viernes, 26 de julio de 2013

ESTAMPIDA Y ESCRITURA

Controlar una estampida de toros es casi imposible. Cuando se deciden salen tirados hacia donde se les ocurre. Si la quieres controlar, debes subirte a un caballo y cabalgar rápido y furioso detrás de ellos.

Sin embargo, podés influir en la dirección que tome el rebaño que truena en su recorrido y destruye lo que encuentra a su paso. Cabalgando a su lado, gritando y aullando, puedes influir en esta o en aquella dirección. No puedes tramar anticipadamente sus pasos o su ruta exacta. Solo puedes conseguir que se dirijan de alguna manera a Juigalpa, si la barrera de esa ciudad es tu final deseado.

Así que la próxima vez que te sientes a escribir, deja que tus pensamientos corran. Déjalos deambular. Apártate del camino y, solamente de vez en cuando, dales un pequeño grito para que tomen una dirección deseada. Pero sobre todo, obsérvalos con detenimiento en su recorrido. 

Muchas veces lo hago y resulta.

lunes, 15 de julio de 2013

LA CAMIONA

Víctor Barrera se subió al camastro del gigante gancho con la seguridad de que en cualquier momento comenzaría a deslizarse sobre el lodazal y lo llevaría sano y salvo a Nueva Guinea. “Cuando escuché el grito alegre de Fulgencio Duarte, el ayudante del tractorista, indicando la salida —¡jálela, jálela, jálela! —, sentí el arrancón bajo mis pies y me senté en el piso de madera entre sacos de azúcar, latas de aceite, pacas de sal, cajas de jabón y herramientas, sujetándome de los tablones”, dijo Víctor desde la comodidad de su oficina.

Sobre el gancho, cortado de inmensos árboles, construían un camastro rectangular que acoplaban con un cable al tractor Caterpillar D6 de oruga, que lo jalaba para poder trasladar alimentos y combustible entre La Gateada, propiamente en La Curva, y la recién formada colonia de Nueva Guinea. Las puntas del gancho y su base eran ovaladas a punta de machete, permitiendo que se deslizara sin resistencia en subidas y bajadas, apartando el agua de los charcos en un crujido constante que se mezclaba con el ruido del tractor. En terreno malísimo, principalmente en grandes hondonadas, el tractor cruzaba primero y luego arrastraba a “la Camiona” —así le llamaban— con el cable del guinche hasta la parte más alta para seguir avanzando entre el lodo y la espesa montaña al ritmo de mansa boa.

Al inicio, los víveres se trasladaban en el lomo de treinta mulas, pero como no aguantaban el trajín y se cansaban en los lodazales, pasaron a ser usadas por los técnicos del Instituto Agrario. “A don Miguel Torres se le ocurrió el invento porque él fue, en un tiempo, maderero y de esa manera trasladaba el combustible y herramientas a los puntos de extracción más avanzados en la montaña. Con la Camiona se resolvió el problema de abastecimiento que sufríamos en los primeros años de fundación, entre 1965 y 1970, antes de que se construyera la carretera desde La Gateada”, dijo don Víctor Ríos Obando, uno de los fundadores de Nueva Guinea.

“En la Camiona me venía para acá cuando salía de vacaciones; a veces la cargaban con combustible y, en otras, con víveres, porque no transportaban las dos cosas al mismo tiempo. Cuando tenía que regresarme a estudiar a Managua, en ella me montaba; iba cargada de gente y recipientes vacíos. El viaje duraba cuatro días, dos de ida y dos de regreso. De Nueva Guinea salían de madrugada, a eso de las cuatro de la mañana, y en el recorrido se detenían por espacios breves en La Paula, La Santos y Río Rama, hasta que llegaban a El Coral a las seis de la tarde. En esos tiempos, El Coral era una callecita triste, pero allí descansaban, comían y dormían para salir tempranito al día siguiente. Se detenían en La Ceiba y Quebrada Grande; llegaban a La Curva entre la una y dos de la tarde, descansaban un rato, la cargaban de productos y vuelta para atrás”, agregó Víctor Barrera.

El viaje duraba menos cuando comenzaron a construir la carretera de todo tiempo porque la Camiona llegaba hasta el punto más avanzado del camino. “La demanda de productos creció con el aumento de colonos y trataron de sustituirla con uno de esos tráileres que se utilizan en los ingenios, pero no les resultó: se embancaba o se daba vuelta en la trocha y la carga quedaba regada en el lodazal”, explica Víctor.

“La esperábamos ansiosos por las tardes y muchos salían a su encuentro montados en bestias hasta el río La Verbena. El rostro de Luis Morán, el primer tractorista de la Camiona, brillaba de alegría por el recibimiento que le dábamos cada vez que entraba por la primera calle que hicimos, la principal de ahora. Cada cuatro o cinco viajes teníamos que hacer una nueva porque se desgastaba en la trocha; todita se la carcomía el lodo. Siempre escogíamos grandes ganchos de árboles duros y resistentes, como almendro y guayabón, para que aguantara. ¡Éramos ingeniosos, en esos tiempos no nos resignábamos!”, recuerda don Víctor Ríos Obando, lleno de orgullo.

El tractor se detenía frente a la oficina del Banco Nacional, descargaban la Camiona y después distribuían los productos en la cooperativa, al otro lado de la pista, en la esquina opuesta de la llamada “catedral” de Nueva Guinea. “Allí me bajaba y después caminaba hasta la casa de mi mamá en Río Plata”, dijo Víctor Barrera, mostrándome el sitio donde la parqueaban.

 

15 de Julio de 2017.

miércoles, 10 de julio de 2013

EMOTICONOS

Emoticono es un símbolo gráfico que se utiliza en las comunicaciones a través de correos electrónicos o en las redes sociales (facebook, twitter, etc.) y sirve para expresar el estado de animo del remitente. Aquí te dejo algunos emoticonos para que los tengas presente o los utilices.

:-)  Sonrisa

:-(  Tristeza

:-D  Hablar sonriendo

X-D  Tronchado de sonrisa

:-l  Inexpresivo

;-)  Guiño de complicidad

:-X  Besos

>:-)  Sonrisa diabólica

:´(  Llorar

:´)  Llorar de emoción


Si conoces otros o los utilizas envíamelos.





martes, 2 de julio de 2013

UN NEGRO ORGULLOSO DE OLD BANK



Esa tarde caminé hasta la punta de Old Bank, el barrio creole más emblemático de Bluefields. Recuerdo la ansiedad que sentí al estar de nuevo allí, respirando el aroma de la bahía, admirando el paisaje con barcos cruzando en dos vías por el canal que conduce a Schooner Cay y el río Escondido, el coqueteo alegre de las palmeras de coco con el ritmo del viento y, en el Este, a la distancia, mi querido puerto. 

Caminando de regreso por la calle, ahora construida de concreto reforzado, me detuve a saludar a dos señores mayores de edad que estaban sentados en el porche de una casa. Los saludé dando mi nombre y dije que soy originario de El Bluff. Me vieron de manera sospechosa y comencé a hablarles en inglés creole. Les pregunté sobre su familia, si eran nativos del lugar y si habían nacido allí.

“Hey Jim, él quiere saber sobre nuestra familia”, dijo en inglés el que aparentaba ser mayor, el menos corpulento, de unos sesenta y cinco años de edad. “Dile Charles, no tenemos nada que esconder”, respondió Jim, el más joven y fornido. Charles se quedó pensativo y comenzó a hablar dudosamente: “Nacimos y fuimos creados en Old Bank, el barrio más antiguo de Bluefields”. “Gracias al Señor”, agregó Jim levantando sus manos.

 “¿Y tú mamá también?”, le pregunté a Charles.

 “Óyelo, quiere saber sobre nuestra madre”, dijo Charles. En ese momento se volvieron a ver y luego fijaron su mirada en mí, una mirada profunda como esas que tratan de perforar la mente para descubrir los pensamientos. “Está bien, entonces, hablemos del barrio”, dije, pero Charles me interrumpió.

 “Mi madre era alta, corpulenta y siempre estaba pendiente de nosotros, nos daba muchos consejos cuando realizaba las tareas del hogar, nunca se cansaba de aconsejarnos para que enfrentáramos la vida, lo hacía cuando lavaba ropa, cuando limpiaba la casa, siempre lo hacía. Cuando ella cocinaba, ¡muchacho!, la comida era especial, todavía puedo oler el aroma de sus platos, el arroz y los frijoles elaborados con leche de coco, el estofado de tortuga, las tajadas fritas de fruta de pan en aceite de coco que cortábamos subiéndonos a la parte más alta de los árboles del vecindario, los chacalines de la bahía empanizados al estilo caribeño, la sopa de pescado con jaibas, la carne con hueso en caldillo y el Johnny Cake que nos horneaba. Toda la comida era preparada con leña, en esos tiempos no teníamos cocina de gas, recogíamos troncos en la orilla de la bahía que poníamos a secar en las piedras y cuando mi papá regresaba de pescar en su bote de canalete, bajábamos la pendiente corriendo para ayudarle a descargar los chacalines y pescados”, explicó Charles.

 “¿Tu papá era pescador?”, le pregunté. “Primero preguntó por nuestra mamá y ahora pregunta por papá”, dijo Jim dirigiéndose a Charles. “Dinos francamente qué es lo que quieres saber”, indicó Charles con tono bravucón.

“Honestamente siempre me he preguntado por qué le caían lluvias de piedras encima a la gente que visitaba el barrio de Old Bank por las noches”, respondí sin pensarlo dos veces.  Se volvieron a ver pero esta vez rieron a carcajadas, zapateando sobre el piso de madera y palmeando sus manos por unos segundos.

“Para protegernos de los extraños, para proteger el barrio, nuestras casas, nuestros niños, nuestras muchachas, nuestra forma de vida y nuestras raíces, solamente por eso”, explicó Jim.

“Pero eso nunca sucedía en los barrios de Beholden o Cotton Tree, allí nunca  tiraban piedras cuando los visitabas por las noches”, respondí.

“Muchacho, no compares mi barrio con esos, mucho menos a nosotros con esa gente, aunque seamos negros, somos diferentes. Nosotros protegemos a nuestra gente y a la comunidad, estamos orgullosos de ellos. ¡Soy un negro orgulloso de Old Bank, ¿no lo puedes ver?!”, dijo Charles con tono retador mientras Jim lo observaba con admiración.

Los corredores de los lados y enfrente de la casa comenzaban a iluminarse por lámparas y bujías mientras la calle perdía su tonalidad blanca. Ahora comprendía por qué le tiraban piedras a los extraños que visitaban de noche el barrio de Old Bank y me despedí de ellos estrechándoles sus manos gruesas y arrugadas. “Puedes caminar tranquilo, nadie te va a apedrear cuando bajes por el andén”, dijo Charles y escuché sus carcajadas mientras me alejaba de ellos.


jueves, 27 de junio de 2013

CONFITES EN EL INFIERNO

Miguel estaba sentado en una silla sobre el pasillo que da acceso a su casa de minifalda en la colonia de Río Plata; a su espalda dominaba el verdor del patio y los pájaros en las ramas de los árboles reclamaban los rayos del sol con su canto. “Cuando escuché el ruido del jeep me acordé de la avioneta”, dijo al saludarnos. Me ofreció una silla y, luego de saludar a su esposa e hijo, nos sentamos a conversar.

“Ruuuh, ruuuh, ruuuh, se escuchaba desde lejos un sonido ronco que reventaba entre las nubes oscuras y, desde que lo escuchaba, salía corriendo para donde mi mamá, sin importar lo que hacía ni dónde estaba, porque me esperaba con una botellita para que saliera corriendo a Nueva Guinea”, contaba con su voz entretejida al canto nostálgico de los pájaros, el rostro cubierto de alegría y sus manos señalando el cielo rojizo que se desvanecía.

“En un ratito me recorría los cinco kilómetros desde aquí hasta la pista, corría en el lodazal sin detenerme, en el camino encontraba a otros chavalos desmangados y descansaba hasta ver parqueada la avioneta a un costado de la pista, casi frente a la cooperativa, allí donde es ahora la alcaldía”, agregó cansado, como si hubiera hecho en este instante el recorrido. “Vieras el chavalero que se aglomeraba alrededor, éramos un montón de zipotes pelones, todos alegres y contentos de tocar a esa animala que volaba, esa avioneta que daba varias vueltas sobre el cielo de Nueva Guinea y se desmangaba desde arriba, papaloteando contra el viento y la lluvia hasta caer parejita, apartando agua de los charcos y quedándose quieta después de dar una vuelta”.

La esposa de Miguel salió desde la sala con dos tazas de café humeantes y su hijo se sentó en un banco de madera. “Veo que siempre le pinta el pelo a Miguel”, le dije al tomar la taza y mostró su sonrisa complaciente mientras él entrecruzaba las piernas. “¡Qué va!, ahora es su hija y sus sobrinas las que le esculcan el pelo”, dijo y volvió a entrar a la casa.

“De seguro has visto una foto en la que aparecen un montón de chavalos posando al lado de la avioneta”, continuó hablando Miguel. “Creo que era la número 1001 o tal vez la 1002 de la FAN, porque sólo esas dos piloteaba el teniente Ocón, él era especialista, estaba jovencito, de unos diecinueve años, pero conocía bien el lugar donde estaba la pista de aterrizaje. Se dejaba venir en picada como gavilán, abriéndose paso entre la neblina y las nubes cargadas de agua hasta nivelarse y quedar parejito a la raya de la pista para aterrizar”, dijo dibujando la maniobra en el aire con la palma de su mano derecha y los dedos verticales al suelo.

“Cuando daba la vuelta y se parqueaba salíamos disparados a su encuentro. Vieras que alegría, una sola algarabía de chavalos. Siempre traían algún convaleciente de Managua o iban a trasladar a otro de emergencia, a algún picado de culebra o a una mujer con problemas de parto, pero vos sabes cómo son los chavalos, no nos llamaba la atención por estar pendientes del teniente Ocón, siempre nos tocaba las cabezas pelonas, nos mostraba la cabina y nos traía confites de regalo” agregó.

¿Y la botellita, para que era?, le pregunté.

“Antes de despegar, el teniente Ocón nos llenaba la botellita con gasolina de la avioneta. Imagínate todo lo que repartía, éramos un montón de chavalos y todos llenábamos, para mí que siempre echaba de más en los tanques para regalarnos. Con eso nos bastaba en la casa, encendíamos los candiles para iluminarnos por las noches, el fuego de la cocina se mantenía encendido y hasta la usaban para remedios caseros. Cada vez que necesitábamos, al oír el ruido de la avioneta volvía a salir disparado hacia Nueva Guinea”, explicó.

“Lo que era ser chavalos en esa época”, intervino el hijo de Miguel que es maestro en una comarca de Nueva Guinea. “Ahora los chavalos no se conforman con confites en el infierno, porque eso era Nueva Guinea en esa época, un infierno de penurias y desgracias”, agregó.

“Y sigue siendo para la mayoría de la gente”, dijo Miguel al levantarse para que le entregara la taza y entrar a la sala. Cuando regresó me despedí de él y su esposa, y le dijo a su hijo que se regresara conmigo a Nueva Guinea porque ya anochecía.


lunes, 24 de junio de 2013

DEJANDO DE FUMAR

He tomado la decisión de dejar de fumar. Un gran reto considerando que tengo décadas de hacerlo y que el hábito, esas ganas irresistibles de hacerlo, se incrementan al sentarme a escribir en la computadora. La decisión la tomé el día de ayer. Es difícil, es una lucha contra mí mismo, la peor de las luchas que podemos enfrentar es contra nosotros mismos. 

Muchas veces, sin darme cuenta, el inconsciente bromeaba conmigo al encender un cigarrillo y ver otro sin terminarlo en el cenicero. En este instante el cenicero ha desaparecido de mi vista, al igual que la cajetilla de cigarrillos y el encendedor. He hecho desaparecer de mi lado todo lo que me lleve a la tentación de fumar.

Hace dos días me fumaba casi dos paquetes al día. Me di cuenta que podía hacerlo porque siempre he tenido un espacio libre de cigarrillos, un espacio de no fumar: mi cuarto. Sí en el no fumaba, aunque era imposible hacerlo dormido, mientras estaba despierto, después del mediodía hasta las tres de la tarde, ¿por qué no dejar de fumar en otras horas del día en diferentes lugares como la oficina, la sala, los corredores, la hamaca, el inodoro?, ¡el inodoro, es donde la tentación se eleva!

Allí está el reto conmigo mismo. Para superar la tentación como les he dicho, he desparecido de mi vista los cigarrillos, el encendedor y el cenicero. Ahora mi oficina, este espacio desde donde escribo es área de no fumar. Pero para hacerlo, para dejar de fumar, no crean que ya dejé de hacerlo, no, todavía no. Llevo en una libreta un registro de los cigarrillos que me he fumado según las horas del día. Ayer me fumé únicamente cuatro cigarrillos, uno entre las seis y ocho de la mañana, uno entre las ocho y las nueve, ese fue el del inodoro, uno entre las doce y la una de la tarde, el después del almuerzo, y uno después de cenar, entre las seis y siete de la noche.  Hoy, cuando sumé los cigarros que ayer me fumé, hice la comparación de esos cuatro con los casi treinta que me fumaba antes. He avanzado muchísimo, deje de fumarme una cajetilla y un poco más y puedo dejar de hacerlo.

Hoy, como todo los lunes, aparecieron los vende cigarros y no compré el cartón. Estoy sumando los que hoy me fumé. Fueron tres, uno menos que ayer. Entre las seis y las ocho de la mañana, uno; entre las doce y la una de la tarde; otro. Al terminarme ese, el después del almuerzo, tuve un mareo, y entre las siete y ocho de la noche, hace poquito, uno más. Tres en total, uno menos que ayer. Mañana espero fumarme sólo dos y luego uno para al final ninguno. Es difícil pero creo que lo lograré más aun cuando les he contado que estoy dejando de fumar. El día que deje de fumar del todo, les contare.

jueves, 20 de junio de 2013

EL REESTRENO DE LA CAMA

El carpintero afilaba el serrucho cuando entré al taller ubicado en el fondo de la casa. Sentado en una mesa, sostenía con los dedos índice y pulgar de sus manos una fina lima triangular que pasaba con movimientos perpendiculares sobre los dientes del serrucho volteado, trabado por dos tablillas frente a él. La mitad del serrucho brillaba y el chillido del contacto entre los metales, áspero y ligero, hizo que sintiera un agudo escalofrió. “Estoy aprovechando que no hay luz, se me estaba poniendo mocho”, dijo después que le di los buenos días.
En la pared de la casa, al lado de la cocina, habían mochetas recostadas, ventanas inconclusas, patas de mesas, sillas a la espera de ser enjuncadas; en los alrededores, a la izquierda y derecha de la galera, tablas y tablones estaban expuestos al lado del alero para ser secados al natural por las ráfagas del viento y los rayos del sol.
“Necesito que me hagas un trabajito urgente”, le dije.
“¿Qué necesitas?”, preguntó sin mirarme.  La energía eléctrica se había suspendido desde muy de mañana, a eso de las siete, y pensé que no aceptaría.
“Se quebró una pata de mi cama, quiero que le hagas una base para que sostenga el colchón”, respondí.
“¿Y te urge?”, preguntó sin dejar de afilar el serrucho.
            “Sí, pero no te preocupes, tengo la madera para hacerla”, respondí. “Desde hace más de un año corté un árbol de Acacia mangium que amenazaba con sus enormes ramas el techo de la casa. Lo di a aserrar, saqué varios tablones que fumigué contra la polilla y los puse a secar de la misma manera que vos lo haces”, le conté.
“Tengo que medir la cama”, dijo y detuvo lo que estaba haciendo.
Nos montamos en su camioneta y nos dirigimos a la casa. La cama estaba recostada sobre la pared del cuarto sin una pata de plástico en un extremo. Se quitó la cinta metálica de la faja, midió el ancho y lo largo sin anotar los resultados.
“Es una medida normal”, dijo.
“Medí las patas para que tenga la misma altura”, le indique sosteniendo en mis manos la pata quebrada. Midió tres de las seis patas. “Tienen diez centímetros”, dijo y preguntó por la madera.
Me siguió a la parte posterior de la casa donde estaba arpillada cerca de los cachivaches que se dejan de usar, acumulándose en el olvido con el paso del tiempo.
            “Allí está la madera”, le dije.
“Tenés un montón”, dijo dando vuelta alrededor de los tablones. “Es buena madera, está bien sequita”, agregó y midió varios tablones. Sin hacer cálculos apartó dos y un tabloncillo.
 “Con esto es suficiente, salen las cuatro reglas de los lados y las que irán cruzadas para sostener el colchón, del tabloncillo voy a sacar las seis patas”, explicó.
“¿Y en cuánto me vas a hacer el trabajito?”, le pregunté.
“¿Cómo lo querés?, ¿cepillado, lijado y embarnizado?”
“Sí, que quede bien hecho”, respondí.
“Porque somos conocidos, en quinientos pesos”, dijo.
“¿Cuándo me lo vas a entregar?”, seguí preguntando.
“Pasado mañana”, contestó.
“¡Pero es urgente!, ¿podés hacerlo para mañana?”
“No, mirá que no hay luz, si hubiera hoy mismo te lo hago”, respondió.
Le ayudé a cargar la madera en la camioneta. Antes de arrancar le pedí su número de teléfono; “no tengo, no me gusta andar con esos aparatos, llegá al taller, siempre estoy allí”, dijo al despedirse.
“¿En qué quedaste con el carpintero?”, preguntó mi mujer cuando llegó de hacer las compras.
 “Pasado mañana tiene lista la base de la cama”, respondí.
“Acomodemos la cama para mientras, pasado mañana la reestrenamos”, dijo ella luego de quitarle las patas y acomodarla en su lugar.
Por la noche me sentía extraño en la cama, la ausencia de sus patas, esos diez centímetros de diferencia en su altura, eran la causa. La mesa de noche quedaba por encima de mi hombro izquierdo, miraba el televisor sobre el ropero mucho más alto y las rodillas me quedaban inclinadas al sentarme en el borde de la cama.
El día acordado visité entusiasmado al carpintero. La base de la cama no estaba lista. Dijo que la luz lo había atrasado, que había tenido otras urgencias y que lo esperara dos días más. Cuando regresé a la casa, mi mujer dijo al verme: “No hay reestreno, los carpinteros son como las costureras, se comprometen y nunca cumplen”.
 Una semana después reestrenamos la cama y todo volvió a estar a la altura acostumbrada.


19/06/2013

martes, 11 de junio de 2013

UN CHORRO DE ALEGRÍA




Los cuatro hacían turno para meterse; brincando y girando formaban círculos de alegría con el agua que reventaba en sus cuerpecitos.

Zapatos, pantalones, camisas y mochilas estaban sobre la baranda. No llevaban mucho tiempo allí. Tres pasaron por la esquina y cuando comenzó a lloviznar se metieron corriendo al pasillo de la casa.

Desde la caseta del vendedor de frutas, ubicada en la esquina opuesta, los observaba mientras esperaba que escampara el agua.

Uno de ellos, el mayor, se acercó, metió la mano al chorro de agua que se desprendía del canal saturado por la lluvia, explotando en la acera de la calle. Los otros dos, el flaquito y el más bajo, lo observaban pegados a la pared de madera. La puerta y las ventanas de la casa estaban cerradas. La chispa luminosa de los relámpagos y los truenos habían dejado desolada la calle.

“Míralos, ¿crees que se metan?”, le pregunté al vendedor de frutas, quién las cubría con un plástico.

“Lo dudo”, respondió volviendo a verlos y estirando el plástico para amarrarlo a las patas de la mesa.

El mayor se acercó a los otros dos pringado por el agua. Hablaron entre ellos, el más bajo se hizo a un lado, hacia la ventana izquierda, porque el flaquito intentó sacarlo a la calle halándolo de las manos. El mayor le dio un empujón al flaquito y se sentó en el piso de madera, se quitó los zapatos, luego los calcetines y al levantarse los acomodó sobre la baranda.

“Se va a meter”, le dije al frutero. La rayería y la tronadera se habían calmado pero seguía lloviendo intensamente.

El flaquito intentó quitarle la mochila al más bajo pero dejó de hacerlo cuando el mayor se quitó la camisa y la colgó al lado de los zapatos. El más bajo se puso a reír palmeando sus manos cuando vio que se quitó el pantalón, lo puso al lado de la camisa y salió corriendo a meterse al chorro de agua.

“Los otros también”, dijo el vendedor de frutas.

El mayor gritaba y le hacía señas para que lo siguieran. El flaquito y el más bajo se acercaron al chorro desde el corredor, la ventana derecha se abrió y un chavalo asomó la cabeza. El flaquito y el más bajo hablaron con él. El flaquito se quitó la ropa, la puso en la baranda y corrió hacia el chorro. La puerta se abrió, un chavalo gordito salió al corredor en calzoncillos y la cerró despacito. Habló con el más bajo y salió disparado hacia el chorro, el mayor y el flaquito se apartaron para que se metiera. El bajito se reía y no se aguantó: se quitó la ropa, la colgó y salió corriendo.

“Viste”, le dije al vendedor de frutas.

Estaban felices, uno empujaba al otro dentro del chorro, giraban formando círculos de alegría con el agua que reventaba en sus cuerpecitos. Un carro dobló en la esquina y se parqueó frente a la casa.

“Se les acabó la fiesta”, dijo el frutero al ver a una mujer que se bajó cargando varias bolsas de plástico en sus manos.

La mujer le gritó al gordito. Se quedó quieto por unos segundos, luego caminó cabizbajo hacia el corredor. El mayor, el flaquito y el más bajo tomaron sus cosas y salieron corriendo, temblando de frío se metían en los corredores de las casas vecinas hasta que desaparecieron al dar la vuelta por la esquina.

“Que dicha, para ser eterna”, le dije al vendedor de frutas. Al voltearme hacia él lo vi de espalda, encorvado sobre la mesa de frutas.

“Alégrate vos también”, respondió al darse la vuelta. Sostenía en su mano izquierda una bolsa llena de rebanadas de mango maduro. Hablamos sobre los tiempos en que nos metíamos a los chorros de agua sin pensar en los problemas que ahora nos mantienen tensos hasta que pasó la lluvia.

Foto Propia: White Bush en la lluvia.