miércoles, 28 de noviembre de 2012

LA CANTINA DE MISS LILIAN


Mister Herrera limpiaba el viejo mostrador de la cantina de Miss Lilian con un trapo, girándolo en círculos procuraba sacarle brillo a los tablones de caoba. Escuchó el tambaleo del puente de madera que unía la casa esquinera con el andén, se asomó desde el fondo y vio a dos hombres aproximarse. Encendió la bujía del centro del salón cuando las botas brillantes pisaron el corredor, provocando que las paredes de madera pintadas de amarillo amplificaran el espacio al mezclarse con los rayos del sol que entraban por la puerta. Ingresaron sin saludar, apartaron sillas de la mesa para tres situada frente a la ventana y se sentaron. La noche caía en el puerto, a través de la ventana observaban las luces de los guardacostas atracados en el muelle sobre el oleaje de la bahía y la esquina.

    ¿Desean algo? —preguntó Herrera al acercarse.
    ¿Algo cómo qué? —contestó el hombre que daba la espalda.
     Cerveza, ron o comida —ofreció Herrera.
    ¿Qué prefieres, Lorenzo?  —preguntó el hombre que estaba sentado junto a la ventana.
    Una botella de whisky —respondió Lorenzo.
    No tengo whisky, sólo ron.
    Tropical, tráenos una botella con ginger ale —solicitó el hombre que miraba hacia el andén.

De una repisa ajustada a la pared del fondo tomó dos vasos de vidrio, dos copas, la botella de ron y los colocó en una bandeja. Se agachó para levantar la botella de ginger ale que guardaba en una cajilla debajo del mostrador y, al hacer el intento de inclinarse, los músculos de su vieja espalda lo traicionaron. “¡Shirley!, ¡Shirley!”, gritó desesperado en dirección a la habitación frontal al salón. Miss Lilian, su mujer, salió de la cocina cuando escuchó los gritos y los hombres se levantaron inquietos, volviendo la mirada. En ese instante, Shirley abrió la puerta y con rápidos pasos señoriales caminó hacia el mostrador. Los hombres clavaron la mirada en Shirley mientras Miss Lilian ayudaba a Herrera; lo tomó de los hombros, lo hizo girar encorvado y lo encaminó hacia la habitación. “¡No haces caso, deja que Shirley atienda a los clientes!”, le dijo al entrar a la habitación contigua a cocina. “¡Atiéndelos!”, dijo en inglés, dirigiéndose a Shirley cuando cerró la puerta.
           
Lorenzo cambió de silla, se sentó frente al otro hombre y miraba hacia el mostrador. Shirley levantó la tapa de un cajón de madera cubierto en su interior por láminas de zinc y con una pana de aluminio sacó hielo triturado. Caminó hacia los hombres con la bandeja en su mano derecha y la pana de hielo en la izquierda.

    ¡Isidro, mira qué belleza! —expresó Lorenzo al ver los movimientos sensuales de Shirley acercándose. Se quedaron callados, observándola cuando acomodó en la mesa los vasos, las copas, las botellas y el hielo.
    ¿Desean algo más? —preguntó Shirley.
    ¿De dónde eres? —respondió Isidro. Vestía pantalón caqui, camiseta blanca y llevaba puesta una gorra. Sus botas negras militares brillaban.
    De Corn Island, soy sobrina de Miss Lilian.
    Me encantan tus ojos verdes.
    El viejo está jodido —interrumpió Lorenzo mientras llenaba las copas con ron.
    No hace caso, por eso estoy aquí, para atender a los clientes —explicó Shirley sosteniendo su cintura con la mano derecha.
    Desde hoy seremos tus fieles clientes —dijo Isidro y se tomó un trago —. Eres preciosa —agregó luego de empinarse el vaso con ginger ale y recorrer su figura esbelta con la mirada, desde los pies hasta la cabeza.

En sus carnosos labios floreció una sonrisa ingenua, su rostro brilló tras el parpadeo de sus finas pestañas dejando al descubierto el color marino de las aguas que disfrutaba en sus primeros años de adolescencia en la isla y se encaminó hacia la habitación de Miss Lilian. Al abrir la puerta vio a Herrera tendido boca abajo en la cama, disfrutando el masaje exótico que Miss Lilian, montada sobre su cadera, le brindaba sosteniendo con firmeza sus desvanecidos y enormes pechos. Sorprendida, cerró la puerta y regresó al mostrador. Escuchó el crujir de la cama y a Miss Lilian decirle a Mister Herrera: “Suck it, suck it”. De la gaveta tomó una moneda de veinticinco centavos y se dirigió a la roconola ubicada en la esquina del mostrador y el salón. Isidro la miraba con ojos encantados. Se levantó de la silla y caminó hacia ella admirándola en la posición encorvada que asumía sobre la roconola, sus gruesas pantorrillas y nalgas caribeñas lo atraían. Lorenzo seguía observando hacia el andén a través de la ventana. La noche se asentaba en el puerto.

    Qué canción buscas —preguntó Isidro.
  Ninguna en especial —respondió Shirley inclinada sobre la roconola.
   Escoge una que alegre el ambiente.
    ¿Quieres bailar? —preguntó Shirley.
    No soy bailarín pero con vos lo intentaría.

Shirley escogió la pieza luego de introducir la moneda y el plato circular de discos giró dando vueltas en el interior de la roconola. Al son de trompetas y maracas Shirley se movió al centro del salón halando de la mano a Isidro. Lorenzo miraba sorprendido a Isidro, nunca antes lo había visto bailar, mientras Shirley movía sus hombros y caderas al ritmo del merengue “el sombrero de Gaspar”. Al finalizar la pieza Isidro sudaba y, al quitarse la gorra, mostró su cabeza calva que brillaba mientras Lorenzo reía a carcajadas. Dos semanas después Mister Herrera había sanado de sus dolores de espalda y adquirió el compromiso con Miss Lilian de no seguir atendiendo a los clientes, aseguró que dejaría hacerlo a Shirley.
           
Bajó las gradas empinadas de la cocina lentamente, asegurando ambos pies en cada peldaño con tres sacos en el sobaco, levantó la mirada hacia la playa del Tortuguero, vio el horizonte azul con nubes blancas, la brisa golpeó su rostro y escuchó el retumbo de las olas reventando en la arena. Al pisar tierra roja levantó sus brazos estirando el cuerpo, buscó el canalete y la vela debajo del tambo de la casa evitando pisar el colchón de conchas de coco. Los deslizó suavemente en el bote, acomodó los sacos, subió el pie izquierdo provocando un movimiento inestable, se aferró de los bordes mientras empujaba con el pie derecho dentro del agua y, de un salto tembloroso se sentó en la tabla. Comenzó a remar sin prisa, deslizándose en las aguas hasta ver el muelle de los pescadores a su izquierda. Estiró sus piernas y crujieron, respiró profundamente y tosió, gargajeó y, luego de escupir su brazo, maniobró con el canalete en dirección al del muelle de los guardacostas.
           
¡Adiós Herrera!, gritó uno de los pescadores y él respondió levantado el canalete, moviéndolo sin volver la mirada. Cuando pasó por el muelle de los guardacostas los soldados estaban en formación y arrodillado izó la vela que se infló en un papaloteo por el viento del noreste; navegó velozmente a favor de la corriente y, como en regata, atravesó los barcos fondeados en la bahía, las pangas y pos pos lo esquivaban reduciendo la velocidad mientras los pasajeros le decían adiós con ademanes de manos. Pasó cerca del muelle de la Texaco y repentinamente giró hacia el sureste en dirección a la isla de Miss Lilian, su mujer, hasta desaparecer en la costa oculta frente a la isla del Venado.
           
En la esquina, Shirley se convirtió en la atracción de los guardias y marinos mercantes que atracaban en el puerto, seduciéndolos al bailar “el sombrero de Gaspar” e incrementando la clientela en la cantina de Miss Lilian por muchos años.

Ronald Hill A.
26 de Noviembre de 2012.

lunes, 26 de noviembre de 2012

YO CAMPESINO



Con el espeque en la mano
fui hollando los campos
para así asegurarme el pan
del cual ahora
solo de él puede sobrevivir el hombre;
mas en mi trayecto
solo encontré cadáveres:
clandestinos, amontonados, desconocidos.

No puedo cultivar en esos campos,
no puedo sobrevivir con ese pan
que ha sido fertilizado
con la sangre de mis propios hermanos.



Víctor Obando Sancho
Bluefields, 1976.


lunes, 19 de noviembre de 2012

LOS CABALLOS EN BLUEFIELDS


A muchos bluefileños no les gustan los caballos, pero los equinos circulan por las calles de la ciudad; algunos son vagabundos, andan libremente en grupos de dos o tres, y otros halan carretones de “chamberos” que se ganan la vida honestamente. Unos los desprecian porque se cagan en las calles, otros porque estropean la grama y sus jardines, muchos los asocian con los mestizos y los campesinos que viven al oeste de la ciudad, practicando en mero siglo XXI un racismo solapado que nadie se atreve a cuestionar. 

Ese racismo está a la vista, en el ambiente y en los espacios de poder. Para muchos, con la autonomía se ha tratado de borrar la contribución económica, social y cultural que los mestizos han dado al desarrollo de Bluefields. “Hay un acuerdo solapado de hegemonía racial, de los black creole sobre los mestizos hasta en las universidades”, dijo una amiga periodista. “No somos ninguna etnia, no venimos de otro lado, no nos arrojó el mar a las costas”, agregó enfurecida cuando mostré la foto de la manta que los mestizos desplegaron en el acto del XXV aniversario de la autonomía reclamando sus derechos. Pero los caballos no tienen la culpa; la ignorancia es la culpable y, como casi todos los males, tiene cura.

Hace muchos, muchos años, los caballos eran apreciados en Bluefields. “Las carreras de caballos constituían un evento grandioso, especial y popular. Además de las carreras con caballos locales había, a veces,  competencias entre caballos de Corn Island, San Andrés y Bluefields. Los dueños de caballos de carrera eran deportistas bien conocidos, tales como los señores Jack Hawkins, Nicholas Bent, Gussie Wilson, Tim Coe y Jim Bush. Algunos de los caballos más famosos fueron: Top Callon, Lady Alice, Crackerjack, Marcus Garvey, nombrado así en honor del gran caudillo negro” (Oral History of Bluefields. Hugo Sujo Wilson, 1998: 89).

En Bluefields actualmente se practica la equinoterapia que utiliza al caballo como un instrumento natural para la rehabilitación física, psíquica y social a través de la interrelación entre el caballo, el alumno y el terapeuta, teniendo como resultado mejoría, disfrute y aprendizaje. Esto se logra porque el caballo transmite ciertas características a través del lomo y sus movimientos: calor corporal (38°), impulso rítmico (90 a 110 por minuto) que se transmite al cinturón pélvico del paciente y pasa por la columna vertebral hasta la cabeza. Existen dos tipos de equinoterapia: la hipoterapia que se utiliza para personas con disfunciones neuromotoras y sensomotoras, y la monta terapéutica que se aplica a personas con disfunciones sensomotoras, psicomotoras y sociomotoras.

Con mucho esfuerzo, dedicación y entusiasmo, la ONG Entre Aguas colabora con la escuela de educación especial y Los Pipitos de Bluefields en un proyecto que ha iniciado a desarrollar la equinoterapia. Han recibido la donación de dos caballos con sus albardas; uno se llama “Tic tac” y el otro “Rocío”, y son cuidados en el predio del hospital. Ahora esta práctica lleva muchos beneficios a niños y niñas con capacidades diferentes. Así, los caballos son de mucha utilidad y diversión.

En Bluefields las personas deberían de visitar ese proyecto y apoyarlo: vale la pena ver el rostro de los niños y las niñas después de cabalgar. Hay otros, como funcionarios, políticos y racistas, que deberían lazar y montarse en los caballos cholencos que circulan libremente por las calles y dar una paseadita terapéutica por los cinturones de pobreza que acorralan a la ciudad, tal vez así se curan de las disfunciones sociales que padecen por el bien de la ciudad y sus pobladores.

Ronald Hill A.
Domingo, 18 de noviembre de 2012

jueves, 15 de noviembre de 2012

¡DISPAREN!, ¡MÁTENME SI TIENEN HUEVOS!


Llegaron en una camioneta como a las dos de la tarde, una hora antes de la marcha del domingo. Eran tres policías, una mujer de unos veinte años de edad y dos varones, uno de ellos con uniforme tradicional y el otro vestido de negro. Desde las doce se escuchaban los morterazos, uno detrás del otro, los gritos y alaridos de los manifestantes, y el sonido de la música proveniente del parque central. Se bajaron frente al portón con dos conos rojos que colocaron en el centro de la carretera de todo tiempo, uno en dirección a Nueva Guinea y el otro hacia los Ángeles. Después la camioneta dio la vuelta y regresó a la ciudad.

Las piedras trituradas ardían por el solazo y uno de ellos, el varón con uniforme tradicional, entró por el portón. “Quiero tres gaseosas”, dijo. “Por favor, cuando vengan  para acá, no los detenga, no me los ahuyente”, solicité cuando mi hijo le entregó las gaseosas. “No se preocupe, a los que vienen de los Ángeles es a los que vamos a requisar”, contestó al marcharse en dirección al reten improvisado.

Repentinamente comenzó a lloviznar, entraron al salón corriendo con las botellas vacías; se reclinaron en el bordillo de ladrillos, con la mirada hacia afuera, atentos a los movimientos en la carretera. Observé que los clientes que atendía se mostraron inquietos, todos se volvían a mirarme. Unos minutos después salieron corriendo hacia el reten porque una motocicleta se acercaba proveniente de los Ángeles.

Seguí en mis tareas, pendiente de los clientes. En la distancia, del lado del parque, los morterazos y los gritos se intensificaban cuando dejó de llover. Vi hacia la carretera y cuatro motociclistas discutían con los policías. Serví unas cervezas y, al volver a asomarme, los motociclistas habían dejado las motos y caminaban hacia Nueva Guinea. Miré hacia el lado de los Ángeles y una camioneta de tina con toldo se aproximaba. Le hicieron señas, la detuvieron y bajaron a unas veinte personas. Eran evangélicos que venían de esa comunidad, hombre y mujeres; cuando comenzaron a caminar, el pastor le gritaba al grupo “saquen las biblias”, “muestren las biblias”, mientras la camioneta los pasaba y otros motociclistas giraban, al ver el reten, regresando hacia los Ángeles.

La manifestación de los inconformes por los resultados electorales marchaba por las calles, mientras yo escuchaba morterazos y gritos contra el fraude. Los policías se mostraban nerviosos y cansados a esa hora, eran como las cuatro de la tarde. En el reten improvisado, a ambos lados de la carretera, estaban parqueadas cinco motocicletas, sus conductores siguieron su camino hacia la ciudad a pie porque no mostraron documentos y la mayoría no usaba casco de protección.

Salí al portón cuando los clientes que atendía se marcharon en sus vehículos hacia la ciudad. Un motociclista se aproximaba y el policía con uniforme negro le hizo la señal de detenerse con sus manos. El motociclista se detuvo. El otro policía, el de uniforme tradicional se le acercó mientras la mujer se quedó al lado de la carretera, observándolos. Llevaba casco puesto y la moto tenía los dos espejos laterales. Le pidieron la licencia y la circulación. Los dos policías lo rodearon, anotaron sus datos y le regresaron los documentos. De pronto, la mujer policía les indicó que le pidieran la cédula de identidad. “¡No tengo!, ¡no tengo cédula!”, dijo el motociclista. “¡Quítale la moto!, ¡que la deje parqueada!, gritó la mujer. “¿Qué?, ¡no me pueden quitar la moto por la cédula!”, respondió el motociclista. “¡Quítasela!, ¡quítasela!”, volvió a gritar la mujer mientras el motociclista encendía la moto de una patada. El policía con uniforme negro rápidamente se acercó a la moto agarrándola de la parrilla, pero el motociclista avanzó unos metros y se detuvo. “¡Disparen!, ¡mátenme si tienen huevos!, les gritó volviendo a verlos y aceleró la moto en dirección a Nueva Guinea. Los tres policías se reunieron y lo siguieron con la mirada hasta que se perdió después de la subida, en dirección al bullicio de la marcha.

“¡Viste!, ¡viste!”, le dije a mi hijo. “Es huevón, tiene más huevos que todos esos que andan por las calles”, respondió.

Miércoles, 14 de noviembre de 2012

lunes, 12 de noviembre de 2012

UN LUGAR LEJANO Y BELLO


Rod se inspiraba cuando hablaba de su lugar. “No existe otro mejor”, decía; lo repetía una y otra vez. Lo conocí en el servicio militar. Durante las largas horas que compartimos a la orilla de los ríos, bajo la espesa sombra de los árboles de Guanacaste en las montañas, conversaba de su lugar al ritmo de las ramas sacudidas por el viento y el fluir de las aguas encauzándose entre las piedras hasta caer en el fondo de las cascadas. “Es lejano, pero bello, en el horizonte se unen el cielo y la mar, la gente sonríe de felicidad”, decía. El resplandor de la luna en el agua iluminaba su rostro y florecían sus recuerdos. “Los pescadores prosperan, los niños son felices, las casas brillan de color”.

Las noches en la montaña son eternas pero Rod nos entretenía, nos contaba la historia de su lugar, hablaba de una bahía azul llena de delfines que cruzaba todos los días para ir a la escuela, de los barcos que atracaban en un muelle mencionando los colores de sus banderas, de la vida en el mar, de la comida hecha con coco, de sus abuelos, de su padre marino, de la ternura de su madre, de sus hermanos que se habían ido lejos, dejándolo solitario y de sus amigos de infancia.

Cuando recibíamos visitas, lo invitaba a compartir con mi familia. Mi madre, mis hermanas y mi padre lo adoptaron como un miembro más. Así era Rod, fácilmente hacía amistades. Entre las cosas que me llevaban siempre había un paquete para él. “Es de un lugar lejano y bello, esto es para él”, decía mi mamá y al despedirse de nosotros lo abrazaba como a un hijo, con lágrimas en sus ojos.

Los instructores militares de física, táctica, ingeniería y política, luego de las clases, llegaban en su búsqueda a la champa de plástico negro que compartíamos. Escuchaban atentos sus añoranzas y las convertían durante sus charlas en ejemplos de utopías por alcanzar. Recuerdo la primera vez que lo llamaron a romper fila. Sucedió una tarde, luego que hicimos ejercicios, subiendo y bajando una colina con la mochila en la espalda llena de tiros y el fusil cruzado en el pecho. “¡Tú!”, gritó el entrenador de táctica, un afrocubano barbudo y chaparro, y todos nos volvimos a ver. “¡Tú!”,  volvió a gritar señalando a Rod mientras los otros instructores observaban seriamente al pelotón en formación. Me volvió a ver y con un ademán de cabeza le confirmé que se refería a él. Salió hacia el frente estirando su pierna izquierda. “A partir de hoy será el jefe de la escuadra de exploración”, gritó en voz alta el instructor.
           
Por la noche, en su turno de posta, cerca de la champa, le llevé un cigarrillo. Estaba sentado bajo un árbol y comenzaba a lloviznar. Lo felicité por ser nuestro jefe de exploración, pero Rod estaba triste. “Seré el primero en morir, no volveré a ver la lluvia caer en el mar”, dijo. Hice el intento de animarlo, pero Rod estaba ausente con la mirada fija en el bosque del cerro y la lluvia mojaba su rostro.
           
A partir de ese momento dejamos de compartir la alegría y el miedo, la superación de los obstáculos en las marchas, los cigarrillos, el pinolillo y los caramelos. Nos despedíamos al salir el sol, luego de desayunar arroz y frijoles sancochados; Rod se unía a la escuadra de exploración, guiándola entre la montaña en absoluto silencio, comunicándose mediante señas y avanzando lentamente con pasos de felino. ¿Qué piensas cuándo estás al frente?, le pregunté una noche, después de largas horas de caminata. “Ya no pienso, sólo quiero regresar”, dijo.

Un mes de octubre marchábamos sobre una cordillera y nos emboscaron. Escuché las primeras ráfagas sobre la vanguardia y pensé en Rod. Las tres escuadras que iban detrás avanzaron hacia el frente. Yo iba en la segunda. Al llegar al sitio de la emboscada, una hondonada entre las colinas, lo vi tendido en el suelo, ensangrentado, me arrodillé a su lado, sosteniendo su cabeza. “Tienes que visitar mi lugar”, dijo y dejó de respirar. 
           
Visité ese lugar lejano y bello veinticinco años después. Debía cumplirle a Rod. Recorrí por diez horas una trocha que lleva a su lugar. “Es lejano, pero bello”, recordé las palabras de Rod. Crucé la bahía, recorrí un andén, vi sus costas, la lluvia mezclarse con el mar, hablé con su gente, sus marinos y visité los muelles. En el viaje de regreso, no dejaba de pensar en Rod y lo que encontré en el lugar que para él siempre fue bello: una bahía sucia sin delfines, casas viejas, barcos hundidos en los muelles convertidos en chatarra, marinos en tierra, niños y niñas abandonados por sus madres que emigran a otros países en busca de trabajo, muchachas bellas prostituidas, alcohólicos y drogadictos que mendigan, falsedades que los mantienen marginados.
           
En mis recuerdos, Rod vivirá por siempre en la montaña, entre la sombra de los árboles y a la orilla de los ríos, porque no podría sobrevivir entre las ruinas de ese lugar lejano y bello. Descansa en paz, Rod.

Viernes, 09 de noviembre de 2012

jueves, 8 de noviembre de 2012

NOS GANAMOS LA BAHIA Y LA VIDA


Ingresé al barrio “el Canal” de Bluefields por un callejón. Un grupo de niñas y niños se aglomeraban alrededor de un pozo comunal, reían y gritaban a la espera de su turno para hacer girar la rueda de la bomba de mecate, mientras el agua se escurría entre las cubetas por el delantal del pozo. Avanzando por el estrecho andén sobresalían casas de madera construidas sobre tambo y un aroma marino, costero, pesado. Repentinamente el recorrido se tornó en un interminable zigzag hacia la bahía, cuyas aguas ennegrecidas se adentraban debajo de las casas en las que flotaban botellas y bolsas de plástico; en los pequeños patios sobresalían conchas de ostiones, regadas y amontonadas.

Un poco más al fondo estaban ellos y ellas, sentados en cajillas de plástico frente al volcán de ostiones, tomándolos con su mano izquierda cubierta por guantes viejos y con la derecha sosteniendo un cuchillo que velozmente los abría, raspando la concha interna color nácar, extrayendo la carne y depositándola en pequeños recipientes llenos de agua azulada. Desde la estructura de madera de una casa inconclusa, separándonos el andén, me senté a observarlos, disfrutando su pericia y el aroma que el intenso sol mañanero evaporaba.

Recordé a dos negros creole que en el pasado lo hacían: Brooks y la Melá. Ahora son mestizos, mujeres, hombres, la mayoría adolescentes. “Desde que tenía ocho años los pelaba, sigo haciéndolo ahora que tengo veinte”, dijo Modesta Dormus como respuesta sobre el número de personas que se dedican a la actividad. Trabajan en seis grupos compuestos por cinco personas cada uno y, en promedio, cada grupo les compra a los pescadores diez canastos cada dos días.

En la bahía de Bluefields, los bancos de ostiones más importantes se localizan en la parte norte, cerca de Halfway Cay y al sur de Rama Cay, a menos de un metro de profundidad durante la bajamar. Entre ellos, los más importantes son Bella Vista, Santa María, Coco Cay, Halfway Cay, Hone Sound, Punta de Lora y Cayo Wanu. Tradicionalmente los pobladores de Rama Cay, los Rama, principalmente mujeres y adolescentes, viajan a los bancos en cayucos llevando de una a tres personas. Los cayucos llevan velas hechas de tela o plástico negro. Las pescadoras calzan botas cortas o sandalias, ambas de goma, mientras que sus manos pueden ir con guantes o descubiertas. Caminan en los bancos con el agua hasta los muslos o la cintura, recogen los ostiones con sus manos y los depositan en los cayucos. Al regresar, descascaran lo suficiente para alimentarse con esa fuente de proteína animal y el resto lo venden por canastos.

“A veces alquilamos cayucos para pescarlos”, explicó Modesta. “Es pesado, nos cuesta sacarlos casi todo el día”, agregó. Obtienen un litro de ostión por cada canasto (30 kilogramos). La carne de ostión es lavada en panas de plástico y luego depositada en bolsas del mismo material con las que abastecen a comerciantes del mercado municipal y vendedores ambulantes que los ofrecen por las calles de la ciudad. Ellos los envasan en botellas de plástico de un litro o un galón que les solicitan propietarios de restaurantes y bares, o vendedores que a su vez los ofrecen en el muelle o en el aeropuerto a 150 córdobas el galón.

“¿Y las conchas?, ¿qué hacen con ellas?”, pregunté. “Con ellas nos ganamos la bahía y con la carne la vida”, expresó Modesta sonriente. En los alrededores, los tambos de las casas están cubiertos de conchas de ostión y los andenes de acceso a las casas son construidos con ellas. “Es un buen abono, ¡miré!, ¡miré estos chiles de cabro!”, dijo mostrando los sanos y florecientes arbustos plantados a la orilla de las gradas de su casa. “A veces vienen compradores de concha, vendemos el saco a 18 córdobas, hacen cal, pero la mayoría la usa para hacer rellenos en los patios o andenes”, agregó mientras cerdos, patos y gallinas se alimentaban de los residuos amontonados, todavía húmedos, como aves de rapiña. Al verlos, pregunté: “¿quiénes los apoyan?”, “nadie, nadie, sólo nuestras piernas y manos”, respondió Modesta.

Luego de conversar con Modesta y los chavalos que pelaban ostiones seguí caminando hasta el pequeño muelle del barrio “el Canal”. Observando el horizonte en dirección a Punta Masaya y Rama Cay, recordé a la Melá despidiéndome en el muelle municipal con un galón de ostiones en sus manos y sus palabras: “no seas pinche, vieras lo que cuesta”.

Ronald Hill A.
Miércoles, 07 de noviembre de 2012

lunes, 5 de noviembre de 2012

NUEVA GUINEA POLARIZADA


El ambiente post electoral en Nueva Guinea se encuentra polarizado. Los liberales no aceptan los resultados y se encuentran reunidos, unas quinientas personas, en los alrededores del parque central, aglutinados en la casa de campaña del PLC y custodiados por anti-motines de la Policía Nacional.

Los Sandinistas han salido en caravana de vehículos y a pie a celebrar los resultados.

Los liberales esperan a campesinos que llegarán de las colonias y comarcas. Ambos bandos se abuchean, se gritan, se provocan. El ambiente es denso y se requiere madurez política de ambos para evitar derramamiento de sangre.


Dale click al vídeo que sigue:





viernes, 2 de noviembre de 2012

LA GENTE QUE SE QUIERE


Apartando a la familia
tenemos en algún lugar
gente que se quiere.

La gente que se quiere
siempre es la misma.
Nunca cambia
siempre te quiere.

Por muy lejos que te encuentres
piensas en ella.
Son pocos
por desgracia.

Cuando los buscas siempre están allí.
Te abren los brazos y te abrazan.
Te miran y se dan cuenta que has cambiado.
No quieren que te vayas de su lado.

La gente que se quiere
no se olvida
Abren sus puertas
comparten su comida
su techo, la hamaca y la sombra de sus árboles.

La gente que se quiere
no se esconde.
No te ponen peros ni puntos suspensivos.
La gente que se quiere, te quiere.
Muestra fotos del pasado
orgullosa de verte a su lado

La gente que se quiere
son pocos
por desgracia.


Viernes, 02 de noviembre de 2012
La Colina
Nueva Guinea.