martes, 13 de enero de 2015

VUDÚ DAYS (Wilson, mi amigo)


Desde que desembarqué en el muelle de las pangas de Bluefields me di cuenta que pasaría un fin de semana inolvidable. El rótulo pintado en la pared superior del galerón que da acceso al embarcadero, dando la bienvenida en español, inglés y misquito, me recordó que pisaba territorio pluricultural y multilingüe, la tierra del “sontín”, del Obeah man y de creencias sobrenaturales.

Este viaje no era como la mayor parte de los que he hecho; lo hacía por la urgente necesidad de ver a viejos amigos y amigas en la última semana del año para despedirme de ellos.

    Tengo que ir para bañarme y lavarme en las aguas en mi vieja playa antes que finalice el año —le dije a ella cuando me vio con las maletas.
    Siempre andas creyendo en esas babosadas —respondió haciéndome la señal de la cruz en la espalda, como siempre lo hace cuando tengo que viajar. — Que te vaya bien —agregó.

Desde el primer día, después de la una de la tarde, me dirigí en compañía de Silvio Lacayo, Silvio, su hijo, y Fabiola hacia una quinta ubicada en las cercanías del suampo de Lara. Un charco de tierra roja explotó en miles de gotas cuando la camioneta negra se desvió del camino para entrar a la quinta. Se escuchó el sonido del aire comprimido de los amortiguadores asentándose en el lodo; los alrededores, grama, postes, alambre de púas y troncos de los árboles quedaron salpicados de rojo.

En el fondo del terreno sobresale el bosque secundario propio de las planicies caribeñas, prevaleciendo la oscuridad y las sombras, pero a medida que la mirada retrocede se observan rayos de luz que como intrusos calientan el ambiente. En el centro, al lado de un ranchito con techo de suita, crecen plantas ornamentales en macetas hechas de bambú colgadas entre ramas  que forman una escalera viva. Se nota el despale selectivo de árboles y arbustos recién plantados con flores de distintos colores a sus alrededores. “Este es tu santuario”, le dije a Fabiola luego que me mostró con exquisitez sus plantas, los cultivos de sandía, tomate y chiltoma que recién comenzaban a germinar.

Un tronco de madera plantado al lado derecho del ranchito me llamó la atención; Silvio Lacayo, el suegro de Fabiola, me llevó a verlo. Una vara cruza el tronco a forma de brazos de los cuales cuelgan macetas con flores como si fueran sus manos; igual en su base y en el borde superior como si fueran sus pies y cabello. En la parte frontal mediana, el tronco tiene puesto dos trozos de poroplast pintados con acuarela en forma de ojos y más abajo otro como si fuera su lengua; una bufanda se sostiene de la vara con un nudo como colgando de su cuello. “Esto es Vudú, es un muñeco de vudú”, le dije a Silvio Lacayo. “Se llama Wilson”, respondió; me tomó una foto a su lado y regresamos al ranchito.

    ¿Por qué se llama Wilson?
    Así le puso don Silvio —respondió Fabiola.
    Por Wilson, el de la película “El náufrago”, protagonizada por Tom Hanks —dijo Silvio.

En la película el actor pinta una cara en una pelota de basquetbol de la marca Wilson con su mano sangrante y la ubica sobre un tronco. El balón se humaniza. La historia es sobre un hombre, el náufrago, que sufre por mantener la esperanza en la soledad de una isla. Su relación con Wilson puede parecer absurda pero es una excusa para vencer el tabú de hablar solo, de vencer el miedo de caer en la locura y es eso, precisamente dialogar con el balón, lo que lo mantiene cuerdo.

En un momento en que se unieron al grupo otros amigos de Fabiola y Silvio, me acerque a Wilson; le confesé mis penas, toqué sus manos, le acomodé la bufanda, pedí por mis deseos. Al despedirme escuché con claridad el susurró del viento al caer la tarde: “ándate tranquilo”.

La conversación de la noche, ante mi insistencia sobre el vudú y luego de disfrutar un exquisito costillar de cerdo asado, giró en torno a temas relacionados con sucesos sobrenaturales como el que contó una amiga presente. “Abrí la puerta del portón del corredor y al encender la luz vi las machas de patas de gato pintadas con sangre en la pared, alrededor de las ventanas y la puerta. Desde ese día mi niña (la jovencita que estaba a su lado) y yo comenzamos a sentir desesperación si estábamos dentro de la casa, sufríamos de un intenso dolor de cabeza, no podíamos estar tranquilas, mucho menos cuando Juan, mi marido, llegaba de sus viajes desde la Desembocadura”.

Todos escuchaban atentos, iluminados por una tenue luz de luna; Silvio me volvía a ver incrédulo. “Sí, es cierto, tuvimos que buscar ayuda para que nos limpiaran la casa, encontraron cochinadas”, agregó la mujer sin dar más explicaciones. Silvio se me acercó al oído y dijo: “alguna querida que tiene en la Desembocadura le hizo el sontín para que dejara a la mujer”.

Los días siguientes los dediqué para visitar y despedir el año estrechando manos y dando abrazos a viejos amigos. A una amiga tuve que gritarle para que abriera el portón de zinc. Luego de saludarla me hizo pasar a su casa y vi cosas tiradas, desacomodadas en la sala: vasos, platos, fotos, muebles, ropa de uso personal y de cama. Al ver mi cara de sorpresa dijo sonriente: “estoy aprovechando que no está mi mamá, estoy botando chunches viejos y hago limpia antes que termine el año”. Recordé las palabras de otra amiga que hacía referencia a la mamá de mi amiga: “mi mamá no nos dejaba visitar esa casa, decía que allí la mujer se dedicaba a hacer cochinadas”.

Visité a mis familiares en el cementerio de El Bluff e hice un recorrido por varias tumbas de familias de antaño y recientes. “Ahora se roban hasta la tierra de las tumbas; las preferidas son de aquellas personas que la gente considera que hacían brujerías”, dijo el Bena. “Desde chavalo recuerdo que al Mexicano lo consideraban brujo, no por su barba colgándole hasta el pecho ni por sus largas uñas, sino porque él alardeaba de sus poderes sobrenaturales. No podía morir, pasó varias semanas en agonía, daba gritos espantosos que se escuchaban hasta la Booth por las noches y una manada de perros que tenía aullaba lamentándose alrededor de su casa. La familia no soportó su agonía y lo trasladaron a uno de los cuartitos que había hecho en el patio para alquilárselo a la Casimira y otras misquitas, te acordás de la Casimira, ¿verdad?”, agregó.

Los tres días que visité El Bluff me bañe, me lavé y me confesé con mi vieja playa. Fueron tres días de sol, luminosos, con una brisa leve que espantó los jejenes y con un oleaje que permitía nadar en sus azules aguas; también ellas se limpiaban al depositar algas a lo largo de la costa. La espiritualidad y paz que encuentro en esa playa me recordó el susurró de Wilson, mi amigo.

El último día regresé en una caponera hasta el muelle de las pangas y allí me encontré a viejos amigos del puerto. Mientras esperaba la salida de la panga hacia Bluefields conversé con ellos; al tocar el tema de la extrema pobreza en que se encuentran, abandonados y sin esperanzas, uno de ellos, el Chaparro de cabello canoso dijo: “todos las fuckin gobiernas, después de la Somoza, no poder hacer nada bueno, ni pesca, ni petróleo, ni marina, nada, sólo babosadas… y nosotros aquí casi muriendo como si desde Managua nos hacer un gran brujería”.

“También tu mamá creía en brujerías. Decía que a vos nada podía enloquecerte porque te había dado una cura que consiguió en Kakabila”, dijo ella cuando regresé del viaje y le conté lo de Wilson, mi amigo. “Nunca se imaginó que este sontín chontaleño te volvería loco”, agregó con su mirada complaciente.


Martes, 13 de enero de 2015

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