martes, 29 de enero de 2013

CIMIENTOS SOBRE ROCA O ARENA


Una vez que los Sandinistas han asumido el gobierno local en el municipio de Nueva Guinea, las excusas esgrimidas —falta de coordinación del gobierno local con el nacional— para explicar la ausencia de los programas que promueve el gobierno central quedaron atrás; están conscientes de ello y su apuesta por el desarrollo local se basa en la réplica de dichos programas a lo largo y ancho del territorio.
           
Nueva Guinea es el municipio con mayor auge económico de la Región Autónoma del Atlántico Sur (RAAS). Es un municipio bendecido por la naturaleza y en progreso permanente por la laboriosa actividad productiva que desarrollan miles de pequeños, medianos y grandes productores que nutren y hacen posible su pujante actividad comercial, desde la doméstica hasta la exportación de rubros agropecuarios que puntean a nivel nacional.
           
En Nueva Guinea los programas y proyectos asistencialistas tuvieron su razón de ser en un escenario de postguerra, una vez superada esa etapa dolorosa por la pérdida de vidas humanas y migración obligatoria, contribuyendo al proceso de pacificación, reconciliación y reactivación socioeconómica y productiva. El fin de la guerra, la cooperación externa, el espíritu emprendedor de sus pobladores y la pavimentación de la carretera entre la ciudad y La Curva, motivaron un crecimiento económico con mayor reducción de pobreza donde los niveles de desigualdad económica no son tan marcados como los que se observan en otros municipios, cargados de miles de familias que viven sufrientes en la miseria.
           
A pesar de ello, existen diversos factores que limitan su desarrollo. La violencia rural y doméstica, inseguridad en el campo, abigeato, trasiego de drogas, desigualdad de género y violación de los derechos humanos, son obstáculos para abordar, de manera integral y con la participación de los diferentes sectores, propuestas de desarrollo que potencien las fortalezas del municipio y mitiguen sus debilidades con el fin de construir “la luz en la selva” que soñaron sus fundadores.
           
En esta etapa del desarrollo económico y social de Nueva Guinea, los proyectos asistencialistas deben focalizarse en las familias que se encuentran en condiciones de extrema pobreza, sin capacidad para emprender con sus propios recursos actividades generadoras de ingresos. Los otros sectores, los pequeños, medianos y grandes productores, requieren políticas públicas que contribuyan a la dinamización de sus actividades económicas, pues la simple réplica de los proyectos emblemáticos del gobierno no es suficiente para ello.
           
Nueva Guinea requiere de una red vial en permanente buen estado; un sólido programa de desarrollo que incluya financiación de mediano y largo plazo dirigido a actividades económicas generadoras de empleo e ingresos; transferencia tecnológica y promoción de buenas prácticas agrícolas; fortalecimiento de redes de acopio y transformación de productos para ser ofertados en mejores condiciones al mercado externo. En ese sentido, es urgente que la carretera entre Bluefields y Nueva Guinea se convierta en una realidad con el fin de promover el intercambio entre ambos pueblos y abrir la ruta marítima hacia el Caribe de los productos agropecuarios generados en el municipio.
           
Tal como lo dijo el cura párroco de la iglesia católica, Mariano Martínez, en el acto de imposición de la banda edilicia a la alcaldesa, profesora Claribel Castillo, “es preciso construir una Nueva Guinea cimentada sobre roca, con valores y principios que tomen en cuenta a todos los sectores, sin imposiciones, con justicia y respetando los derechos humanos”. Los argumentos quedaron atrás, la facilitación del desarrollo sostenible, equitativo e incluyente, se encuentra en la cancha del gobierno local y nacional, de lo contrario su futuro en Nueva Guinea será cimentado sobre arena.

Viernes, 25 de enero de 2013

martes, 22 de enero de 2013

LA PASAJERA


La carretera a La Unión estaba intransitable como todos los años; el tramo de todo tiempo tenía hoyos profundos, lagunas fangosas explayadas y las continuas cuestas mostraban canales chirres que las llantas de los camiones profundizaban. El río Sábalo estaba desbordado por la lluvia y el puente de madera había desaparecido.

Era urgente, inaplazable visitar la comunidad. Con anticipación había acordado una reunión con los comunitarios para abordar diferentes temas. Ni modo, pensé, me voy en el camión IFA; lo esperé bajo el alero de la antigua gasolinera a las seis de la mañana. Desde la esquina opuesta, en la Cruz Roja, escuché el grito de unos campesinos: “¡Apúrense!, ¡apúrense!, ¡ya viene la Pasajera!”, y salieron corriendo, desesperados por abordarlo bajo el aguacero.

Con el pie izquierdo apoyado en la grada de madera, sostenido de dos tubos soldados en la capota y clavados de un tablón en su base, subí de un salto a la boca de “la Pasajera”. Llevaba puesta una gorra, calzaba botas de hule, la mochila en la espalda y en ella colgaba el capote. “¡Avancen hasta el fondo!”, gritó el ayudante. Las bancas paralelas al camastro estaban ocupadas, llenas de pasajeros y, desde la calle, subían sacos, cajas y bultos sobre la capota metálica.

“¡Avancen!, ¡avancen hasta el fondo!”, volvió a gritar el ayudante. No divisaba el fondo pero comencé a avanzar, abriéndome paso entre roces de hombros y mochilas, pisando botas de hule y de guardia, maletas y sacos acomodados en el piso de madera. A unos dos metros del invisible fondo me sostuve de un tubo aéreo adherido a lo largo de la capota y el camión inició su marcha provocando un apretujón entre los pasajeros que íbamos de pie. Desde el fondo y los lados del camastro entraban leves rachas de viento que se mezclaban con las pláticas y los penetrantes aromas internos.

En la colonia El Verdún subieron pasajeros obedeciendo los gritos del ayudante; en el arrancón, por la presión ejercida desde la entrada, quedé frente a frente, pegadito a una pasajera. Su cabello negro, corto y liso, pelo de lluvia, quedaba a la altura de mi pecho, de su hombro izquierdo colgaba una cartera y vestía camiseta de cuello con pantalones jeans ajustados. Sentí la fragancia de su cabello, la esencia de su perfume, el contacto con sus altivas caderas, el roce de sus pechos anulares en mí costado y, tras cada zangoloteo, sus muslos se enmarañaban en danza con mis piernas, agarrándome de la cintura hasta despertar de su siesta mis sentidos.

“Disculpe, es incómodo viajar en estos camiones”, dijo después de un trayecto, levantando la mirada iluminada de sus ojos negros almendrados. ¿Vas hasta la Unión?, pregunté. “Sí, a visitar a unos familiares”, respondió sujetándome. Su respuesta alivió el camino en el camión que nos zarandeaba con su crujir en un constante y festivo roce de cuerpos. Los gritos, las pláticas y los aromas que al inicio obnubilaban el viaje fueron desapareciendo ante el hechizo revoltoso de la pasajera. Cuando el ayudante anunció la llegada a La Unión, después que bajaron todos los pasajeros, los de a pie y los de las bancas, fuimos los últimos en salir de las entrañas de  “la Pasajera”. “Hoy mismo regreso, en el de las tres de la tarde”, dijo al brindarle la mano para que se apoyara.

Me dirigí a mis quehaceres. Estaba en la reunión con los comunitarios cuando el camión de las tres de la tarde salía hacia Nueva Guinea. “Falta el otro, el de las cinco”, dijo el coordinador del Comité Comunitario al ver que estaba pendiente del IFA. “Allá va la pasajera”, pensé.

Al regresar, antes de llegar a La Ceiba, el camión de las tres de la tarde estaba pegado a un paredón del camino, con sus costados desbaratados, llenos de lodo, accidentado. “Nadie murió, pero hubieron varios quebrados”, dijo un chavalo que lo cuidaba. El resto de viaje, acomodado en la banca, el ayudante y los campesinos comentaban sobre el abandono y falta de mantenimiento de los caminos rurales por parte de las autoridades, en la responsabilidad e impunidad que tienen ante los accidentes y pérdidas humanas. Escuchándolos pensaba en la incomodidad de viajar en los camiones IFA, en la pasajera y el zangoloteo de ida a su lado, pidiéndole a Dios que no estuviera fracturada.



martes, 15 de enero de 2013

EL AUTOMOVIL Y LA CALIDAD DE VIDA


Todos los días de semana, después de las cinco de la tarde, el hashtag #TraficoNI en Twitter es utilizado por miles de personas para comunicar la saturación del tráfico vehicular en la ciudad de Managua y sugerir el uso de vías alternas. Los Tweets son geniales y muchos reflejan el grado de ansiedad por el que pasan los conductores.
           
Se estima que en Nicaragua se venden anualmente unos trece mil autos nuevos y esta cifra se incrementa un treinta por ciento anual. Un elevado porcentaje del ingreso es destinado a la adquisición y uso de este producto, a tal grado que ha llegado a ser, después de la vivienda, el segundo de los bienes en importancia económica, medida por la cantidad de recursos que se destinan a su producción y consumo.
           
Para calcular el volumen global de consumo de bienes y servicios implicados en esta actividad debemos tener en cuenta: a) los automóviles, con todo lo que implica su producción y utilización por los usuarios; b) su transporte, distribución y comercialización; c) los lugares donde se guardan y protegen en las residencias de sus poseedores, y los lugares públicos de estacionamiento; d) los terrenos de alto valor que se utilizan en ello (aproximadamente un 30 por ciento del espacio urbano en las grandes ciudades); e) los repuestos y accesorios; f) el tiempo que se emplea en su manutención, limpieza y reparación; g) la producción, distribución y consumo de combustibles, aceites, neumáticos y los demás elementos indispensables para su funcionamiento; h) la gran cantidad de talleres mecánicos y eléctricos donde se efectúan servicios de mantenimiento y reparación; i) el personal y los recursos destinados a regular el tránsito vehicular, los semáforos y sistemas de control; j) los seguros contra accidentes y robos; k) los accidentes de tránsito (una de las principales causas de muerte y que dan lugar al uso de un elevado porcentaje de los presupuestos de salud) y l) la construcción, manutención, utilización y ampliación de calles y carreteras.
           
Estas actividades han sido y, tal parece ser, seguirán dinamizando la economía, contribuyendo en un alto porcentaje en los indicadores de crecimiento de la producción y consumo. Pero, ¿constituye realmente un proceso de desarrollo si lo evaluamos desde las personas y la comunidad, que son el fin último de la economía?
           
En cuanto a necesidades, la más importante que atienden estos bienes y servicios es el transporte y desplazamiento de las personas. Pero a medida que aumenta la cantidad de automóviles que se desplazan por Managua, la satisfacción marginal (la que proporciona cada nueva unidad de producto que se utiliza) va disminuyendo rápidamente porque la introducción de cada vehículo en el sistema de transporte incrementa la congestión del tránsito de tal modo que disminuye la velocidad media de circulación.
           
En las horas pico, la velocidad media de circulación oscila entre 10 y 20 kilómetros por hora y, si consideramos el tiempo que las personas dedican a estacionar, lavar, mantener, reparar y utilizar sus automóviles, y se lo divide entre la cantidad de kilómetros que las personas se desplazan en ellos, se llega a cifras del orden de 5 a 10 kilómetros por hora, esto es, tanto como desplazarse caminando.
           
Cualquier aumento adicional en el consumo de automóviles disminuye aún más la utilidad neta de ellos, medida según la satisfacción de necesidades humanas que proporcionan, y aumentan los costos globales implicados en la satisfacción de esta necesidad (ensanchamiento de calles y carreteras, espacios de estacionamiento y accidentes de tránsito) así como el aumento del ruido, el impacto sobre el medio ambiente y las consecuencias a nivel de salud física y psicológica de las personas.
           
Es cierto que, en sentido inverso, no se ha planteado la satisfacción de otras necesidades, además de movilizarse, que proporciona el automóvil a sus propietarios, como las relacionadas con el prestigio social (¡conducir un Four Wheel Drive en la ciudad!), sobre el cual, dicho sea de paso, habría mucho que decir respecto a la calidad de satisfacción que se obtiene de esa manera.
           
Es de esperarse que a futuro se dicten medidas de restricción a la circulación de vehículos  —que tienen el mismo efecto que una disminución del consumo— para mejorar la eficiencia global del transporte en Managua y concitan la adhesión de los usuarios afectados por la misma restricción tal como hoy lo manifiestan en Twitter.


Lunes, 07 de enero de 2013
Ronald Hill A.

martes, 8 de enero de 2013

EL PATIO DE MI ABUELA


En el patio de la casa de mi abuela Manuela, en el Bluff, había diversos tipos de árboles y plantas, era un patio lleno de vida. Al fondo, en los límites resguardados por láminas metálicas hechas con barriles de combustible, predominaban los Cocoteros, eran altos y sus frutos tan grandes que debía tener mucho cuidado al jugar debajo de ellos. En ese punto, después del almuerzo, mi tío Pablo —vivía en Bluefields pero trabajaba en el puerto— con machete en mano, partía en dos los cocos germinados para que degustara las porosas, dulces y jugosas “manzanas de coco”. Frente al escusado había un frondoso, productivo y siempre florecido árbol de Limón de Castilla que perfumaba los alrededores. Allí, sentado con la puerta abierta, lo admiraba hasta evacuar el último submarino que elevaba rutinariamente los estratos de depósitos familiares.

No había pasillo ni andén de concreto para llegar hasta el fondo, pero seguía el curso de piedras chatas acomodadas en el suelo que aligeraban el trayecto sobre la pendiente, igual que dos muritos de madera que como acequias retenían la tierra y frenaban el curso de las aguas. Bajando en dirección a la casa, un árbol de Fruta de Pan y otro de Castaño nos cobijaban con sus sombras y, en temporada de cosecha, degustábamos sus frutos: castañas cocidas, calientitas por las tardes y, en el almuerzo o cena, fruta de pan cocida con leche de coco, en rondón o frita en rodajas. Otros árboles generosos de frutos eran jocotes, papayas, marañones, naranja agria, coyoles y caña piña. Con estos la abuela preparaba curbasá con entusiasmo para la semana santa y el resto del año los mantenía en conservas.

En esa parte, arribita de la acequia, al lado derecho, estaba el gallinero. Nunca faltaban los “huevos de amor” para el desayuno ni los antojitos de mi abuelo Felipe —arroz aguado con pollito, su sopita de gallina— porque mi abuela se esmeraba en el cuido y manejo de las aves: cambiaba con frecuencia la cama, mantenía llenos los comederos y los bebederos, y estaba pendiente de las gallinas culecas para empollarlas en los nidos. Más de cincuenta aves eran llamadas por las tardes con una incesante imitación del cacaraqueo hasta que entraba la última. El comportamiento de las gallinas en el gallinero era empleado en los consejos de mi abuela: “la vida es como un gallinero, los de arriba siempre cagan a los de abajo”, repetía sabiamente.

Al lado izquierdo, separado unos quince metros del caminito y del gallinero, había una bodega. En ella se entretenía mi abuelo Felipe, todas las mañanas y por las tardes, después que regresaba de la aduana, revisaba los cachivaches antiguos que allí mantenía. Rafael, el amante de la mar y el río, en las pláticas que ahora añoro, siempre decía que el abuelo se esmeraba con su bodega porque allí escondía sus botellitas de guaro lija, lejos del alcance de mi abuela. Daba vueltas y vueltas a las cosas hasta que anochecía y salía chiflando. “Cuando supo que me iba a casar, me mandó a llamar. Estaba en la bodega, revisa y revisa, acomodando las cosas. Al verme se detuvo y dijo: Ahora sí que la cagaste, vas a coger por obligación”, contaba Rafael.

Luego de ese tramo, después del murito, seguía el de menor pendiente, el más florido del patio de mi abuela. Cerca del gallinero había un árbol de Guayaba, de esas que cuando verdes su pulpa es roja. La abuela lo cuidaba como a la niña de sus ojos y con los frutos preparaba la jalea de guayaba más rica del mundo;  con ella siempre adornaba en vasos de vidrios la mesa redonda del comedor. Bajo la sombra de sus hojas estaba el jardín de plantas culinarias y medicinales: orégano, albahaca, zacate de limón, cilantro, yerbabuena, frijolitos de vara, chiltoma, tomates, yuca, quequisque, guineos y el rey de los chiles: el chile de cabro. Todas se mantenían verdes y florecidas porque con la cama del gallinero los aporcaba y, en los pocos meses secos —marzo y abril— eran regados con el agua del pozo que quedaba al lado.

El pozo era el santuario de mi abuelo Felipe. Desde la cocina lo observaba jalar agua; con la mirada disipada en la profundidad de sus pensamientos escurría el balde de agua en los barriles hasta concluir llenando los que mantenían en la galera donde se lavaba y colgaba ropa a secar. Era un pozo con delantal, brocal y tapa de concreto, y todos consumíamos su agua que brotaba de piedra azul. Desde su casa, mi tío Felipe acarreaba agua para beber, igual que nosotros en la casa de mis padres, situada al lado de la de mis abuelos. “Es el agua más pura del puerto”, decía mi tío Felipe. Con los años, estando más viejo, mi abuelo dejó de jalar agua porque instaló una bomba eléctrica con la que succionaba el agua y llenaba los barriles, lo que le permitía entretenerse más en su bodega.

Al lado izquierdo, en ese mismo nivel del patio, dos grandes árboles nos cubrían con sus ramas. Uno de Manzana de Rosa y otro de Mango, una variedad rara, de fruto redondo y dulce que no recuerdo su nombre. Nunca subí a esos árboles a cortar sus frutos, para ello mi hermana, Indiana, era especialista. En un abrir y cerrar de ojos se subía hasta la cubre, se deslizaba entre las ramas como iguana, y tiraba las manzanas y los mangos que atrapaba con un saco extendido. Cuando mi mamá se daba cuenta que estaba arriba de los palos le gritaba: ¡chavala jodida!, ¡deja de ser chimbarona!, y se bajaba en un santiamén como que nada había hecho.

En unas grandes piedras, azules como el mar, situadas antes de bajar las gradas hacia la cocina de mi abuela, nos reuníamos por las tardes bajo las sombras de los árboles. Todo el patio era un mundo lleno de vida, de juegos y entretenimiento porque a los chavalos nos ponían a rastillar y recoger la basura que se generaba por la acumulación de hojas. Era un patio productivo y recreativo, aunque en esos tiempos nadie hablaba de “economía de patio” o de “hambre cero”; menos aún de que se recibiera apoyo del gobierno. No señor, nada de eso, para apoyo bastaban las ganas de cuidar y ver florecido el patio de mi abuela.

Lunes, 07 de enero de 2013.