Platón creía que
somos presos de nuestra propia visión del mundo, como los personajes lo son de
su propia historia. Es innegable que pasamos un alto porcentaje de nuestras
noches y días escuchando, leyendo, atendiendo y formulando historias. Y lo
hacemos mucho más de lo que nos damos cuenta.
Primero están las
narraciones que nos brinda la literatura; aunque nos quejemos que se lee poco y
mal, la mayoría de las personas que saben leer y escribir han aprovechado esta
capacidad para consumir crónicas, cuentos y novelas.
Luego, debemos
mencionar las formas más importantes de consumo narrativo que han desplazado a
la lectura: el cine y la televisión. Estas industrias están entre las más
grandes del mundo, porque deseamos y necesitamos que nos cuenten historias. Así
que sumemos al tiempo de nuestras lecturas el tiempo que pasamos en el cine, más
el que pasamos consumiendo series o películas frente a cualquier pantalla y, por
supuesto, en las redes sociales.
También hay que
añadir que nuestra conversación sería imposible sin escuchar y contar
historias. Casi cada vez que empezamos a platicar con alguien los hacemos invitándolo
a contar una pequeña historia. “¿Cómo estás?”, “¿Cómo te fue?”, “¿Qué pasó con…?”.
Todos los días formulamos preguntas de este tipo, que los demás responden con
frases hechas o, si hay tiempo y confianza, pequeñas historias casi siempre
provisionales o inacabadas, puesto que siguen sucediendo. Desde luego, con frecuencia
similar son los demás los que nos hacen preguntas y nosotros quienes las
respondemos. La buena conversación está hecha de historias y de reciprocidades.
Además, está el
tiempo que dedicamos noche tras noche a nuestros sueños (aunque, en sentido
estricto los sueños no tienen secuencia narrativa, pero es al recordarlos cuando
les damos temporalidad). Pero ya sea al soñar o al evocar nuestros sueños,
todos somos dramaturgos de nuestros anhelos y nuestros temores. Nos soñamos
como si no fuéramos nosotros quienes soñamos, sino una tercera persona: nos
vemos desde afuera, con una perspectiva imposible en la vigilia, como si nos miráramos
a través de una cámara emplazada a metros de distancia, o como lo haría un
autor escribiendo en tercera persona. Todos, hasta las personas menos dotadas
de imaginación y vocación literaria, somos visitados cada noche por las musas.
Mientras el cuerpo descansa, nuestra inteligencia se embarca al turbulento mar
de la inconsciencia, en el que nuestra experiencia se combina, se recrea y se
decanta; cuando arriba al puerto de la consciencia, podemos contar nuestros
sueños como historias.
Todavía nos falta añadir otro tipo de historias a las que dedicamos más tiempo que a todas las demás: casi ocho horas diarias, según algunos estudios. Me refiero a las cavilaciones o ensoñaciones diurnas; a esos pasajeros estados mentales en los que nos imaginamos lo que podría suceder si hiciéramos tal cosa o si nos pasara tal otra. Especulamos casi sin descanso acerca de circunstancias hipotéticas a las que podríamos tener que enfrentarnos, mismas que ensayamos en nuestro efímero teatro mental. Deseos, temores, esperanzas, preocupaciones, posibilidades, sueños tontos, se escenifican una y otra vez, así sea fugazmente, en nuestra mente. Cada una de estas ensoñaciones diurnas dura en promedio 14 segundos. Parece poco, pero tenemos cerca de 2,000 diarias; de ahí que equivalgan más o menos a una jornada laboral.
No hay duda: pasamos una gran
parte de nuestro tiempo inmersos en historias.
14 de enero de 2024 (un día antes de comenzar
el año, pero esa es otra historia).
Fuente: Boullosa, Pablo. El corazón es un
resorte: Metáforas y otras herramientas para mejorar nuestra educación.
Foto: Internet.
No hay comentarios:
Publicar un comentario