sábado, 21 de enero de 2017

UN DÍA DE ANIVERSARIO


Joaquín Balles despertó con la detonación de la pólvora, el resonar discrepante de los chicheros y los gritos de los acompañantes entusiastas de la diana que pasaban por la calle polvorienta de su casa ubicada en la zona 2. Su reloj de pulsera —un Seiko 5 Stainless Steel que Rosalba Gámez, su mujer, le había regalado en su segundo aniversario de matrimonio— marcaba las 4:30 de la mañana. Se volvió y la vio en posición fetal al lado derecho de la cama, cubierta por la luz del amanecer que se infiltraba entre las rendijas de la pared de madera. Sin pensarlo, porque siempre lo hacía como un acto reflejo, se aferró a su cintura, pegándosele a las caderas de guitarra que lo hipnotizaron desde la primera vez que la vio bailar música disco en la discoteca Eclipse 2000.

    Mi llave maestra, ¡estás calientito! —dijo Rosalba al virase hacia él.
    Mi cajita de herramientas, volvé a dormirte —contestó Joaquín al levantarse. —Me voy a alistar para regresar al mediodía—.
    Te voy a tener listo el almuerzo de aniversario —contestó Rosalba y volvió a la posición fetal.
    No amor, mejor almorzamos en la barrera —dijo al tomar una tolla.

Joaquín salió al patio en calzoncillos, caminó con sus chanclas sobre una alfombra roja natural, corrió el plástico negro del baño, se echó varias panadas de agua amanecida. La explosión en el piso embaldosado alborotó una nube de cotorras que alzaron vuelo, cantando desde las ramas de los árboles de pera de agua que lo cubrían. Con la toalla se removió el frío de la mañana y, por un instante, se sintió el hombre más dichoso de Nueva Guinea.

Regresó al cuarto, se vistió para el trabajo, calzó sus botas de guardia y besó con sutileza la mejilla a Rosalba para no despertarla. En la cocina se preparó una taza de café y calentó frijoles fritos con una tortilla para desayunar. Se sirvió el plato y antes de probar un bocado se puso a orar: “En este nuevo día te alabo Señor y bendigo tu nombre, te doy gracias por mi esposa y por el trabajo que puedo realizar día a día. Dame sabiduría para que pueda mantener la calma al pasar el día siendo paciente en todo lo que deba realizar. Te pido que protejas a mi familia cuando entran y salen del hogar, cuídanos y líbranos de todo mal, que seas escudo alrededor de nosotros. Gracias por estar a mi lado, por las oportunidades que me das, por las puertas que se abrirán hoy, gracias por darme tu amor y tu bendición. Amén”. Consumió sus alimentos y se asomó al cuarto. Rosalba dormía en la misma posición.

Abrió la puerta del zaguán, se montó en su jeep WAZ destartalado y al retroceder vio en el asiento trasero el saco de bramante donde había guardado la tarde anterior el utillaje de béisbol que utilizaba con sus amigos para jugar perreras en el estadio. Le dio pereza bajarse y por el apuro de llegar al taller decidió llevárselo. Salió de su casa, subió la cuesta de la escuela, cruzó la pista de aterrizaje, dobló en la esquina del banco y se estacionó en el galerón del taller de Chepe Encendedor.

    Madrugaste—dijo Chepe Encendedor al verlo.
    Sí, me despertó la diana—respondió al ver que eran las 6:45 en el reloj Seiko.
    Estamos de fiesta, hoy se cumplen 20 años de fundación de Nueva Guinea—dijo Chepe Encendedor al abrir la bodega de las herramientas.
    Voy a trabajar hasta el mediodía —dijo al entrar a la bodega.
    ¿Vas a ir a la barrera?
    Sí, con Rosalba, estamos de aniversario —respondió con una gran sonrisa en su rostro.
    Es cierto, felicidades —dijo Chepe Encendedor y se retiró hacia la tienda de repuestos.

Joaquín Balles encendió el bombillo e hizo una inspección panorámica en la bodega. Frente a él, en la pared del fondo, vio las tablas manchadas por la constante manipulación de las herramientas con manos grasosas. En una hilera superior, las llaves planas de dos bocas estaban sostenidas por clavos, ordenadas desde la numeración más baja hasta la más alta. En la hilera del centro, ensartados en una tablilla, los desarmadores de estrella y de tuercas formaban la figura de un escaleno rectángulo siguiendo el curso de su mirada hacia la derecha, y en la inferior, los martillos, mazos, tijeras corta chapa y sierras de metal descansaban en tablillas clavadas de la pared. A su izquierda y derecha vio los cajones tapados. “Todo está en orden”, pensó. Tomó una escoba y procedió a iniciar la limpieza.

    ¡Joaquín!, ¡Joaquín!—escuchó la voz de Chepe Encendedor llamándolo.
    ¡Aquí estoy! —respondió, asomándose desde la puerta de la bodega.
    El camión de Piña se descompuso en la bajada del Perro Negro.
    ¿Quieres que vaya a rescatarlo?
    Sí, sí, pero esperemos que venga uno de los ayudantes.
    ¿Qué le pasó?
    No me dijeron. Llévate una caja de herramientas, la gata hidráulica, sierras y lo que creas necesario.

“Ojalá no sea algo serio, no puedo fallarle a Rosalba”, pensó. Alistó las herramientas y las colocó en la parte trasera del jeep WAZ. Moncho, uno de los ayudantes de mecánica que laboraba como aprendiz en el taller, apareció y le pidió que lo acompañara.

    Me llevo a Mocho —le dijo a Chepe Encendedor cuando encendía el jeep.
    ¿Llevas lo necesario?
    Eso creo —respondió y salió de la galera
.
Se detuvo en la esquina de la pista de aterrizaje, dobló en dirección hacia la alcaldía y bajó por la cuesta de la Policía hasta llegar a la gasolinera de don Jesús Balles. Dos camiones estacionados en sentido contrario no le permitieron doblar hacia el puente del río El Zapote. “El primer atraso”, pensó y se bajó del WAZ para ver qué sucedía. Caminó hasta encontrarse en el centro de la calle, a ambos lados de los camiones.

    ¡Hermano Joaquín! —dijo uno de los conductores.
    ¿Qué sucede?
    Nada, Joaquín, estoy esperando pasajeros.
    ¿Y a ése que le pasa?
    Están descargando productos para la veterinaria de al lado.
    Hermano, adelántate un poco, déjame pasar que llevo prisa.

Manuel movió el camión unos metros hacia adelante. Joaquín avanzó despidiéndose de él con las manos por encima de la capota y pitándole. “Ve que frescos son estos choferes”, le dijo a Mocho y aceleró. No se detuvo en el puente de El Zapote porque la vía estaba libre y siguió avanzando hasta el empalme de El Verdún. Vio su reloj Seiko y marcaba las 9 de la mañana. “Agárrate fuerte”, le dijo a Moncho y volvió a acelerar al doblar el empalme. El río La Sardina lo pasó volando, dio un frenazo en el empalme de Yolaina porque varias personas cargaban sacos de yuca en un camión. Escuchó los gritos y saludos al pasar, no respondió pero hizo señas. Manejaba concentrado en la carretera de macadán y, al doblar en la vuelta de la finca de Donald Ríos, volvió a acelerar a fondo para subir la cuesta. “Agárrate”, le dijo a Moncho. Una mujer con un niño en sus brazos le hizo parada en El Paraisito, disminuyo la velocidad y, sin detenerse, le gritó que iba hasta El Perro Negro. “Si no tuviera tanta prisa le daría raid, pobre mujer”, le dijo a Mocho que iba aferrado como garrapata en el asiento. “Ya estamos cerca”, respondió Moncho sin dejar de sostenerse. En la bajada comenzó a frenar, las fricciones del jeep chillaron y, al dar la primera vuelta, antes de la alcantarilla, vio al camión varado a un lado de la carretera.

    ¿Qué sucedió? —le preguntó Joaquín al chofer del camión.
    De pronto escuché un ruido feo y casi me salgo de la carretera —respondió el chofer.
    Trae la caja de herramienta —le indicó a Mocho.

Joaquín se colocó de cuclillas frente al guardafangos izquierdo del camión para inspeccionarlo. Con su mano derecha tomó la barra de la dirección y, al moverla de abajo hacia arriba, descubrió que la muñequilla estaba desprendida. Se dio cuenta que debía improvisar para trasladar el camión hasta el taller.

    Es la muñequilla —dijo al levantarse.
    ¿Qué hacemos? —preguntó Mocho.
    Hay que sostenerla para trasladarlo al taller —respondió.
    ¿Te sirve un hule de neumático? —preguntó el chofer.
    Si, con eso la volvemos a acomodar—respondió Joaquín.

Mocho acomodó la gata, suspendió la llanta y Joaquín la removió. Procedió a enganchar la muñequilla y con el hule, cubriéndola varias veces con la barra, la volvió a fijar. Miró el reloj y se dio cuenta que eran las 11 de la mañana. Rosalba se debe estar alistando, pensó.

    Te esperamos en el taller —le dijo al chofer.

“Eran las doce, mediodía cuando lo vi entrar al taller. Me puso al tanto de lo que habían realizado. "Listo Chepe", me dijo y le dije que se fuera por su compromiso de aniversario, que nosotros íbamos a reparar el camión. Se fue contento, no bajó la caja de herramientas, se las llevó en el WAZ por la prisa. Supe de él hasta entrada la nochecita, cuando me dieron aviso de lo sucedido”

*

“Iban a ser… no, prácticamente ya eran la dos de la tarde cuando los vi salir de la casa. Ella iba elegante, elegantísima… estaba de estrenos, no le había visto esa ropa, parecía nueva, el pantalón y la blusa… se miraba radiante… se había alisado el pelo, lo tenía más largo, por debajo de los hombros… llevaba puesto tacones altos, de eso estoy segura porque vi a Joaquín que la tomó del brazo para que se subiera al WAZ, y me dije yo misma, ve que hermosa es la Rosalba… fina toda ella con esas caderas de guitarra, para que, iba bella y contenta. Desde allí… de esa esquina del corredor… la vi pero sólo él lo notó y me dijo adiós de manos. Más tarde, como a las cinco sólo la vi a ella, triste… llorando la pobre después de lo que pasó, que desgracia”. (Doña Chica, vecina de la zona 2).

“Yo estaba en la pista de aterrizaje, eran pasadas las dos de la tarde, lo sé porque esa es la hora en que Payín suelta a sus bueyes para que pastoreen. Vi que el WAZ subió por el lado de la casa de Allan Forbes, allá del otro lado. Yo estaba platicando con Payín, Joaquín nos dijo adiós, preguntó si íbamos a ir a la barrera y se fue por la mitad de la pista en dirección a la barrera de toros. Minutos después se dio la tragedia”. (Fermín, ayudante de Payín, frente al estadio de béisbol).

“Estábamos en uno de los chinamos, no recuerdo si era en el de la Blanca Cagona o en el de la Tres Pedos, estábamos varios desde temprano, eso estaba que pujaba, alegrísimo, imagínate, el mero 5 de Marzo, le hacíamos rueda a una flaca, una mujer de al saber que colonia era, la cosa es que la flaca andaba con sus cervecitas, era una fiera suelta, bailaba con uno y con el otro, los sacaba, se les pandeaba, les quebraba las caderas en la cara, los tiraba al suelo, les pasaba el gancho encima y les ponía el chuche en la cara, jajá, vieras la gritería de la gente, de los hombres y las mujeres, estábamos alegrísimo hasta que llegaron unos chavalos gritando que había un muerto y todos nos salimos para verlo”. (Charrascón, sentado en una banca del parque central).

“A mí me dieron ganas de ir a la barrera desde temprano. Era un día especial, un día de aniversario, de alegría, de conmemoración, de festejar la lucha por estos sueños de lograr un pedacito de tierra para trabajarla. Por la mañana me fui con otros fundadores a la marcha, vieras que lindas las carrozas, las muchachas desfilando, la gente, todo bien bonito. Después anduve en el acto, allí me encontré con otros fundadores y pasamos un rato alegre, recordando todas las penurias que pasamos en esos primeros años de fundación. Fue un día muy especial, la cosa es que agarré para la barrera como a eso de las dos de la tarde. Me fui caminando por la calle central, pasé por el parque y caminé hasta el hotel de Cruz Robles, el Nueva Guinea, de allí doblé a la izquierda y salí a la pista, propiamente en la esquina de Moncho Robles. La verdad es que esa calle es puro Robles, yo la llamo la calle de los Robles, porque allí viven la Hilda, Cruz y Moncho. Yo que doblo la esquina en dirección a la barrera cuando veo el alboroto alrededor de un WAZ: una mujer hermosa está pegando gritos porque unos hombres la están manoseando. De pronto dejé de ver lo que pasaba porque un camión de los de Moncho se parquea frente a la casa, da la vuelta, y cuando sale de mi vista, cuando entra al garaje, veo a un hombre tirado en el suelo, a un lado del WAZ, y a los otros, los que también manoseaban a la mujer, dando carrera hacia la barrera. Después me di cuenta de lo sucedido, fue algo trágico y, lo peor, en un aniversario, en un día tan especial”. (Cid Torrentes, fundador de Nueva Guinea, en el patio de su casa de la zona 3).

“Clarito lo recuerdo. Me encontraba en el corral, ayudando a apartar los toros para la monta. Allí estuvieron un buen rato, viendo los toros, haciendo bromas entre ellos. Entraban a uno de los chinamos, se quedaban un rato y volvían a salir con cervezas. La barrera ya se había llenado, estaba casi a reventar, la gente de las colonias seguía llegando en camiones y la del pueblo se desbordaba por la calle del instituto. La montadera ya había comenzado, los chicheros sonaban y la tiradera de cohetes estaba en lo fino, por eso me extrañé cuando vi que agarraron para el lado de la pista, cogiendo por la esquina del terreno baldío. Andan bolos, pensé y lueguito la noticia que había un muerto… un muerto que poco antes estaba a mi lado en las reglas del corral”. (Chico Yegua, montando un caballo que doma por las calles).  

“Después que salió del taller fue a buscar a Rosalba. Cruzó la pista y se los encontró a los tres, andaban tomados. Le hicieron parada, pero como no les hizo caso, no se detuvo, le gritaron barbaridades. Parece que querían que los llevara a los chinamos, al lado de la barrera. Llegó a la casa y Rosalba estaba lista. En un lado de la cama le había apartado la ropa que se iba a poner. Se metió al baño y rapidito se vistió. Ella estaba tan linda que tuvo que frenarse porque se hacía tarde y tenía mucha hambre. Se fueron por el centro de la pista en dirección a la barrera. En el fondo se escuchaba la alegría, los chinamos, los chicheros y la tiradera de cohetes. Parecía un hormiguero de gente la que se miraba en los alrededores, bajando de camiones, caminando hacia la barrera, un movimiento increíble, la fiesta de su tercer aniversario ya había comenzado. Se lo comentó a Rosalba, le regresó la mirada envuelta de ilusión, sus ojos brillaban de alegría, le acarició la pierna y se dieron un beso en el trayecto. Poco antes de llegar a la barrera se le ocurrió parquearse frente a la casa de Moncho Robles, siempre del lado de la pista. Rosalba se bajó del jeep y, cuando él lo hacía, vio que se acercaron los tres borrachos que le habían pedido raid, los que le gritaron groserías. “Tan creído que sos hijo de puta”, le dijo uno de los tres. Trató de calmarlos pero se acercaron a Rosalba, dos la tomaron de los brazos y otro le tocó las nalgas. “¿Te gustan Montoyita?, ¿Cómo las sentiste?, ¡Tócaselas otra vez!”, le decían al que la había tocado, al tal Montoyita y se le nubló la mente, le temblaron las manos, se quedó sin reaccionar por un segundo y el tal Montoyita agarró a Rosalba de la cintura y comenzó o moverse haciendo vulgaridades. Rosalba gritaba, lloraba y reaccionó: dio la vuelta, vio el saco con el utillaje de béisbol y la caja de herramientas en la parte trasera del jeep, agarró el saco y sacó el bate. El Montoyita estaba de espalda cuando dio la vuelta, Rosalba estaba angustiada, ¡déjala ir!, ¡suéltala!, le gritó y los otros dos quisieron agarrarlo, pero sin pensarlo, sin mucha fuerza, le dio un batazo en la nuca y cayó redondito al lado del jeep. Al verlo, los otros dos salieron corriendo para la barrera y abrazó a su Rosalba que temblaba de horror”. (Chepe Encendedor, cuenta que eso le dijo Joaquín en la cárcel el día que lo echaron preso).

“En esos años, para esa época, no existía la fiscalía ni medicina legal, sólo el juez y la policía, claro, también los abogados. Imagínate como era la cosa que Chilo, el abogado, era juez, abogado defensor y acusador a la misma vez, estás claro. Al bateador, el que batió a Montoyita, a Joaquín, se lo llevaron para la policía, lo echaron preso. Resulta que el papá del muerto, de Montoyita, José Reyes, lo fue a visitar a la cárcel porque eran amigos, compañeros de la misma iglesia. Todo el mundo conocía a Montoyita, era pendenciero, y cuando andaba tomando se ponía peor. Mirá José, hermano, yo sé que la embarré todita, te aseguro que no le di duro, sólo lo quería detener, no podía soportar que le tocara las nalgas a mi mujer, le dijo Joaquín el día que lo fue a ver. Yo creo que al final lo perdonó, pero aunque le hubiera dado sin ganas, despacito así como dijo Joaquín, ¿cómo iba a aguantar si le dio con un bate hechizo, hecho a mano de Cortez, de esos que son pesados? Con el tiempo Joaquín se convirtió en un reo de confianza, era un tipo querido en el pueblo, era servicial, amable y muy evangélico. Una mañana, muy de mañanita, lo mandaron a buscar la carne de la policía al lado del mercado, donde don Gerardo Aragón, y no lo volvieron a ver nunca más. Dicen que agarró rumbo al norte, pasando por Bluefields y Puerto Cabezas, y que se mueve por el río Coco en cayucos y pipantes, de arriba abajo, reparando motores marinos en todas las comunidades Mayangnas y Misquitas fronterizas con Honduras y que siempre anda puesto el reloj Seiko que le regaló la mujer en su segundo aniversario. Aquí nunca más se volvió a saber de él, hasta ahora que vos andas preguntando por cosas que sucedieron hace muchos años en Nueva Guinea. ¿La mujer?, eso te lo cuento en la próxima visita que me hagas. (George Palas, con sus brazos descansando en el mostrador de la ferretería).

20 de Enero de 2017
La Colina, Nueva Guinea.

domingo, 8 de enero de 2017

NO NOS FUIMOS, NUNCA LO HICIMOS


En tu cama protegida por barrotes de bronce fundidos el siglo pasado, en la cocina de tu mamá donde nos robábamos las latas importadas de frutas en conserva y te calentabas al lado del horno, bajo la sombra del árbol de mango donde chupábamos su dulce amarillo, en el swing de tu casa donde nos mecíamos todas las tardes, en la bodega donde tu papá guardaba barriles de guarón y calaches viejos, en la popa del barco pos-pos en que viajábamos al regresar de clases con los delfines incitándonos, no lo hicimos.

Nunca nos fuimos, siempre estuvimos allí, pies descalzos en la arena. Nunca lo hicimos, ni en la grama de playa retenida por los muros azules del parque de la loma, ni en la banca que adornaba el solitario árbol de Laurel, ni sobre las hojas de uvas de mar, ni sobre las rocas azules iluminadas por nuestra sombra en noches de luna llena.

Ni en la ensenada donde atrapábamos chacalines para usarlos de carnada, un pretexto para pescar solitarios hasta anochecer en el muelle de los pescadores, no lo hicimos. Camino a la playa, esquivando el lodo con saltos entre piedras gigantes hasta salir corriendo agarrados de la mano en la arena, las olas explotando en nuestros cuerpos, hasta rodar en el agua, no lo hicimos.

Siempre estuvimos juntos en los picnic de familia. Sumergidos hasta la cintura en las aguas calmas de la segunda laguna, vos temerosa de los cuajipales y yo sosteniéndote por detrás, no lo hicimos; reposando nuestras cabezas en un tronco blanco de balsa, observando en silencio el cielo estrellado y la espuma del mar cubriendo nuestros cuerpos, no lo hicimos; tendida en el tronco de un palo de coco, con tu falda bailándole al viento, desde el barranco del faro viendo zarpar los barcos camaroneros, no lo hicimos. No pudimos, no lo hicimos.   

Caminamos tomados de la mano por el largo andén hasta detenernos frente a la capilla de la iglesia y nos recostábamos en el muro de la escuela donde perfeccione mis movimientos de dedos para quitarte el sostén frente al árbol de zapote, testigo de esa primera vez que me tocaste sobre el pantalón y tus pezones florecieron como sus frutos, luego de un largo silencio me dijiste al oído, “siento que nos miran”. No lo hicimos.

Hoy que la lluvia lo inunda todo, te encuentro vacía en la soledad del tiempo. No nos fuimos, siempre estuvimos allí, nunca lo hicimos.