jueves, 27 de junio de 2013

CONFITES EN EL INFIERNO

Miguel estaba sentado en una silla sobre el pasillo que da acceso a su casa de minifalda en la colonia de Río Plata; a su espalda dominaba el verdor del patio y los pájaros en las ramas de los árboles reclamaban los rayos del sol con su canto. “Cuando escuché el ruido del jeep me acordé de la avioneta”, dijo al saludarnos. Me ofreció una silla y, luego de saludar a su esposa e hijo, nos sentamos a conversar.

“Ruuuh, ruuuh, ruuuh, se escuchaba desde lejos un sonido ronco que reventaba entre las nubes oscuras y, desde que lo escuchaba, salía corriendo para donde mi mamá, sin importar lo que hacía ni dónde estaba, porque me esperaba con una botellita para que saliera corriendo a Nueva Guinea”, contaba con su voz entretejida al canto nostálgico de los pájaros, el rostro cubierto de alegría y sus manos señalando el cielo rojizo que se desvanecía.

“En un ratito me recorría los cinco kilómetros desde aquí hasta la pista, corría en el lodazal sin detenerme, en el camino encontraba a otros chavalos desmangados y descansaba hasta ver parqueada la avioneta a un costado de la pista, casi frente a la cooperativa, allí donde es ahora la alcaldía”, agregó cansado, como si hubiera hecho en este instante el recorrido. “Vieras el chavalero que se aglomeraba alrededor, éramos un montón de zipotes pelones, todos alegres y contentos de tocar a esa animala que volaba, esa avioneta que daba varias vueltas sobre el cielo de Nueva Guinea y se desmangaba desde arriba, papaloteando contra el viento y la lluvia hasta caer parejita, apartando agua de los charcos y quedándose quieta después de dar una vuelta”.

La esposa de Miguel salió desde la sala con dos tazas de café humeantes y su hijo se sentó en un banco de madera. “Veo que siempre le pinta el pelo a Miguel”, le dije al tomar la taza y mostró su sonrisa complaciente mientras él entrecruzaba las piernas. “¡Qué va!, ahora es su hija y sus sobrinas las que le esculcan el pelo”, dijo y volvió a entrar a la casa.

“De seguro has visto una foto en la que aparecen un montón de chavalos posando al lado de la avioneta”, continuó hablando Miguel. “Creo que era la número 1001 o tal vez la 1002 de la FAN, porque sólo esas dos piloteaba el teniente Ocón, él era especialista, estaba jovencito, de unos diecinueve años, pero conocía bien el lugar donde estaba la pista de aterrizaje. Se dejaba venir en picada como gavilán, abriéndose paso entre la neblina y las nubes cargadas de agua hasta nivelarse y quedar parejito a la raya de la pista para aterrizar”, dijo dibujando la maniobra en el aire con la palma de su mano derecha y los dedos verticales al suelo.

“Cuando daba la vuelta y se parqueaba salíamos disparados a su encuentro. Vieras que alegría, una sola algarabía de chavalos. Siempre traían algún convaleciente de Managua o iban a trasladar a otro de emergencia, a algún picado de culebra o a una mujer con problemas de parto, pero vos sabes cómo son los chavalos, no nos llamaba la atención por estar pendientes del teniente Ocón, siempre nos tocaba las cabezas pelonas, nos mostraba la cabina y nos traía confites de regalo” agregó.

¿Y la botellita, para que era?, le pregunté.

“Antes de despegar, el teniente Ocón nos llenaba la botellita con gasolina de la avioneta. Imagínate todo lo que repartía, éramos un montón de chavalos y todos llenábamos, para mí que siempre echaba de más en los tanques para regalarnos. Con eso nos bastaba en la casa, encendíamos los candiles para iluminarnos por las noches, el fuego de la cocina se mantenía encendido y hasta la usaban para remedios caseros. Cada vez que necesitábamos, al oír el ruido de la avioneta volvía a salir disparado hacia Nueva Guinea”, explicó.

“Lo que era ser chavalos en esa época”, intervino el hijo de Miguel que es maestro en una comarca de Nueva Guinea. “Ahora los chavalos no se conforman con confites en el infierno, porque eso era Nueva Guinea en esa época, un infierno de penurias y desgracias”, agregó.

“Y sigue siendo para la mayoría de la gente”, dijo Miguel al levantarse para que le entregara la taza y entrar a la sala. Cuando regresó me despedí de él y su esposa, y le dijo a su hijo que se regresara conmigo a Nueva Guinea porque ya anochecía.


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