miércoles, 13 de septiembre de 2023

ÉRASE UNA VEZ EN NUEVA GUINEA


Entre los años 1996 y 1998, en los meses de verano, la neblina cubría la ciudad de Nueva Guinea desde altas horas de la noche hasta el amanecer. Es abril el mes más seco y el más caluroso del año. En esos años vivía en la casa de Allan Forbes, ubicada a un lado de la pista de aterrizaje, la que estaba habilitada para recibir vuelos desde Managua, principalmente de las avionetas Grand Caravan de la empresa La Costeña.

Esa pista fue construida entre los años de 1966 a 1972. Tenía un poco más de 1,000 metros de largo y 100 de ancho. "Al inicio comenzaron a trabajar con un tractor D6 que era conducido por Donald Ríos Obando y, posteriormente, se complementó con un tornapool que era operado por Luis Morán. Iniciaron la construcción por el sector de la actual catedral y fue funcional cuando alcanzaron los 600 metros de largo", señala Víctor Barrera.

Todos los años le brindaban mantenimiento y hacían mejoras. Nunca se dio un accidente, pero en una ocasión, una ventolera del noreste suspendió una avioneta que estaba estacionada y la tiró al lado de la casa de Allan. La gente corrió hacia ella y, a empujones, la volvieron a poner donde estaba sin mayores consecuencias.

"En esos años, la población de las primeras colonias (Nueva Guinea, Río Plata, El Verdún y Jerusalén) contribuían con trabajo voluntario que le llamaban cooperación, exigido por el Instituto Agrario Nacional (IAN)", dijo Miguel Barrera. En el extremo oeste de la pista existía un árbol de Ceiba inmenso, el más grande en esa época, que no permitía un aterrizaje seguro. Por ello, cuatro hombres de cada una de esas colonias pasaron trabajando más de quince días para cortarlo desde las raíces. De igual manera, participaban en la construcción de la pista trabajando con pico, palas, barras, carretas de mano y otros equipos. Después que cortaron el Ceibón, los aviones hércules podían aterrizar ya que antes de ello solo lo hacían avionetas.

En la década de los años ochenta la pista estuvo al servicio del Banco Nacional de Desarrollo (BND) para trasladar personal y dinero, y del Ejército para transporte de tropas mediante helicópteros y aviones.

Con los vuelos frecuentes de la Costeña (1994 - 1998), era todo un espectáculo ver a Carlos Vindel, responsable de la agencia en Nueva Guinea, y a Tomás Rivas Bucardo, su asistente, en un constante movimiento, atravesando la pista para ahuyentar burros, caballos, vacas, cerdos y hasta a personas despistadas a la hora en que la avioneta hacía la maniobra de aterrizaje, en la que muchas veces debía volver a tomar vuelo y dar varias vueltas alrededor de la ciudad hasta que quedaba despejada. La clientela era abundante porque el personal de varios proyectos de cooperación, empresarios y personas enfermas hacían uso de sus servicios para viajar entre Managua y Nueva Guinea y viceversa.

La casa estaba ubicada en el costado sur de la pista. Era de concreto, tenía tres habitaciones, una cocina aparte, letrina y un baño sin techo cubierto a sus lados con plástico negro. Entre el mobiliario que llevé cuando la alquilé figuraban una cama de madera con una colchoneta gruesa, un estante que adherí a la pared donde ubicaba algunos libros y un equipo de sonido, una hamaca y una mesa pequeña de madera con cuatro sillas y algunos utensilios de cocina.

La camioneta de la organización en que laboraba, la parqueaba dentro del solar de la casa, a un lado de la cocina, y accedía por la puerta posterior mediante unas gradas. En el frente tenía un pequeño porche corredor enverjado y la puerta de acceso principal. Frente a la casa estaba la pista de aterrizaje a la que se podía acceder por un camino de tierra que hoy ha desaparecido.

En esa época trabajaba con el fin de contribuir a fortalecer la paz y la reconciliación entre la población, apoyando los servicios básicos (agua y saneamiento, educación, salud), organización comunitaria, proyectos productivos, financiamiento, asistencia técnica y capacitación. En ello se focalizaban más de 40 organismos, entre proyectos de cooperación bilateral y ONG’s. Casi todos trabajaban en las mismas comunidades, haciendo lo mismo y con poca o sin ninguna coordinación. Producto de eso es que, entre varios amigos que laboraban en la Alcaldía Municipal y otros organismos, nos dimos a la tarea de que coordinaran sus acciones para evitar la duplicación de esfuerzos y recursos. Para ello convocamos a varios talleres, encuentros y fortalecimiento de las comisiones municipales, principalmente la del medio ambiente.

Los amigos que trabajábamos en ese contexto, luego de nuestras labores, casi siempre después de las seis de la tarde, nos encontrábamos en la casa de Guillermo (Wim) Coenen, ubicada exactamente donde es el supermercado Pali en la actualidad, para jugar el juego llamado Risk (riesgo) cuyo objetivo es simple: los jugadores tienen que conquistar territorios “enemigos” creando un ejército, moviendo sus tropas, haciendo alianzas y luchando en batallas. Dependiendo del resultado de los dados, ¡un jugador vencerá al “enemigo” o será vencido! En ello pasábamos jugando hasta altas horas de la noche y, en la mayoría de las veces, había cervezas y tragos.

En otras ocasiones nos mirábamos en el restaurante Kung Fu. “Vamos donde la Mencha después de las siete”, nos avisábamos de boca en boca, porque en esa época no había comunicación de telefonía móvil para enviarnos mensajes de wasap. Casi siempre éramos los mismos clientes: Guillermo, Oscar Sánchez, Francisco García, Walter Mejía, llamado con cariño “El Buey”, Toño Vargas, el Chele Solís, entre otros. Allí cenábamos y bebíamos, ron principalmente, y trasladábamos a la conversación la problemática del municipio con mucho entusiasmo.

Cuando la Mencha se aburría o le daba sueño, nos llamaba a la barra para que cada uno firmara en un cuaderno su cuenta. Ese cuaderno era nuestra tarjeta de crédito de esa época y el pago lo hacíamos de manera puntual. Decía que iba a dormir y que Harry Chow, su hijo, en esa época adolescente, nos atendería. Harry, acompañado por su perro “el Rambo”, un pastor alemán, siempre esperaba hasta que hacíamos viaje a nuestras casas en altas horas de la noche.

Así, en una de esas noches de verano, del mes de abril, habíamos acordado reunirnos en la casa que alquilaba frente a la pista de aterrizaje. “Es de traje”, dijo Walter, y ello significaba que cada uno llevaría ingredientes para pasar una noche amena. Los sobresalientes eran hielo, el ron, cervezas, soda, agua, limones, sal, maní y ganas de compartir.

A las ocho de la noche el grupo estaba completo y conversábamos de diferentes temas. Guillermo salió al patio y al regresar dijo.

—Esa luna está preciosa, radiante.

—Es luna llena, luna de abril —respondió el Chele Solís, sentado en una de las sillas y con la pierna cruzada. En su mano humeaba un cigarrillo.

El ambiente de la casa, además de nuestras voces, lo llenaba la música de Maná que sonada en el equipo de sonido.

—Saquemos la mesa a la pista —propuso Guillermo.

—Cada uno lleva lo que va a ocupar y lo regresa a su lugar —dije. Me miraba cargando mesa y sillas después.

—¿Qué estamos esperando? —preguntó el Buey. Tomó la silla y el vaso que ocupaba y salió en dirección hacia el porche—. Después vengo por la mesa—indicó señalándola.

Cruzamos la calle de macadán y subimos a la pista por el camino de cruce que hoy no existe. Con la mesa acomodada a unos veinte metros de la calle, evitando el centro de la pista, nos sentamos a compartir bajo la luz de la luna llena. No había lodo y la grama estaba recién cortada. Desde allí escuchábamos la música de Maná, teníamos el termo y todos los ingredientes de los que se había convertido en una lunada entre amigos. La luna iluminaba la ciudad que dormitaba en silencio.

Conversábamos sobre una Nueva Guinea mejor, próspera, con una ciudad que crecería de manera ordenada siguiendo un plan de desarrollo urbano, sobre el cuido del medio ambiente, servicios básicos de calidad y un sector productivo respetable con el medio ambiente. Por supuesto que nos reíamos, hacíamos bromas entre nosotros y hablábamos sobre los planes de trabajo y avances de cada una de nuestras organizaciones.

La noche se fue haciendo más húmeda y la neblina ocultaba por ratos la luna llena.

—Alguien se acerca —dijo el Chele Solís y buscamos con la mirada la figura de ese alguien andante en los alrededores de la pista. Al otro lado, en la calle del banco, la que hoy es un bulevar de dos vías, se observaban las luces parpadeantes de las casas por la abundancia de árboles de acacia amarilla plantados en ese sector. Luces de luminarias eran inexistentes y no circulaban vehículos.

A unos 20 metros vimos dos figuras que se acercaban y escuchamos una voz firme y alta.

—¿Qué están haciendo aquí a estas horas de la noche?

Nos quedamos callados, expectantes, viendo avanzar hacia nosotros a dos hombres desde el centro de la pista. Al acercarse vimos que se trataba de dos policías.

—Nos damos un baño de luna —respondió Guillermo, con su acento holandés al hablar español —. Es una lunada y eso no es ningún problema, sólo nos divertimos.

—Yo los conozco a todos ellos —dijo el otro policía, el acompañante del que habló en alto.

—¿Andan haciendo un rondín? —preguntó Walter.

—No, no, ya salimos del turno y vamos para nuestras casas, al lado de la zona 3 —dijo el policía que preguntó que hacíamos allí en la pista.

—Entonces los invitamos a un trago —dijo Guillermo.

—Gracias, muchas gracias —respondieron al unísono.

El chele Solís, muy atento, sirvió los dos tragos de 30 cc., la dosis ideal según el profesor Octavio Gallardo de Juigalpa, en sus respectivas copitas y se las ofreció.

—Así pelones —dijo el policía acompañante del primer policía.

—Tome, tome, aquí hay soda con hielo —dijo Walter como si fuera un mesero, extendiendo hacia ellos su brazo con el vaso.

—Un momento —dijo Guillermo al verlos animados con el trago y el vaso de soda en sus manos. —Me parece que para tomar ron deben quitarse la camisa de policía. Si no se la quitan no pueden tomar —agregó con seriedad, sus lentes reflejando la luna y con ese acento de extranjero al hablar español.

Los policías cruzaron miradas. La luna llena los iluminaba develando en sus rostros una sonrisa plena.

—Usted tiene toda la razón —dijo el primer policía.

—¿De dónde es usted, señor? —pregunto el policía acompañante del primero.

—Soy holandés, soy de Holanda —respondió el chele Guillermo con su rostro chele y una sonrisa de orgullo.

Los policías se quitaron la camisa con las insignias y se quedaron la camiseta blanca. Doblaron la camisa con maestría, uno se la acomodó en el hombro y el otro en su brazo izquierdo

—¡Salud pues! —dijo el chele Solís y todos degustamos el trago.

La neblina de esa noche de abril entraba por el noreste enseñoreándose sin prisa sobre la ciudad. La superficie de la mesa se encontraba húmeda y sentí un poco de frío. Brindamos en dos ocasiones más con los policías, conversamos con ellos y luego se despidieron.

—No hagan mucha bulla y no se desvelen —dijo el primer policía al caminar con su acompañante en dirección a sus casas ubicadas en la zona 3 de la ciudad.

La lunada terminó antes de la medianoche. Todo el equipamiento fue trasladado a la casa como habíamos acordado. Cada uno cruzó desde la pista hasta la casa, por el camino ahora inexistente, su silla, vaso, copa, ayudaron entre ellos con el termo lleno de botellas de ron y gaseosas y la mesa la cargó Walter.

La platica del día, y los posteriores, fue sobre los policías y el baño de luna que nos dimos. Los policías eran atentos y amables en esa época donde cada uno, en su ámbito, trabajaba por la paz y la reconciliación en el municipio de Nueva Guinea.

En varias ocasiones los volví a ver por las calles y nos saludábamos con una sonrisa de complicidad diciéndonos adiós. Terminó el verano. Mayo trajo las lluvias y con el paso del tiempo dejé de verlos. Mis amigos terminaron sus contratos de trabajo y regresaron a sus lugares de origen, pero aún conservamos la amistad de siempre.

 

12 de septiembre de 2023.

Foto propia: luna llena.


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