Mostrando entradas con la etiqueta corn island. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta corn island. Mostrar todas las entradas

lunes, 8 de septiembre de 2025

ORGULLO DE CORNAILEÑA

 



En un rancho a la orilla de la playa,

pasando por Sally Peache,

piso de arena tibia, techo de palma de coco,

muebles de madera que crujen con el peso,

música caribeña en inglés,

las parejas bailan libres bajo la luz opaca

de bombillos azules y rojos

colgados del entramado del techo.

 

Aromas espesos: café fuerte,

colombiano, llegado por San Andrés,

cerveza amarga, ron dulce que quema,

cigarrillos de contrabando, humo denso

que nubla el aire y enciende los sentidos

al ritmo del soca y el reggae.

 

En la orilla del camino de grava

hay sombras expectantes,

ojos brillando en la penumbra del anochecer.

Entran y salen a la pista

cuando el ritmo alegre

toca sus entrañas.

 

En las esquinas del rancho

los cuerpos se buscan,

piel contra piel, sudor alegre,

movimientos eróticos y sensuales

que se entrelazan como olas nocturnas.

 

Afuera, a escasos metros,

revienta un oleaje silencioso.

Lo sientes crecer al caminar por la arena,

mientras esquivas cocoteros vencidos

que se acuestan sobre el mar

como gigantes cansados.

 

La música del rancho se va apagando.

El leve oleaje, espuma breve,

marca el compás de mis pasos

bajo un cielo encendido de estrellas

que laten como corazones abiertos.

 

Al regresar, allí te encuentro,

cornaileña de mi encanto,

alegre y sonriente, bailando descalza,

tu falda levantada por la brisa,

la música estremeciendo tu cintura.

 

En ningún lugar vas a ver el cielo

como aquí, desde la arena,

acompañados del oleaje breve,

de los cocoteros cómplices

y las estrellas que tiemblan de vida.

Lo dices con orgullo de cornaileña,

y tomados de la mano caminamos hacia Long Bay,

hasta perdernos en las ansias de nuestros cuerpos.


Allí, sobre la arena tibia,

nos unimos con la noche.

Las olas suaves revientan en la orilla

y rozan nuestra piel extasiada,

mientras el cielo nos cubre

con su manto palpitante de estrellas.


Todo quedó en mi memoria con tu partida.

La magia se deshizo en mi pecho,

y aunque la isla sigue latiendo con tambores y estrellas

para encantar a los enamorados,

yo camino con la nostalgia de saber

que su verdadero encanto se fue con vos.

 

4 de Septiembre de 2025.

Foto: Internet.


miércoles, 21 de mayo de 2025

SWEET SUGAR MANGO: DELICIA CARIBEÑA

 


El Sweet Sugar Mango es de esos frutos que no necesita mucho preámbulo entre nosotros, pero si no lo sabes aquí te dejo algunos de sus aspectos más importantes. Su nombre científico es Mangifera indica y es una variedad pequeña de mango originaria de Colombia, conocida por su bajo contenido de fibra, su aroma intenso y su sabor dulce debido a que posee entre 13 y 15 gramos de azúcar en cada 100 gramos de fruta. En inglés se le conoce como Sweet Sugar Mango. Es pequeño, de piel delgada y al verlo ya se sabe que vas a terminar chupándote los dedos.

Lo he comido en muchos lados, pero hay tres lugares que no olvido: Corn Island, El Bluff y Bluefields. En Corn Island —es probable que haya llegado a la isla a través del intercambio comercial con los Raizales de San Andrés y Providencia, y por vínculos familiares—, bajando hacia Long Bay, una señora tenía una canasta llena. Me regaló uno sin decir palabra. Bastó una mordida para que regresara a los años que, de chavalo, corría al fondo del patio de doña Juana Angulo en El Bluff. Bajo la sombra de los almendros, luego de cortarlos, ella nos repartía manguitos de azúcar con una gran sonrisa en el rostro. El jugo se escurría por mis brazos y uno no sabía si chupar el mango o reírse de alegría con los amigos.

En Bluefields los sugar mangos aparecen en los mercados, en las bolsas de las señoras, en los techos de las casas cuando caen maduros del árbol. Se cosechan entre abril y junio, cuando el calor cambia y el invierno empieza a insinuarse. Es época de brisas húmedas, de patios llenos de niños y pájaros, de mangos cayendo con el viento.

Es fruta que no se olvida porque viene acompañada de historias, de voces. Es fruta para comerse sin prisa, de pie, mirando el mar o sentado en una grada mientras el tiempo hace lo suyo. Se come con elegancia, con alma. Y por eso, cada vez que aparece uno, me detengo, lo pelo con las uñas y me pierdo en su dulzura.

Un Sugar Mango no solo se come, se revive… como se revive un patio, una risa, una tarde tibia a la orilla del mar.


4 de mayo de 2025.

Foto: Internet.

miércoles, 2 de abril de 2025

HUELLAS


 

Tus huellas no se borran,

siguen en la cama, en la sala, en el corredor,

latentes en el patio y en el árbol

donde anidó el colibrí errante.

 

Tus pasos resuenan en mis pensamientos,

se hunden en la arena de Corn Island,

se enredan en las ramas del cacao mico

y en los arbustos de uva de mar.

 

Mi piel es un lienzo marcado por ti,

mi espalda, mi pecho, mi rostro,

cada surco es un fuego que aún arde.

 

Huellas aquí, huellas allá,

persisten para no olvidarte,

para encontrarme siempre en ti.


2 de Abril de 2025
Foto: Internet

martes, 4 de febrero de 2025

DESDE MOUNT PLEASANT HILL

 


Dicen que en la mar está la paz,

pero yo sé que también es un abismo,

porque por la mar te fuiste

una tarde de verano,

dejándome en esta isla

de arenas blancas y arrecifes dormidos.

 

Desde Mount Pleasant Hill

vi tu sombra desvanecerse,

esperé que las estrellas emergieran

donde tu figura se hundió en el horizonte,

pero solo quedó el eco

de un adiós que no quise escuchar.

 

Ahora miro al Norte

y te imagino perdida en un mar distinto,

de calles frías y atiborradas,

corriendo tras un sueño

que no sé si aún te pertenece.

 

En la profundidad de la memoria

busco nuestra risa entre los cocoteros,

las canciones que juramos eternas,

y me duele saber

que en poco tiempo todo ha cambiado:

las palabras, las promesas,

las verdades en que creíamos.

 

Aquí sigue el sol,

el viento y las olas,

las estrellas brillando sobre la mar,

pero ya no sé si traen paz

o solo la tristeza de saberte lejos.

 

Es tan tarde ahora,

pero lo es mucho más

en un lugar donde nunca estaré

para verte otra vez.

 

 

4 de Febrero 2025

Foto: Internet


miércoles, 30 de agosto de 2023

UN BAILE EN LA CANTINA DE MISS LILIAN




George Downs se levantó de la silla y caminó por el pasillo en dirección al corredor. Desde allí observa el andén del puerto. Varios chavalos juegan sus trompos frente a la escuelita de doña Carmelita. En el muelle de los guardacostas, varios guardias, colgados y sentados en una tarima de madera, pintan el costado izquierdo del G7.

Aparta la vista porque el resplandor del sol en el techo de la aduana le incomoda y camina hacia el puente semi colgante de madera que une la cantina de Miss Lilian con el andén. Se detiene en el centro y dirige la mirada hacia la izquierda, en dirección a la venta de Toño Real y doña Estercita. Varios transeúntes se cruzan en su ir y venir, unos van hacia el lado de la cantina de Miss Pet, buscando al sector de la iglesia católica, y otros hacia las oficinas de la aduana. George da pasos hasta el andén, escudriñando un poco más allá de la venta de Toño Real. Es la segunda vez que deja la mesa que ha ocupado.

La gente que circula por el andén lo observa con cierto grado de interrogación. Va vestido de pantalón vaquero color azul, camisa manga corta de botones, abiertos en la parte superior, mostrando un poco el pecho y calza zapatos mocasines color café. El cabello rizado lo lleva bastante corto, sus ojos son de color café oscuro y sobre sus labios gruesos sobresale un bigote fino. Es un hombre de edad treintañera, de altura mediana y robusto. Les brinda una sonrisa, una muestra de que es capaz de establecer lazos amistosos rápidamente.

Regresa al salón de la cantina y ocupa su lugar. A su izquierda, tres mesas están ocupadas por otros clientes que beben cervezas y ron.

—No te preocupes —dice Shirley—. No tarda, Jessica aseguró que vendría antes de las cuatro de la tarde y siempre cumple lo que dice.

—Eso espero —dice George —. Llevo varios días pensando en este encuentro.

George apura un trago de cerveza y lo saborea con el aroma de flores caribeñas que Shirley deja en el ambiente. Escucha la música de la roconola que ameniza el salón con canciones seleccionadas por los clientes a cambio de una moneda de veinticinco centavos. Son piezas musicales de moda, boleros, salsa y cumbias que alegran el ambiente.

Suspira tras el trago y recuerda el día que la conoció en la ciudad de Bluefields. Los ojos verdes de Jessica lo impactaron y, al voltearse para verla, su figura alta y delgada con cintura en forma de A, moviéndose como las olas en un vaivén ondulante, provocaron que la siguiera en la distancia. En todos los mares navegados, puertos y ciudades visitadas como marino mercante, jamás vio a una mujer tan espectacular.

Cautivado por su elegancia, sigue sus pasos hasta un punto donde bajan de la acera para cruzar la calle y visitar la tienda de William Woo. Con una maniobra galante y veloz, George se adelanta, baja a la calle y, colocándose frente a ellas, extiende su mano. Es Shirley la que corresponde. Ansioso espera tomar la mano de Jessica y, al hacerlo, la ternura de aquella mujer que lo mira sorprendida, lo cautiva.

—Señoritas, mi nombre es George Downs —. Aun sostiene a Jessica y ella no hace ningún intento por desprenderse de su robusta mano.

—Gracias, caballero, usted es muy amable —dice Shirley. George continúa sosteniendo a Jessica, pero Shirley la toma del brazo y ella, con delicadez, retira la mano.

—No las había visto en la ciudad —dice George.

—Vivimos en el puerto de El Bluff, pero somos de Corn Island —responde Shirley.

 —Oh, de verás. Corn Island es la isla que más me gusta —responde con su mirada concentrada de Jessica.

—Somos primas —dice Jessica. Su voz entró por los oídos de George como una canción celestial provocando la liberación de las neuronas del amor en su cerebro.

—Lo siento mucho, pero estamos un poco apresuradas —dice Shirley —. Debemos hacer compras de los encargos de nuestras tías y tomar una panga para cruzar la bahía. Quizás puedas visitarnos —concluye, apretándose contra el cuerpo de Jessica.

—Serás bienvenido —dice Jessica. Ambas giraron para cruzar la calle de asfalto y, al ritmo de sus pasos, George nota que ella vuelve su mirada para ratificar que lo hiciera.

—Avísanos —dice Shirley —. Vivimos en casa de nuestras tías, Miss Pet y Miss Lilian. Allí estaremos.

George sale de si mismo y observa que Shirley atiende amenamente a otros clientes que están en mesas ubicadas a su costado derecho. A su izquierda está el amplió pasillo que se prolonga desde la entrada principal hasta el acceso al bar. Una escalinata baja al tambo de la casa desde el pie de la puerta. La brisa del mar proveniente de la playa de El Tortuguero irrumpe por la puerta y la ventana posterior, brindando frescura al salón y a la habitación que Miss Lilian y Mr. Herrera, su marido, comparten.

Los hombres de la mesa adyacente a la ventana ríen a carcajadas y Shirley les regala sonrisas y coquetea al atenderlos. Un hombre flaco, alto y de pelo cortado al ras del cráneo, que junto a otros dos clientes ocupan una mesa cercana a la puerta principal, insiste en bailar con ella, y lo acepta. Es parte de su trabajo, ameniza con su belleza exótica el ambiente de la cantina. Desde que lo hace, el negocio progresa con clientes que buscan amenidad en el puerto.

George se abre camino entre el hombre flaco y Shirley porque danzan en el espacio del pasillo. Camina hacia el corredor y nota que tres chavalos ocupan una de las bancas; observan entusiasmados los movimientos de Shirley. Los transeúntes también se han detenido para observarla. Con sus movimientos y pasos, hace temblar el piso de madera de la casa unida por el puente semi colgante al andén. George sonríe y vuelve la mirada hacia su izquierda, quizás divisa a Jessica. Mira su reloj de pulsera y han transcurrido cinco minutos después de las cuatro de la tarde.

Dos horas antes, abordó una panga en el muelle de la punta de Old Bank. Su panguero, Yarey, lo espera en ella. Comenzó a trabajar como marino mercante a la edad de 18 años, ahorrando lo suficiente para invertir en bienes raíces en la próspera ciudad. Lleva una vida holgada, le gustan las aventuras, pero ahora piensa constantemente es Jessica, la mujer que lo ha sorprendido y entrado estrepitosamente en sus sueños desde el día que la vio en las calles de la ciudad.

De regreso a la mesa escucha a Shirley.

—¡Querida! ¡Estás preciosa!

George levanta la mirada y Jessica se revela en el umbral de la puerta del salón. Lleva puesto un vestido floreado que muestra la línea de sus pechos, está ajustado a su cintura y termina por arriba de sus rodillas. Calza zapatos de tacón. Se levanta de la mesa y la espera con ansias, al ritmo de los latidos acelerados de su corazón. Shirley ha dejado de bailar con el hombre flaco, la recibe con un abrazo y roce de mejillas, y la guía hacia George.

—¡Estás bellísima! —dice George —. Está sorprendido, maravillado ante tanta belleza que no sabe cómo responder por segundos hasta que toma su mano atrayéndola hacia él y besa su mejilla. Inhala su aroma profundamente y sus ojos brillan.

—¡Oh, muchas gracias! —responde Jessica emocionada. Se ve maravillosa, el vestido que lleva puesto expone sus piernas morenas color canela, largas, torneadas y tonificadas.  

Los hombres que ocupan las mesas están expectantes. Jessica los ha dejado en silencio, con vasos y cervezas en sus manos. Las risas y carcajadas abandonaron el salón y la música suena para ellos como si se hubiese pausado, lenta y distante, con el sonido en segundo plano.

Los chavalos sentados en las bancas del corredor se han girado para ver a las hermosas mujeres y muestran sus pequeñas cabezas en el rectángulo iluminado de la ventana.

George le brinda una silla de la mesa que ocupa y Jessica lo acompaña. Shirley los atiende y le sirve ron con coca cola, su bebida preferida, mientras que a George otra cerveza. Se aleja hacia la barra, pero los clientes la demandan, quieren verla bailar y accede a sus deseos.

—Ven Jessica, ven, acompañe a bailar —dice Shirley acercándose a la mesa y tomándola de la mano. —Tú también George, ven con nosotras, bailemos.

Shirley y Jessica se apoderan del salón y George las acompaña.

La morena de ojos verdes, figura alta y delgada, con vestido floreado y piernas largas, camina hacia el centro del salón con un movimiento decidido. George sigue maravillado porque, a pesar de notar un brillo travieso en sus ojos, se siente algo nervioso.

Ella es Jessica, dijo Shirley, saludando en dirección a la hermosa mujer con asombro y respeto a partes iguales.

Con su postura erguida y seria, parecía que estaba ahí para enseñar a caminar elegantemente con libros en la cabeza. La mirada en sus ojos decía claramente que estaba dispuesta a bailar como si de una vedette de cabaré se tratara.

—¿Estás listo? Será mejor que estés listo —dijo Shirley. Observaba a George que admiraba maravillado a Jessica. Los clientes de las diferentes mesas estaban en silencio, admirando a las hermosas mujeres.

La exuberancia de ambas acaparaba la atención, al igual que la asombrosa apariencia y poderosa autoridad en el cuerpo largo y delgado de Jessica que sugería que podía convertirse en instructora de baile en cualquier momento.

En la roconola sonaba la música estridente y comenzó a balancear sus caderas al ritmo de ella.

—¡Vas a aprender a bailar salsa! —gritó Jessica dirigiéndose a George, levantando un brazo delgado. George estaba en otro mundo, un mundo de ensueños y me movía lentamente. Esto no se le escapó a Jessica. Lo agarró del brazo. —Yo conduciré —añadió, como si tuviera alguna duda.

—Uno, dos, uno-dos-tres —dijo, mostrando el ritmo de la música con las rodillas.

A pesar de su naturaleza torpe, bajo su mano sorprendentemente firme, el cuerpo de George mostró una inteligencia cinética que no sabía que tenía. En cuestión de minutos, hasta los más corpulentos y flacos de entre los clientes se acercaban a Shirley, quién acompañaba el ritmo de Jessica, balanceándose, sin vergüenza, al ritmo de la salsa vivificante.

—¡Oh, lo tienes ahora! —ella gritó. Y por un momento, George sintió como si lo tuviera, si eso significaba controlar su cuerpo de una manera completamente nueva.

Las hermosas mujeres transformaron el salón en un espacio festivo, lleno de alegría por sus movimientos sensuales al ritmo de salsa. Los clientes de las mesas lo disfrutan, se levantan con pasos entusiastas a seleccionar canciones bailables en la roconola para que la fiesta continuara.

Luego de bailar varias piezas con Jessica e intercambiando con Shirley otras, George regresa a su mesa a tomar varios tragos de cerveza debido a que se siente un poco agotado, con el corazón acelerado por los movimientos de su cuerpo al ritmo de salsa. Desde allí observa a Jessica.  

Desde el andén, los transeúntes se han apiñado para ver bailar a las mujeres, varias parejas están expectantes y otras cruzan el puente semi colgante para unirse al baile, al igual que otros hombres que han llegado del lado del muelle de la aduana, subiendo las veinticinco gradas que culminan frente a la casa de don Octavio Gómez y doña Juana Angulo. Tapalwás, al escuchar la música y ver desde allí el aglomeramiento de gente frente a la cantina, camina en dirección a ella para saciar su curiosidad. Victoriano, Masayita y el africano, con sus semblantes etílicos, lo esperan sentados en las gradas de acceso a la casa de don Octavio.

Ahora la cantina se ha convertido en una gran pista de baile y los clientes han tenido que apartar las mesas, pegarlas a la pared del salón y contiguo a las ventanas. George se siente eufórico, la mujer que lo ha hipnotizado es la reina del salón, sus movimientos sensuales llaman la atención de los clientes, los recién incorporados y de los aglomerados en la entrada al puente. George se levanta y regresa a bailar con Jessica. La toma de la cintura y una fuerza de atracción poderosa lo domina a tal grado que la suelta para verla bailar a un par de metros de distancia. Es la mujer más bella que he visto, se dice George.

—¡Me encanta bailar contigo, George! —dice Jessica moviendo sus piernas y cintura con la mirada fija en él.

—¡Y a mí contigo, mi amor!

De repente, un hombre borracho, el flaco que estaba sentado en la mesa adyacente a la ventana, se acerca a Jessica y la agarra bruscamente del brazo.

—¡Vamos, nena, baila conmigo! —dice el flaco con voz pastosa.

Jessica se siente incómoda y trata de soltarse, pero el hombre aprieta su agarre.

—¡Suéltame! No quiero bailar contigo —grita Jessica con voz firme.

George se interpone.

—¡Oye, suéltala!

El flaco, enojado, empuja a George con violencia. George no duda en responder y se enfrenta al flaco, mientras otros hombres en el bar se dan cuenta de la situación y se acercan para ver qué está sucediendo.

HOMBRE 1 (gritando)

—¡Vamos, flaco, déjalo en paz!

HOMBRE 2 (apoyando al flaco)

—¡Déjenlos en paz! Esto no es asunto de ustedes.

La situación se intensifica rápidamente, con algunos hombres tomando partido por George y otros por el flaco. Pronto, la confrontación se convierte en una pelea caótica, con golpes y empujones por todas partes.

George lucha valientemente para proteger a Jessica, pero se ve abrumado por la cantidad de hombres que lo rodean. Jessica, asustada, trata de mantenerse cerca de él y protegerse, pero algunos hombres intentan agredirla también.

En medio del caos, Shirley corre en busca de Mr. Herrera, el marido de Miss Lilian, quien se encuentra en la habitación e interviene con un bate en sus manos, tratando de calmar la situación. George toma el bate y comienza a apartar a los agresores, muchos de ellos huyen después de recibir varios golpes en las piernas y brazos.

George y Jessica, exhaustos y con rasguños, se miran el uno al otro con alivio. Se abrazan, agradecidos de que la pesadilla haya terminado. Algunos clientes del bar los miran con una actitud agresora. Mr. Herrera, protegiendo a Shirley, le dice a George que esos hombres que ha golpeado son vengativos y que lo mejor que puede hacer es dejar la cantina.

—Son guardias vestidos de civil —dice Shirley. Regresarán porque han ido en busca de otros. Debes irte, George.

—Son ellos los que han comenzado la pelea —contesta George. Ha tomado de la mano a Jessica y ella se aferra a su cintura.

—Cariño, salgamos de aquí, iré donde consideres que estaremos seguros —dice Jessica acariciándole el rostro enrojecido.

George se muestra indeciso por unos segundos, pero reacciona tomando con fuerzas la mano de Jessica y camina hacia la puerta de acceso. Ve el gentío en el andén. Cruzan el puente semi colgante y, al salir al andén, la gente le abre paso. Comienzan a correr en dirección a la casa de doña Juana Angulo, al pasar, ve en el corredor a los hombres que están tomando ron, vuelve la mirada hacia el sector del cuartel y observa a varios guardias de uniforme que inician la subida de las veinticinco gradas. Le dice a Jessica que se quite los zapatos de tacón. Por unos segundos se detienen, ella se los quita y corren de prisa, pasan la casa de doña Luisa Sandino que los observa desde el corredor, cruzan el andén de acceso a la entrada a la aduana, las gradas que llevan al parque de la loma y siguen corriendo en dirección a la bajada del muelle de las pangas. Han llegado al parquecito ubicado frente a la casa de los Allen y desde allí George regresa la mirada.

Los persiguen cinco guardias con fusiles en mano que acompañan al hombre flaco que comenzó los disturbios en la cantina de Miss Lilian.

¡Yarey! ¡Yarey! —grita George en dirección al muelle de las pangas. Jessica, a su lado, está agotada y se detienen por unos instantes al bajar las primeras gradas y acceder al área de descanso.

—¡De prisa! ¡De prisa! ¡Enciende el motor!

Yarey se encontraba conversando con otros pangueros en ese sector del muelle y como un delfín entre las aguas entró velozmente en la panga y de un jalón de la correa encendió el motor fuera de borda.

George sostiene a Jessica mientras aborda la panga. Suelta las amarras mientras Yarey la empuja alejándola del muelle. Acelera el motor y maniobra para adentrarse en la corriente que busca su salida al mar. George se ha sentado al lado de Jessica. Vuelven la mirada y ven a los guardias con el flaco en el borde del muelle.

—¡Oh, cariño! Eres valiente —susurra en el oído de George.

—Cariño, conmigo siempre estarás segura.

Jessica descansa en los brazos de George y lo besa con dulzura. George la abraza y, lleno de seguridad, la besa con pasión.

—Mi amor, te amo Jessica, te amo —.

El sol cae entre la isla de Miss Lillian y su compañera, la isla chiquita. Más allá, las olas revientan en la línea de playa de la isla de el Venado. El cielo se cubre de color miel y chocolate, irradiando las olas que la panga corta a su paso en dirección a Bluefields.

A lo lejos, más allá de Half Way Cay, unas lucecitas comienzan a parpadear al irrumpir la noche en el refugio que George tiene preparado para su amada.

 

Julio y agosto, 2023.

Foto propia: Llegando a Bluefields.


domingo, 30 de abril de 2023

¡MAYO VENGA YA!

 



Aquí estás, un año después, y ya se escuchan los tambores. Nuestras almas están inquietas y la ciudad engalanada te esta esperando.

Te fuiste a la media noche, silencioso para que siguiéramos ilusionados con la dicha que nos diste durante un mes, tu mes Mayo Ya. Cuando el sol salió, todo cambió: los rostros quedaron sombríos, sin sonrisas, con ojos tristes, ojeras de trasnochados y, al hacer cuentas, los bolsillos quedaron volteados y lavados.

La tristeza nos volvió a invadir, pero somos fuertes Mayo Ya. En nuestras mentes y corazones te teníamos presente, ansiosos esperando tu regreso. No tenemos resentimientos, te fuiste lejos, navegaste por los siete mares y en el norte desapareciste de nuestra brújula que marcó en un inicio tus desplazamientos. Llenaste tus bolsas de bendiciones y ahora regresas para compartirlas con nosotros. ¡Bienvenido Mayo Ya!

Nos despojamos de la tristeza, para que sirve quejarse durante esos otros meses que tienen feos nombres, que no nos gustan, meses de penurias, aunque la distracción se organice para quitarnos la cabanga, la arrechura por tu ausencia Mayo Ya, por todos lados tratan de distraernos, date cuenta que por eso vamos a la playa, a las barreras, a los hípicos, a los ríos, pero nunca te la vamos a pegar, nunca, jamás de los jamases Mayo Ya, porque sos el mes de la fertilidad, el de la lluvia que nos empapa.

Y cuando estamos alrededor de vos, adorándote, te muestras orgulloso porque te cubrimos de cintas de colores, mueves tus ramas de excitación al ver tantos cuerpos que giran en movimientos sexuales ansiosos, pidiéndote que derrames dicha y bendiciones en la semilla que será fecundada para darnos nueva vida Mayo Ya.

Vida prolífica para que en los campos germinen las semillas, para que la mar nos de buenas faenas, para que los negocios sean bendecidos, para que surja entre nosotros el amor y la armonía, eso, eso Mayo Ya, libéranos del mal, aparta las enfermedades de nuestras casas, ilumina nuestros caminos con la luz que acumulaste en tu viaje y danos fuerzas para aguantar este bacanal que nos encanta, que nos enloquece al ritmo de los tambores que martillan en nuestras cabezas sin dejar de pensar en otra cosa más que en el tululu, en el lanchtanova, en el sinsaima, en el mero vacilón, danos fuerza Mayo Ya.

Sos una pausa en la tormenta que nos ahoga, sos la luz que ilumina nuestra alma caribeña, eso y más Mayo Ya. Desde hace días escuchamos los preparativos, los calentamientos y queremos que sea ya, que Mayo venga Ya, ahora, ya, en este instante, Mayo en la calle, Mayo en la casa, Mayo en el parque, Mayo en el barrio, Mayo en la sangre, Mayo con vos Mayo Ya, bailando en la playa, en la arena, en Corn Island, en Pearl Lagoon, en El Bluff, en todos los lugares, contorsionando nuestros cuerpos, tululiando todos los días y sus noches, una noche un amor en el mes de la fertilidad, el que hace olvidar rencores y  penas, dejándolo todo atrás para comenzar con la alegría que nos traes Mayo Ya.

Y si te vas al amanecer del último día de tu mes, Mayo Ya, y nos vas a dejar con las calles barridas y descoloridas, con la misma tristeza y desdicha que vive en nuestro corazón los otros once meses del año, te seguiremos esperando con la fe de que volverás a llenar de alegría a estos corazones que palpitan por ser feliz eternamente. ¡Mayo venga ya!


30 de abril de 2023

Foto: cortesía de  Jesús Salgado.


sábado, 11 de febrero de 2023

EN EL CORAZÓN DE LA ISLA DEL MAR

 



El camión lechero pasa velozmente,

el  IFA rebosa de gente hasta en los costados,

pichingas se sacuden al trote del caballo,

estudiantes colorean el camino de azul y blanco,

motocicletas veloces los aventajan.

Afuera hace frío por la niebla,

húmeda y brillante está la grama.

Amanece en Nueva Guinea.

 

Pero yo estaré en la isla del mar Caribe,

en el corazón de la isla del mar,

donde las olas revientan en el arrecife,

explayándose en los cocoteros.

En el patio las gallinas cacarean, el gallo canta,

los cachorros juegan en la hojarasca de naranja y mango,

y Web, mi viejo amigo, grita, grita y grita,

los pescadores zarpan a la mar y no lo escuchan,

cansado, gira y desaparece por el camino de arena blanca.

Saboreo el café colombiano hecho al estilo cubano

y los barcos se alejan en nueva faena.

Allí estoy, allí en la isla del mar, colmado de su calor.

Allí estoy, disfrutando el amanecer.

 

El galopar de los cascos se acerca,

la lechera pasa velozmente,

bajo estrellas durmientes

y rayas rojizas atravesando el cielo.

El hombre con su carreta de bueyes

saluda y dice adiós tarareando 

la misma vieja y triste canción.

Es un nuevo amanecer en Nueva Guinea.

 

Pero yo estaré en su corazón, en la isla del mar,

donde se vive y ama como en ningún otro lugar.

 

10/02/2023

Foto: Arpillera de Nydia Taylor.


domingo, 5 de diciembre de 2010

VACACIONES PARA LA ETERNIDAD

Salimos de vacaciones para celebrar la Semana Santa del año 1977. Unos días de descanso y ausencia de la Universidad Centroamericana, del constante cambio de pabellones, aulas y profesores; de manifestaciones y protestas contra la dictadura; de ojos enrojecidos por gases lacrimógenos y añoranzas por nuestro terruño. Días antes habíamos hecho los preparativos del viaje; Mariano, Fernando, Noel, David, Jimmy y Tilo, asignándose cada quien lo que aportaría para hacerlo placentero hasta El Rama, un trayecto de más de siete horas en el bus expreso que salía de la COTRAN y llegaba justo a tiempo para abordar el barco Bluefields Express y llevarnos a Bluefields, por el majestuoso Río Escondido.

Desde que nos encontramos en la parada de buses el ambiente se volvió festivo. Al hacer inventario de lo acordado, el viaje se mostraba espectacular: un termo con hielo, botellas de ron, cervezas, gaseosas, embutidos, galletas de soda, sándwich, pan, vasos descartables y rostros felices. Uno de ellos, no recuerdo cuál, llevaba bien cuidada una bolsita de plástico con yerba aromática, esa que dicen que relaja y da risas.

Navegando por el río, la fiesta no esperó la llegada a Bluefields. El Bluefields Express se convirtió en un crucero donde se entonaron canciones acompañadas por guitarras, en un bar a la intemperie de primera clase, donde afloraban los gestos de solidaridad evitando vasos vacíos de hielo y ron, abrazos con otros amigos que nos encontrábamos y la búsqueda de opciones para el interminable disfrute de las vacaciones. En esa búsqueda, les dije que el martes el barco de mi padre saldría para Corn Island y que regresaría el sábado. Sin dudarlo, casi todos se apuntaron a pasar en la isla los días santos y la voz se fue regando por todos los rincones del barco, fluyendo con el viento, hasta perderse por las entrañas de los naranjales vestidos de amarillo en las riberas del río. Al llegar a Bluefields la fiesta se extendió hasta el GG, amenizada por el grupo Gama.

Al día siguiente viajé a El Bluff, a la casa de mis padres, quienes con anticipación tenían hechos los preparativos para el viaje a la isla, donde nos esperaban mi tío Simeón y su familia. Pasaron los días y con ellos llegó la noticia de que mi prima pasaría las vacaciones en El Bluff. Una relación de primos había transitado clandestina hasta el entusiasmo de un amor de adolescentes, amor a escondidas, motivado por la soledad vivida en una ciudad de locura, llena en días de semana, vacía los sábados y domingos, al desplazarse la gente hacia todos los rincones del país, en búsqueda de la paz y tranquilidad que sólo los pueblos brindan.

Los ánimos del viaje a la isla fueron decayendo y el día lunes ya había tomado la decisión de quedarme para pasar con ella la semana. Mis padres no entendían cómo era posible que me quedara solo. Ella llegaría el martes y ese día me encontraba en una total indecisión. La visita de Jimmy y Mariano fue suficiente para convencerme que perdería lo mejor de las vacaciones y salí corriendo a la habitación, compartida con mi hermano, en el segundo piso de la casa, a llenar mi mochila de manera apresurada mientras el barco esperaba atracado en el muelle de la aduana. Al salir al muelle me encontré con ella y mi irrefutable excusa fue que mis padres no permitían que me quedara solo. Nos vemos al regreso, le dije.

II

Al llegar, el barco estaba repleto de gente que viajaba al raid. Mis amigos y amigas me saludaron con entusiasmo y mi padre dijo: “al fin te convencieron, levantá la lista de la gente para ir a pedir el zarpe, se nos hace tarde”. Eran como las diez de la mañana. Comencé a levantar la lista de las personas enumerándolos en orden creciente en un recorrido por la proa, la popa, babor y estribor. Todos, casi todos, conocidos. Junto a Marta Bolaños iba una mujer que mis ojos buscaban con insistencia y me di cuenta que era amiga de mis amigos y amigas, conocida por todos; los desconocidos éramos ella y yo. Quien será, por qué no la conozco, de dónde es, me preguntaba.

Al acercarme para anotarla en la lista, la observé como se admira una obra de arte. Alta, calculé que le llevaba dos centímetros de altura; cabello corto cubierto con un pañuelo como gitana; ojos color café, limpios y brillantes, en los que me vi; labios bien definidos, color natural con una ligera elevación en las comisuras superiores bajo una nariz perfecta; dos camanances bien definidos acompañaban su sonrisa; aretes redondos, grandes, colgados de los lóbulos de sus orejas; blusa corta delatando unos pechos medianos, turgentes, firmes y mostrando un abdomen sutil con un ombligo redondo que hizo sentirme en el centro del firmamento. Un short cortito mostraba sus largas piernas de atleta, caderas perfectas, unas nalgas luminosas, casi redondas como una boya que indica el camino en el mar; pequeños pies calzados con tenis. Su piel, cubierta de una fina capa de aceite de coco, mostraba la inclemencia del sol veraniego, dándole una tonalidad rosácea y brillante, desprendiendo del cuerpo un aroma que invitaba a saborearla.

Al dar su nombre lo escribí con una “s” y con cierta coquetería me corrigió diciéndome: “se escribe con c”. “Disculpe, ya lo corrijo”, le dije, mientras lo borraba manchándolo con fuerza y volví a escribirlo en mayúsculas, sin prisa, calmado, olvidándome en ese instante de los que faltaban en la lista, ante su mirada expectante. Al ver su nombre bien escrito y sobresaliendo entre los otros, nuestras miradas se encontraron en un instante que duró una eternidad y me dijo sonriente: “gracias, así se escribe”, para luego preguntar: “por qué levantas lista de las personas”. “Es un requisito para todos los barcos que salen a altamar por cualquier accidente”, le dije. Continúe en mi tarea mirándola de manera esquiva hasta completar el listado, una hora después. Mis amigos, dos de ellos, la cortejaban y colmaban de atenciones, convertidos en fieras sedientas de aventura en la semana santa. Contra ellos pierdo, pensé.

Una hora después de haber pasado la barra de El Bluff, navegábamos en dirección este, rumbo a Corn Island. Los ánimos de casi todos comenzaron a decaer ante el embate insistente de las olas, provocando movimientos frontales al abrirse paso con la proa, cayendo como en un abismo, para luego levantarse y ser embestido nuevamente a babor; ladeándose y, sin estabilizarse totalmente, volvía al movimiento inicial. Ese constante movimiento provocó el mareo de muchos que comenzaron a vomitar. Desde la ventana de la cocina la observaba y me dí cuenta que Marta iba mareada. Salí en su búsqueda para ofrecerle mi camarote, abriéndome paso entre personas sentadas, acostadas y regadas por la cubierta. Al llegar, le dije: “Martita, dame la mano, te voy a llevar a mi camarote para que duermas un rato”. En su rostro descubrí la angustia, el temor al mar y se quedó expectante de mi gesto, solitaria, mareada, sin atenciones ni conversaciones, porque mis amigos, los que al inicio la llenaban de agasajos, también iban mareados. Se les acabó el encanto, pensé. 


Cuatro horas después, el Miss Indiana atracaba en el muelle municipal ubicado en Brig Bay. Fueron desembarcando uno por uno, huyendo aturdidos de los efectos causados por la travesía. Al salir ella, le brindé mi mano para sujetarse, sentí que se aferró con ternura y fuerza a la vez y, al estar segura en el muelle, tuve la impresión que trató de jalarme para acompañarla. En el muelle se aglomeraron, cada quien buscando sus maletas, aún mareados; me despedí de los amigos porque íbamos hacia Sally Peaches donde vivía mi tío Simeón. “Por la noche nos vemos en la fiesta”, les grité al tomar el barco su nuevo rumbo y noté que me observaba.


III

Toda la familia acudió a la fiesta. Al llegar al Muy Muy nos acomodamos en una mesa amplia, en una esquina del salón principal, frente a la entrada del mismo. Mis amigos y amigas todavía no llegaban. Estaba inquieto, esperándolos, pero más impaciente por verla de nuevo. El ambiente comenzó a llenarse, la fiesta había iniciado con el ritmo animoso de la música caribeña. Poco a poco aparecieron y, sin preguntar por ella, mis ojos la buscaban sin encontrarla. Al vernos en la mesa, se acercaban para saludar a mi padre, y al resto de la familia. Unos minutos después me uní a ellos.

En su búsqueda me asomé al corredor del local. Estaba sentada en el muro y el cortejo de los insistentes, principalmente Jimmy y Tilo, continuaba. Al observarla, reconocí una camiseta blanca con el eslogan “I love Puerto Rico”, con el love representado por un corazón rojo al lado izquierdo, precisamente donde está ubicado. Jimmy se la había prestado y ella la llevaba puesta sin darse cuenta que era mía. La observé sin que lo notara y descubrí a una bella mujer que reía ante las ocurrencias de ellos. Ahora no cubría su cabello, pero siempre vestía con un short cortito, de tenis y la camiseta. Ese aditivo hizo que la percibiera como una diosa del mar, atrayéndome como una ola. Me acerqué a saludarlos y ella dejó de reír. Jimmy apresurado me apartó del grupo y dijo: “Cuidado le vas a decir que esa camiseta es tuya”. “No te preocupes, no tengo por qué”, le respondí y regrese al salón del baile.

La fiesta estaba amena, las parejas bailaban en un ambiente repleto. El ritmo de la música soca, calipso, reggae y soul no podía desperdiciarlo y salí en busca de mis amigas, olvidándome de ella, para invitarlas a bailar. Contra ellos no puedo, pensaba, son más galanes. Baile con Martita, con Sandra y otras que se escapan del rincón de los recuerdos, mientras ellos competían por bailar con ella. Bailaba y regresaba a la mesa familiar observándola en la distancia.

En una de esas piezas de baile, estando todos cerca, se dio un cambio de ritmo junto a un cambio provocado de parejas y me encontré frente a ella. Tilo se convirtió en pareja de otra y yo de ella. Mi corazón comenzó a palpitar como el de un atleta en una carrera de cuatrocientos metros, mis piernas comenzaron a temblar como las de un boxeador a punto de caer noqueado, pero en un segundo me recupere. Comenzó a sonar una canción soul y le pregunté: “quieres bailar esta pieza lenta” y sin responder nuestros cuerpos se buscaron, mis manos rodearon su cintura, las suyas se colgaron de mis hombros, nuestras mejillas se juntaron y sentí el palpitar de nuestros corazones; sus movimientos lentos, acoplados a los míos, no dejaron desplazarnos más allá de dos ladrillos. Con atrevimiento, antes que terminara la canción, tome su mano derecha con mi mano izquierda y la bajé a la altura de sus caderas, apretándosela para que comprendiera que no deseaba que se alejara de mí.

Al terminar la canción tardamos en separarnos y nuestras miradas se volvieron a encontrar hipnotizadas, pérdidas entre ellas como náufragos observando el horizonte; nuestras manos continuaban juntas, aferradas, deseando que no terminara ese instante, cuando los galanes apresuradamente volvieron a buscarla para seguir bailando con ella. “No, les dijo, estoy bailando con él” y se alejaron. “Me encanta tu camiseta, te ves preciosa” le dije. “No es mía, respondió, me la prestó uno de tus amigos porque no soportaba el ardor en la piel”. “Te la regalo, desde este momento es tuya, yo se la presté”, le dije, incrédula me quedó viendo y sonreímos juntos por primera vez.

Desde ese instante continuamos bailando por el resto de la noche, ante las miradas celosas de los pretendientes, de complicidad de mis amigas, sus amigas y curiosidad de la mesa familiar.

Al concluir la fiesta, caminamos juntos hasta el sitio donde mis amigos y amigas, ahora nuestros amigos, habían instalado varias casas de campaña. Ella también allí se alojaba. En el camino me dijo que era de Juigalpa, que vivía una cuadra antes de llegar a Palo Solo, en la calle del mismo nombre. Le comenté que había estado por seis meses en Juigalpa estudiando en el liceo agrícola, que frecuentaba su calle, su barrio y el parque del mismo nombre, mencionando a varios amigos que también eran sus amigos. Me dijo que vivía en Managua, en el reparto Las Mercedes, en la misma casa donde vivía Marta, con Erika y Sandra. “No es posible, no puede ser, siempre las visito y nunca te había visto”, le dije. Los fines de semana, junto a los amigos, acudíamos a fiestas que las hermanas Dipp organizaban en el mismo reparto y nunca la vi. En una ocasión, Sandra y Anahuac Ibarra me invitaron a acompañarlos a su casa porque debían inyectar a una amiga que estaba enferma. Entraron a la habitación mientras los esperaba en la sala y al salir me dijeron que ya estaba mejor. Era ella.


Nos despedimos al llegar a las casas de campaña, ubicadas en North End, como viejos amigos y quedamos en vernos al día siguiente en el mismo local donde la descubrí esplendida, bella, contenta y segura, vistiendo la camiseta que ahora le pertenecía,  igual que mis deseos por estar a su lado.


IV

El día amaneció con un sol radiante, cielo despejado con poco viento, azul intenso como el mar que aparentaba ser un espejo resplandeciente. El tío Simeón organizó un día en la playa, cerca de su casa en Sally Peaches, un día en familia.  Para la ocasión, junto a mi padre, preparaban un rondón de caracoles. Siempre sostuvieron que el rondón debe hacerse por hombres en la playa para quedar exquisito, para darle el toque mágico, como debe ser, así que las mujeres no intervinieron.

Lo primero que hicieron fue macerar sobre una piedra el molusco para luego cortarlo en trozos grandes. Entre golpes y moluscos macerados, los tragos y cervezas florecían. Mientras ellos estaban en eso, ayudamos a mi madre y tía Twila a encender una fogata, a pelar plátanos, bananos, yuca, quequisque y fruta de pan. La leche de coco ya estaba preparada en una porra; seis cocos fueron pelados, licuados en trozos para luego ser colados y extraer su mágica y espesa leche. De igual manera, una ensalada fría de camarones, langostas y papas en trozos con mayonesa había sido preparada con antelación y reposaba en una pana plástica a la espera de que el apetito la descubriera.

Insistentes, me solicitaban rellenar sus vasos con hielo y ron. Comenzaron a bromear preguntando por ella, como si supieran que a cada instante su visión regresaba cautivándome cada vez más. Los evité y tomé la máscara, las patas de rana y el tubo para dirigirme a snorkeling en los arrecifes de coral por más de una hora, estimando el tiempo para que el rondón estuviera listo. Al bajar a los arrecifes observé peces multicolores, azules, amarillos, verdes, rojos; las estrellas de mar, los corales de cerebro, de cuerno de ciervo, en forma de abanico; langostas, camarones, tortugas, caracoles y varias mantarrayas. En cada una de esas maravillosas especies que observaba, mis pensamientos regresaban a ella, la imaginaba como una seductora sirena de mar esperándome en algún punto del inmenso arrecife; buscándola transcurrió el tiempo hasta que, en una de las salidas a tomar aire, observé que desde la playa me llamaban.

Varios de mis amigos, entre ellos Mariano, Fernando y Jimmy, habían llegado a acompañarnos en ese ambiente festivo a orillas de la playa de arenas blancas, bajo la sombra de cocoteros donde se observaba en el horizonte Little Corn Island. Luego de unas cuantas cervezas y de degustar el exquisito rondón era inevitable que preguntara por ella. “Está con las muchachas, pensamos que ibas a llegar a buscarla”, dijeron. Pasamos juntos a Simeón y mi padre conversando, riendo a carcajadas de sus anécdotas y bromas, hasta que la tarde nos sorprendió. Se despidieron y regresamos a la casa. Extenuado dormí y al despertar eran las siete de la noche.

De prisa tome una ducha y camine junto a mi hermano Tony hasta llegar al Muy Muy. Llegamos una hora después y la fiesta recién iniciaba. Al entrar, la observé y me dirigí seguro hacia ella. Luego de los saludos comenzamos a bailar. Los amigos galanes dejaron de cortejarla, sabían que me estaba esperando, que ambos deseábamos estar juntos, iniciando un romance frutal.

Después de bailar varias piezas, el ambiente nos agobiaba, mucha gente para los dos. La invite a caminar por las calles de arena y tomados de la mano conversamos. Al cruzar por un sendero oscuro, antes de llegar al claro de la pista de aterrizaje, nos dimos el primer beso. Un beso que cautivó mis sueños y, al concluir, desprendió la ilusión del amor, un amor en vacaciones, en una isla paradisíaca, un amor en la flor de la adolescencia. Continuamos caminando sin rumbo, entre pláticas nos besábamos una y otra vez sin importarnos las miradas inquisidoras de los que pasaban a nuestro lado.

Una luna casi llena resplandecía en la playa. En una ensenada nos sentamos sobre un tronco a admirarla. Ella y yo, juntos, solitarios, con la compañía de la luna y el sonido de las mansas olas que reventaban frente a nosotros, como invitándonos a sumergirnos en ellas, provocaron que me desnudara sin pedirle permiso, sin inhibiciones ante su admiración y me adentré en el mar. La invité a acompañarme, ella no acudió al instante, pero minutos después se desprendió de todo y llegó a mi lado. Nos besamos intensamente con abrazos enloquecidos, de frente, de lado, de espaldas y me sumergí en las aguas cristalinas a tocar su sombra, a recuperarla del fondo del mar, demostrándole que ahora era mía, como un pirata lleno de orgullo después de obtener un botín deseado.

No soportó el agua salada y volvimos a la playa, al mismo tronco. Al rodar por la arena, su espalda, piernas y brazos le ardían tanto que no resistía mis besos y caricias. No estaba acostumbrada al mar, era una sirena de ríos y lagunas de agua dulce.  “Vámonos, quiero darme una ducha para quitarme esta arena, no la aguanto”, dijo y caminamos hasta llegar a las casas de campaña. Me llevó a su rincón, salió a ducharse y regresó ante la mirada suspicaz de otras parejas y amigos que compartían esa casa improvisada. Me acurruqué a su lado, nos besamos hasta dejar de hacerlo por el dolor dulce de los labios y dormí hasta el amanecer abrazado a ella. Al despertar, nos despedimos y le dije que regresaría más tarde.

V

Mi madre pasó preocupada toda la noche por la ausencia. Al llegar a la casa y sermonearme, mi padre salio al auxilio. “Desayuno y me voy donde mis amigos, vamos a caminar alrededor de la isla, vamos a darle la vuelta” les dije. “Pasen al regreso por aquí para que almuercen, van a tardar más de cinco horas”, dijo mi padre. Regresé a ella dos horas después y, junto a varios de los amigos y amigas, comenzamos a caminar, saliendo por Brig Bay, para darle la vuelta a la isla.

Tomados de la mano, hicimos la travesía. Pasamos Waula Point y apreciamos la belleza de la arena blanca y aguas de diversas tonalidades de la playa que en un tiempo fue de Somoza, donde su esposa en esos días pasaba las vacaciones. Descubrimos Quinn Hill, al no poder caminar a orillas del mar en Bluff Point por los inmensos farallones de piedra. Bordeamos desde arriba esa punta de la isla viendo en el horizonte la inmensidad del mar. Por varias horas Quinn Hill nos acompaño a la izquierda del camino, hasta que salimos a una inmensa y larga playa, tal como su nombre lo indica: Long Bay. Luego aparecieron casas, señal que llegábamos a South End. Al estar en ese punto, recordaba lo que mi padre decía: “no bebas agua en South End, el agua de esos pozos convierte a los hombres en maricones” y lo decía en broma, se lo gritaba a sus amigos de esa parte de la isla que reían a carcajadas ante su ocurrencia. Nos detuvimos en un pequeño rancho, unos tomaron gaseosas, otros cerveza y a la izquierda sobresalía Mount Pleassant. Continuamos caminando y apreciamos la colina Little Hill y en el horizonte Little Corn Island, señal que estábamos cerca de Sally Peaches.

En ese recorrido, sin separar nuestras manos, por muy tosco que fuera el camino, descubrimos la belleza de Corn Island y, a la vez, nos conocimos más. Le conté mi vida y preguntó por mi prima. “No es nada serio, es una locura” le dije. Me habló de su hijo, del accidente automovilístico que tuvo junto a su marido donde había fallecido. Con mis besos trate de calmar su pena, demostrarle que había encontrado un nuevo amor, un amor cristalino como las aguas de la isla y que crecía a cada instante, en cada paso a su lado, como las profundidades del mar que aumentan al adentrarse en él.


Al llegar a la casa del tío Simeón nos estaban esperando. Desde que mi padre la vio a mi lado, descubrió que estaba enamorado y la familia entera la acogió como que la hubiesen conocido toda la vida. Almorzamos juntos y las atenciones hacia ella se volvieron exquisitas, festivas, ante las miradas atónitas de mis amigas y amigos. Al caer la tarde regresaron a las casas de campaña, previo acuerdo que nos miraríamos todos, ella, los amigos y amigas, junto a mi familia, en la fiesta del Muy Muy.


VI

En la fiesta la esperábamos. Al llegar, le ofrecí un lugar y nos acompañó. Compartió con toda la familia. Bailó con mi padre y con el tío Simeón. Los amigos y amigas también acudían a la mesa y se retiraban a bailar. Necesitábamos estar solos y volvimos a caminar. Entre abrazos y besos apasionados me dijo: “esta es la penúltima noche juntos”. “Esta relación puede durar toda la vida si quieres” le dije. “No, es una relación de vacaciones y con ellas se termina”, respondió. Ante mi insistencia, dijo que una relación la esperaba. “A vos te espera tu prima”, dijo. Amanecí los días siguientes a su lado en la casa de campaña, disfrutamos cada uno de los minutos restantes, sabiendo que ese amor terminaría con las vacaciones. Estaba conciente de que, por mi corta edad, no estaba preparado para ella, ni para provocar una ruptura en su relación.

El día sábado, al finalizar las vacaciones, el barco no zarpaba del muelle porque ella no llegaba. Los amigos y amigas, bromeaban porque sabían que la espera era por ella. Al llegar, mi padre le ofreció un sitio en la cabina. Los amigos le decían que ahora regresaba siendo dueña de un barco pesquero. El viaje de regreso fue placentero, sin oleaje intenso porque navegábamos a favor de las olas. Mi padre le mostró el arte de la navegación, le cedió el timón del barco y con temor ella lo tomó por unos minutos y me dio la impresión que sintió la libertad en sus manos. La invité a la proa para que admirara los delfines que nadaban junto al barco y los peces voladores que salían elevándose en cada ola que reventaba en su avance, un trayecto, un camino que no deseaba que llegara a su final.

Al llegar al muelle de El Bluff y salir todos del barco, nos despedimos. “Se acabó, hasta aquí llegaron las vacaciones” me dijo. “Allá te están esperando” agregó. Volví la mirada y allí estaba ella, mi prima, esperándome. Quién le dijo que era ella, no lo sé, pero la señaló. Abordó una panga y partió hacia Bluefields.

La tarde transcurrió con mi prima en la loma del faro bajo la sombra de unos cocoteros. Desde ese punto, el más elevado de El Bluff, en el horizonte limpio y claro, observaba a lo lejos Mount Pleasant, el punto más alto de Corn Island y mis recuerdos se trasladaron hacia la isla; reviví cada minuto, cada segundo a su lado desde el mismo instante que la miré en el viaje hacia la isla. “Qué tienes, qué te pasa, preguntó mi prima”. “Te noto ausente” agregó. “Nada, no tengo nada, pienso en que debo regresar a Managua, a la universidad”, le dije y la acompañe de regreso al muelle para que tomara una panga hacia Bluefields.

Al día siguiente, un domingo, viajé hacia El Rama en una panga junto a mi hermano. Al pasar cerca de McPit, el barco Bluefields Express iba lleno de gente. Allí debe venir ella, pensé. Al llegar a El Rama esperamos la llegada del barco en el Hotel Amy. Nos encontramos en ese hotel, nos saludamos y le dije que tenía un raid con unos amigos con espacio para ella. “Ya se acabaron las vacaciones, llévate a tu prima” me dijo con tono de enojo y se alejó de mi lado.


No comprendí su enfado hasta que mis amigos me contaron los motivos. En Bluefields, la noche anterior, las hermanas de mi prima, mis primas, al darse cuenta de nuestro amor en Corn Island, la acosaron, la insultaron y tuvieron que intervenir a su favor. Ahora sí la perdí, se acabó, pensé. Abordé el automóvil del amigo que me daba raid, partí solo y desilusionado hacia Managua.


VII

La Universidad volvió a llenar mi tiempo. Los amigos me daban bromas, preguntaban por ella, decían que la buscara, que así son las mujeres, se hacen las difíciles y es todo lo contrario. Tiene una relación y nada tengo que ofrecerle, pensaba. Con el paso de los días y las semanas no podía olvidarla. “Vamos pues, acompáñame, vamos a buscarla” le dije a Jimmy. Llegamos anocheciendo y no estaba. Marta dijo que no había llegado de su trabajo. “Te fijas, no hubiéramos venido a buscarla”, le dije. Ella fue clara, siempre dijo la verdad, nunca mintió, las vacaciones habían terminado y con ellas la relación, tiene otro amor, pensaba.

Busqué a Annie Cooper y nos mirábamos diario en la universidad. A veces salíamos juntos a los pueblos en fines de semana, íbamos al cine y sus besos ya no eran los mismos. En ocasiones, Rafael llegaba a buscarme para pasar los fines de semana en diferentes playas del Pacifico y siempre salía con mis amigos de la Costa. Nunca pude borrarla de mi mente ni sacarla de mi corazón.

Un día, después de varias semanas; vacío y desesperado, acudí en su búsqueda. Al llegar sin anunciarme, atendía la visita de otro. Me decepcioné tanto que, después de saludar y verla junto a él, me despedí a lo inmediato. Salí de la casa huyendo y, al caminar hacia la parada de buses, escuché mi nombre. Regresé la mirada y era ella quien me llamaba. “Se acabó, he terminado con él”, me dijo. Desde entonces nunca dejé de visitarla. Una noche, la casa estaba vacía para los dos. Hicimos el amor por primera vez y nunca dejamos de amarnos. Las vacaciones se volvieron para siempre, para la eternidad.

Siempre que da su nombre y lo escriben con “s” en vez de “c”, nuestras miradas se buscan con complicidad; ahora que está ausente, la cama y la casa vacía, ahora que los pájaros dejaron de cantar por su ausencia, he recuperado de los recuerdos una parte de la historia de nuestro amor para que no se pierda con el tiempo, para que cuando sea yo el ausente, ella, mi mujer, Emilce, se las lea, se las cuente a nuestros nietos.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Viernes, 03 de diciembre de 2010