lunes, 28 de septiembre de 2015

REGGAE STYLE RECARGADO



En 1986 me sentía uno de los seres más desgraciados de Juigalpa. Atrás habían quedado los años de universidad y, más allá, los bellos recuerdos de mi adolescencia y niñez al lado de mi familia en el puerto de El Bluff. Debía trabajar para poder sobrevivir. Pero eso no es todo: tampoco me gustaba porque debía cargar un fusil para poder desplazarme por todo Chontales. Despreciaba a mis jefes y la pequeña casa en que vivía al lado de mi esposa con mis pequeños hijos. Todos dormíamos en la misma habitación y siempre estaba caliente porque los vecinos tenían una cocina de leña pegada a la pared que se mantenía encendida; vivíamos en un horno de ladrillos de barro, en una olla de presión.

Regresaba de mal humor, con un dolor de cabeza que era producto de la decepción, la amargura y la rebeldía. Los sueños que tuve en mis tiempos de estudiante se habían convertido en una pesadilla. Mi familia me pedía que saliera del país por temor a la guerra. “¿Eso es lo que habías soñado?”, me preguntaban, “¿trabajar por una miseria, vivir en un horno, soportar la escasez de todo lo básico, no tener esperanzas ni un futuro?” Yo quería tener alas y volar.

Nunca me interesó hacer dinero, sino vivir la vida sosegada. Debía tomar decisiones: me propusieron que diera clases en la universidad de Juigalpa y acepté. Me convertí en un lector entusiasta, leía lo que caía en mis manos y descubrí mis habilidades para mostrarles la realidad a los estudiantes. La pizarra se convirtió en mi aliada para toda la vida, en ella plasmaba esquemas, figuras y matrices sin necesidad de un papel en mis manos para impartir las clases, mucho menos necesitaba dictar como la mayoría de los profesores. El entusiasmo regresó a mi lado: convertía mi estado de decepción en discursos figurados y me sentía seguro de mí mismo.

Luego de seis años las cosas cambiaron. Renuncié a mi trabajo principal porque las nuevas autoridades del gobierno de la UNO me hicieron la vida imposible: me retiraron el apoyo con medios materiales y notaba la desconfianza en sus miradas porque seguía siendo el director de Planificación y Proyectos del MAG en Chontales. Cuando cambió el gobierno, en 1990, los recibí en mi oficina con la carta de renuncia, pero me dijeron que ellos querían que siguiera desempeñando el cargo, que reconocían mi profesionalismo. Se quedaron sorprendidos cuando les presenté mi carta de renuncia con un listado exhaustivo de todo lo que estaba bajo mi responsabilidad, los medios materiales y el estado de situación de más de cuarenta proyectos de cooperación para el desarrollo financiados con fondos externos. Me quedé sin empleo pero me sentí liberado, sin la carga que  había tenido encima de mis hombros.

Me fui a pasar Navidad a Utila; nos volvimos a reunir con mis padres mi hermano, mi hermana y yo. Mi hermano viajó de los Estados Unidos y volvimos a querernos como cuando niños. Todos estaban bien, el miserable era yo. Cuando regresé tocaron la puerta de mi casa buscándome de una organización de las Naciones Unidas. “Te hemos buscado por todos lados, tenemos un trabajo para vos”, me dijo el oficial del Programa. “Otra vez a la misma cosa”, pensé… Pero acepté. Un  mes después estaba en Nueva Guinea ayudándole a la gente a volver a empezar, a reasentarse, a construir nuevos proyectos de vida. Me enamoré del trópico húmedo, del verdor permanente, de los ríos y del lodo; la libertad de la montaña me atrapó para siempre. En esa realidad cautivadora una ONG llamada Ayuda en Acción me ofreció trabajo; allí pasé 14 años como Director hasta que hice el cierre de las operaciones. Durante un año estuve despidiéndome de las comunidades, de su gente, de las instituciones del Estado y de otras ONG. Tengo una colección de diplomas de reconocimientos; cuando Ayuda en Acción me entregó el suyo me di cuenta que me estaba poniendo viejo, pero ya no seguía siendo un miserable: “te vas por la puerta grande”, me dijeron.

Desde entonces trabajo de manera independiente, a mi ritmo. He aprendido que las preocupaciones matan, que no vale la pena vivir en una olla de presión, que hay que esforzarse para ayudar a los demás, que los jefes son traicioneros, que la vida se vive mejor por cuenta propia, que la base de la pirámide de la vida, el entorno, hay que obviarlo; que el centro, el trabajo, vale la pena cuando se ayuda a la gente sin aprovecharse de su realidad. Ahora sé que la cúspide, la familia, es lo mejor de todo, lo único que cuenta.

Por ello ahora vivo feliz; sin ser adinerado, la riqueza está a mi lado. Vivo la vida al suave, al ritmo del Reggae Style. Estoy aprendiendo a ser vago, vaga-mundo. Si un día lo haces, vas a empezar a vivir; nunca es tarde, pero tenés que comenzar desde ya.


Estelí
Septiembre, 2015.