habilidades en
el negocio de la madera, dándole frutos suficientes para crear y desarrollar la
familia con mi abuela Manuela y de la que hoy sobrevivimos varios primos.
A los estibadores de ganado fue
como si los hubiese soñado. Hombres fuertes, altos, de brazos fornidos,
espaldas anchas y manos callosas. Black creoles de los barrios negros de
Bluefields que viajaban a El Bluff en lanchones, una cuadrilla de hombres
seleccionados para una labor riesgosa, agotadora y violenta: desembarcar de
lanchones y embarcar toros, novillos y vacas en barcos mercantes que navegaban
por el caribe. Allí están observándolos desde el techo de la aduana Kalilita,
Mario Tachita, Zamba Larga, Pilón y, desde el balcón del segundo piso de la
aduana, el coronel Alejandro Peters que sale y entra para vivir los momentos más
emocionantes de la labor de los estibadores de ganado.
A el hombre del bastón lo
encontré en mis caminatas mañaneras por el parque central de Nueva Guinea
recogiendo botellas. Nunca lo había mirado, pero en cada vuelta que daba me fui
fijando en los detalles: el tipo de bastón, su forma de caminar, su rostro, su
piel maltratada por los años y el rincón de una casa cercana donde dormía para
levantarse a las cuatro de la mañana a recoger botellas de plástico o de vidrio
para luego venderlas en los centros de acopio. Un hombre golpeado por la vida
pero que sigue luchando a diario para sobrevivir en este mundo hostil como miles de seres humanos golpeados por la injusticia, la marginación y la explotación.
El hombre que vi una madrugada
caminando en baby doll por las calles cercanas al mercado municipal de Nueva
Guinea es sin duda uno de los personajes más sofisticados de este año. No lo
conocí en su momento ni por muchos años, hasta que un día sin querer me di
cuenta de su identidad que mantengo bajo las llaves de los secretos. Siempre
que nos vemos nos saludamos, sin el saber que yo sé, ahora que su cabello y su bigote se han puesto canosos.
Y, por último, mi personaje más
querido, mi padre White Bush Hill Bush, el capitán. El hombre que nunca me
abandonó, el que siempre estuvo a mi lado en los momentos más difíciles, el que
nunca intentó sustituir mis esfuerzos con su capacidad de amarme, sino que dejó
que me valiera por mi mismo, después de darme todas las oportunidades para
que adquiriera las herramientas que me llevaron a recorrer el camino. El hombre de mar, el navegante, el capitán, el marino, un hombre alegre,
encantador, amigo de mis amigos, y que para estas épocas del año, lo añoro como el niño
que llora ante la ausencia de un ser amado.
Domingo, 25 de diciembre de 2022.
Foto propia: Familia Álvarez.