miércoles, 21 de mayo de 2025

SWEET SUGAR MANGO: DELICIA CARIBEÑA

 


El Sweet Sugar Mango es de esos frutos que no necesita mucho preámbulo entre nosotros, pero si no lo sabes aquí te dejo algunos de sus aspectos más importantes. Su nombre científico es Mangifera indica y es una variedad pequeña de mango originaria de Colombia, conocida por su bajo contenido de fibra, su aroma intenso y su sabor dulce debido a que posee entre 13 y 15 gramos de azúcar en cada 100 gramos de fruta. En inglés se le conoce como Sweet Sugar Mango. Es pequeño, de piel delgada y al verlo ya se sabe que vas a terminar chupándote los dedos.

Lo he comido en muchos lados, pero hay tres lugares que no olvido: Corn Island, El Bluff y Bluefields. En Corn Island —es probable que haya llegado a la isla a través del intercambio comercial con los Raizales de San Andrés y Providencia, y por vínculos familiares—, bajando hacia Long Bay, una señora tenía una canasta llena. Me regaló uno sin decir palabra. Bastó una mordida para que regresara a los años que, de chavalo, corría al fondo del patio de doña Juana Angulo en El Bluff. Bajo la sombra de los almendros, luego de cortarlos, ella nos repartía manguitos de azúcar con una gran sonrisa en el rostro. El jugo se escurría por mis brazos y uno no sabía si chupar el mango o reírse de alegría con los amigos.

En Bluefields los sugar mangos aparecen en los mercados, en las bolsas de las señoras, en los techos de las casas cuando caen maduros del árbol. Se cosechan entre abril y junio, cuando el calor cambia y el invierno empieza a insinuarse. Es época de brisas húmedas, de patios llenos de niños y pájaros, de mangos cayendo con el viento.

Es fruta que no se olvida porque viene acompañada de historias, de voces. Es fruta para comerse sin prisa, de pie, mirando el mar o sentado en una grada mientras el tiempo hace lo suyo. Se come con elegancia, con alma. Y por eso, cada vez que aparece uno, me detengo, lo pelo con las uñas y me pierdo en su dulzura.

Un Sugar Mango no solo se come, se revive… como se revive un patio, una risa, una tarde tibia a la orilla del mar.


4 de mayo de 2025.

Foto: Internet.

martes, 13 de mayo de 2025

PANTING

 


Es alegre, de conversación rápida.

Su lengua materna canta, embelesa,

y esa cadencia la lleva aún al hablar.

 

Viene de Krasa, un pueblo escondido

en un recodo del río Coco,

a 270 kilómetros al oeste de Waspam,

lejísimos de aquí.

 

Allá dejó su familia materna y paterna.

Combatió a la contra con el Ejército,

y desde 1985 se asentó en estas tierras.

Nunca volvió: le encantan la humedad y el lodo.

 

Ha hecho de todo, que yo sepa:

wachimán, agricultor, cowboy, hacelotodo.

Es buen chambero, pero si uno se descuida,

habla todo el santo día

como si no pasara nada.

 

Se libró de muchas penurias:

hambre y abandono,

del Grissi Signiss y la Liwa Mairen,

esas cosas que su gente carga

aunque él diga que ya es de aquí.

 

Siempre lo veo temprano, por las calles,

saliendo de su trabajo de vigilante;

a veces en el mercado,

el mirador de la plaza,

el parque central, el zonal, o la alcaldía.

 

Es sandinista hasta la muerte —lo dice con orgullo—.

Y cuando nos cruzamos, desde que me divisa,

camina feliz al ritmo de sus pasos rápidos.

“¡Adiós, Waspuc!”, le digo, y se ríe.

 

Siempre lleva algo en su mochila.

Es atento, servicial, de los buenos.

Su nombre es Wilber Panting Wilson,

llamado sencillamente Panting

por sus camaradas, amigos y conocidos.

 

Es una pantera del río

y de la montaña del trópico húmedo.

El implacable tiempo,

simplemente, no le hace nada. 

 

La Colina. 

11 de Mayo de 2025. 

Foto propia.

 


miércoles, 7 de mayo de 2025

PALO DE MAYO UNA VEZ MÁS

 


La última vez fue hace muchos años, en su barrio negro de Old Bank. Fue al caer la noche y una de esas casualidades que, con el pasar de los años, lo sigo recordando. Quiero que vuelva a suceder, volver a vivirlo, disfrutarlo. Porque ahora, cada vez que lo materializo en imágenes, me lleno de entusiasmo.

Ella salió de su casa con su hermana mayor. Caminaron desde Beholdeen hacia Old Bank.

Vivían cerca de la capilla de San Martín, y cuando llegué a buscarla, no la encontré. “Salieron a bailar Palo de Mayo”, dijo su mamá desde el corredor de la casa de madera. Caminé hacia la punta, y noté el ambiente festivo en la calle y en los corredores de las casas.

La gente, hombres, mujeres y niños, caminaba dando adioses con manos y voces a quienes los miraban pasar desde ambos lados. En esos años no había muchos vehículos en Bluefields. La verdad, nunca recorrí sus calles en un carro.

Antes de llegar a la punta de Old Bank, a unos veinte metros, la gente se reunía en una plazoleta. Hablaban entre ellos, se escuchaban risas. Todo el ambiente se llenaba de una alegría comunitaria contagiosa, como si un hechizo los envolviera a todos al mismo tiempo.

Me detuve. La busqué con la mirada entre el gentío, pero no logré dar con ella.

Desde los corredores, las mujeres ayudaban a los mayores, hombres y mujeres de cabello blanco, a bajar las gradas. Ellos avanzaban con pasos lentos, cansados, hacia la plazoleta donde ya los esperaban con bancas de madera alineadas en la primera fila del semicírculo. Varios jóvenes trepaban a los árboles de fruta de pan, compitiendo por el mejor puesto para observar el espectáculo. Los niños y niñas corrían cortando el viento que venía desde la bahía, envueltos en su algarabía.

De una de las casas salieron varios hombres cargando el tronco de un árbol. Se dirigieron al centro de la plazoleta, donde los esperaban otros que ya habían excavado un hoyo. Entre todos lo sembraron, apretujándolo con piedras y tierra hasta dejarlo erguido, pero antes varias mujeres se acercaron con cintas de colores. Lo encintaron desde la parte superior hasta su base. Y así quedó el palo, vestido de fiesta, listo para que todo comenzara.

La música estalló de pronto. Tambores y voces se elevaron al ritmo de “singsaimasinmailo”, que parecía brotar de la tierra misma y vibraba en el aire tibio y húmedo, como un llamado ancestral. La gente se acercó con entusiasmo, cerrando el círculo humano alrededor del palo, con los ojos encendidos por la emoción y los cuerpos ya inquietos por moverse.

Fue entonces cuando apareció. Salió de la penumbra, sonriente, con una mirada traviesa que encendió mi corazón de golpe, como una llama imprevista. Llevaba una falda amplia que resaltaba el movimiento de sus caderas, con su cabello rizado en trenzas, dibujando círculos que hipnotizaban mis sentidos.

Entró al círculo formado alrededor del palo y tomó una de las cintas en sus manos con una gracia innata, natural y casi felina. Giraba en torno al tronco, y su cuerpo, sensual y orgulloso, parecía flotar con cada paso que daba al compás del Palo de Mayo. La seguí con la mirada, sin pestañear, con una emoción profunda y antigua que se apoderó de mí.

A su alrededor, hombres y mujeres se unían al baile con euforia creciente. Gritaban y reían en medio de la cadencia creciente del tambor: “mayayslasinki, mayayaoo”.

La energía colectiva era electrizante; niños brincaban al ritmo, mientras parejas se acercaban peligrosamente en una danza que era celebración y seducción al mismo tiempo.

Entonces ella me vio. Su sonrisa se amplió, cálida y pícara, mientras sus ojos brillaban con el reflejo de las luces del barrio. Extendió su mano hacia mí, invitándome a entrar en el remolino festivo que había creado con su presencia. Sin pensarlo, crucé el gentío, tomado por una fuerza irresistible, y juntos bailamos.

Giramos alrededor del palo decorado, riendo y respirando uno frente al otro, compartiendo un instante tan fugaz como eterno, tan intenso que ahora, al recordarlo, aún siento en la piel su esencia de mujer caribeña y el eco sensual de la música, “tululupasanda”, de aquella noche inolvidable.

Quiero verla bailar Palo de Mayo una vez más. Porque sé que solo en esa danza, rodeado por la alegría eufórica de nuestra gente, podré reencontrarme con aquella juventud perdida y con ella, que sigue girando, luminosa y eterna en mis memorias.


7 de Mayo 2025.

Foto: Arpillera de Nydia Taylor.