jueves, 11 de agosto de 2011

ESE ENCUENTRO CAMBIÓ SUS VIDAS PARA SIEMPRE


Llegaba los jueves al mercado de la Unión desde la profundidad de la montaña con varias bestias cargadas de quesos, frijoles, maíz, yuca y raicilla. Era buen cliente, siempre acudía a mi puesto a entregarme la raicilla. Fue a inicios de los años de 1990, después de la guerra, cuando me trasladaba con mi marido en los camiones IFA para ganarme la vida y poder mantener a mis dos hijas que estaban chavalitas. La raicilla se la vendíamos a Antonio Obando, un cliente de Managua. Vendíamos de todo: pasta de dientes, desodorante, pastillas de cuajo, baterías, ropita, botas de hule y lo que nos pidieran, porque después de entregar los productos en el mercado oriental, agarrábamos un bus hacia Cholutequita, en la frontera con Honduras. Un gentío llegaba a comprar, eran miles de personas que se habían quedado sin trabajo, doctores, ingenieros, maestros y enfermeras; compraban para luego revender por la falta de trabajo y, metidos en el negocio, lograban sobrevivir. 

    Octavio, ¿cómo se llama el campesino?
    ¿Cuál campesino? —respondió tras el mostrador donde atendía a un cliente.
    Amor, el que nos vendía la raicilla en la Unión.
    No recuerdo, eso fue hace muchos años.
    Cómo se te va a olvidar. Es chaparro, patilludo, con un bigotito fino, un diente de oro le brillaban cuando sonreía y tenía una mirada triste que ocultaba con la visera de la gorra.
    Ya recuerdo, Hilda, se llama Estanislao. No me preguntes por el apellido porque no lo sé —respondió al salir del tramo, se agachó para introducir unos billetes en la bolsa del delantal de Hilda, tomó una silla y se sentó a su lado.

Le confiscaron los quesos que traía a vender a Nueva Guinea, allí donde antes era el mercado, frente a la Policía. Estaba entregándole a un comerciante que tenía el camión parqueado y, de pronto, lo dejaron con las manos vacías. Además de eso —interrumpió Hilda— nos dijo que a toda su familia, sus padres, hermanos y a él, los sacaron de la finca que tenían en San José de Punta Gorda, llegaron los militares y, sin poder evitarlo, los obligaron a salir a pie hasta La Fonseca, montándolos en un camión para trasladarlos a un lugar que llamaban asentamiento. Allí pasaron varios meses en desesperación y una noche, cubiertos por la oscuridad, Estanislao se fugó con dos campesinos hacia un cerro donde los contras esperaban por ellos. “Se hizo combatiente de la contra”, agregó Octavio. Se unió a ARDE y, como conocía estas montañas y era aguerrido, con el tiempo fue ganándose el respeto de los jefes. Cuando se desmovilizaron, le llamaban “comandante”.
           
Antonio Obando vendía la raicilla a unos clientes de Costa Rica. En su casa la seleccionaba, secaba y empacaba para trasladarla a Peñas Blancas, donde la entregaba. En ese negocio le iba muy bien, siempre nos pedía más. Estanislao nos decía que solamente adentrándose en la montaña podía sacar mayor cantidad o cultivándola, pero que carecía del dinero necesario para invertir en eso. Se lo comunicamos a Antonio y, como buen comerciante, vio la oportunidad de invertir.

“Cuando regresen de Cholutequita, me voy con ustedes para Nueva Guinea”, nos dijo entusiasmado. Siempre nos atendió bien. “Es un hombre chelote, alto, ojos claros, con una barba casi roja y usa botas vaqueras”, lo describió Hilda. “Es Estiliano”, agregó Octavio. Se encariño con nosotros porque su hermano gemelo, un teniente del ejército, cayó combatiendo a la contra en estas montañas de Nueva Guinea. “Ustedes son como hermanos para mí, nos dijo después de los primeros viajes que hicimos llevándole la raíz”, dijo Hilda al levantarse para atender a un cliente.
           
El día que salimos con él hacia la Unión llovía desde la madrugada. El camión iba repleto de gente, hasta en la capota iban montados, abriéndose lugar entre la carga por esa carretera en mal estado. Llegamos temprano, acomodamos nuestros productos en el tramito de madera cubierto con zinc, colgamos la pesa y Antonio, luego de ayudarnos, salió a caminar para conocer la colonia. A las siete de la mañana comenzaron a desfilar los primeros campesinos, encapotados, cansados pero alegres y las bestias amarradas en fila, cargadas detrás de ellos con el lodo hasta la panza. Cada uno acudía a entregar los productos a sus clientes y comprar o intercambiarlos por otros de su necesidad. Antonio regresó a las nueve de la mañana, entusiasmado por el espectáculo que descubría y, minutos después, entre las quinientas bestias que se movían, vimos a Estanislao.

    Lo recuerdo como si lo estuviera viendo —dijo Hilda al regresar.

Se acercaba sin prisa, con el diente de oro brillando en su sonrisa. El capote cubría su gorra, su mirada triste. Al acercarse al tramo enmudeció, tomó las alforjas llenas de raicilla, las tiró al suelo y se retiró de prisa con un arriendo fuerte y desesperado que casi desboca al caballo. Quedé sorprendida, nunca se había comportado de esa manera. Antonio preguntó qué pasaba, por qué se había ido de esa manera sin hablar del negocio, y sin poder darle respuesta, convenció a Octavio para ir en su búsqueda.

    Lo encontramos en la cantina que quedaba al salir de la colonia hacia San Ramón —continúo hablando Octavio.

Estaba solitario, bebía ron y la mirada la tenía clavada en el piso de tierra. Antonio pidió dos cervezas, nos acercamos a él con dos bancos de madera y, al sentarnos a su lado, los presenté. Levantó la cabeza, fijamente miraba a Antonio con los ojos cubiertos de miedo como quien ve a un fantasma, sus manos temblaban y, sin poder sostener la botella, la dejó caer en el piso. Se quedó en silencio por unos minutos y de pronto comenzó a hablar.
           
Fue en una emboscada, era de tarde, dijo Estanislao después de levantar la botella y tomarse un largo trago. Teníamos más de cuatro horas de estar escondidos en el cerro, cubiertos detrás de unas piedras. La tropa de cachorros avanzaba a paso guerrillero y, al entrar en la hondonada, se entabló el combate que duró poco. Ellos eran unos treinta y nosotros más de cien. Las balas que les llovía provocaron su desbandada, corrían desesperados en distintas direcciones. Al terminar la balacera ya nos retirábamos y, al bajar del cerro, escuché los lamentos de uno con grados de teniente que sangraba del estómago y del hombro izquierdo. A los pocos minutos dejó de respirar. Los postas ubicados en distintos puntos de la montaña no observaron refuerzos y decidimos retirarnos sin prisa. Avanzamos unos doscientos metros y, sin motivo, detuve la marcha. Regresé con diez hombres a sepultarlos en el pie del cerro, junto a unas piedras. El herido que encontré sangrando era igualito a vos, así, alto, chele, ojos claros, barba rojiza, idéntico. Al verte, clarito escuché sus lamentos.
           
Antonio se levantó, su rostro emocionado resplandecía en aquella cantinita oscurecida por la intensa lluvia. Salió como sonámbulo, pensé que no regresaría y, al despedirme de Estanislao, ya saliendo hacia el tramito donde esperaba Hilda, vi que regresaba con otro semblante en su rostro. Ese era mi hermano, dijo de pie frente a Estanislao. Nunca supimos de su cuerpo, solamente nos dijeron que había muerto en combate en las montañas de Nueva Guinea. Yo estaba inquieta porque nunca regresaban, agregó Hilda. Los miré caminar sobre el lodazal a paso lento, no conversaban y, al llegar al tramo, Antonio se había olvidado del negocio de la raicilla, mientras Estanislao esperaba inquieto sus palabras. Necesito que me lleves a ese cerro, dijo Antonio.
           
Regresó a Nueva Guinea la siguiente semana. Estanislao lo esperaba en la parada con nosotros. Al bajarse del bus, caminó de prisa a nuestro encuentro y se abalanzó sobre Estanislao con un fuerte y largo abrazo. En el lugar que Estanislao enterró a su hermano gemelo hay una linda cruz que bajó del bus y tenía escrito: “Gracias, Estanislao por reencontrarme con mi familia”. Se hicieron amigos muy cercanos y emprendieron el negocio de la raicilla que, por sacos, llevábamos al puesto de Antonio en el mercado oriental. Siguen trabajando juntos, comercializan queso y han comprado varias fincas en las que engordan novillos.
           
La mirada de Estanislao se transformó, desapareció lo sombrío y triste —agregó Hilda—. La última vez que lo vi, hace varios años, sus ojos brillaban y caminaba alegre, con pasos seguros. El encuentro que tuvieron en la cantinita de La Unión cambió sus vidas para siempre.

Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 01 de agosto de 2011.

martes, 9 de agosto de 2011

JUIGALPA ES MÁS QUE UNA FIESTA DE TOROS

Barrera de Juigalpa. Foto: F. Belén S. Abaunza
Desde el Jueves 11 hasta el lunes 15 de agosto, el propio día de su Santa Patrona, la virgen de la Asunción, los juigalpinos en particular y todos los Chontaleños en general, celebran las esperadas fiestas patronales. Es una tradición que data de muchos años y orgullo de Nicaragua entera. Los mejores montadores y campistos, los hacendados dueños de toros y la inmensa mayoría de la población tiran “la casa por la barrera”.

Es una fiesta pagana y a la vez sacra, en la que conviven lo religioso y lo mundano. Todo se da a la perfección. El comité de fiestas, que en los últimos años es convocado por la Alcaldía Municipal, se encarga de organizar los diferentes eventos que le dan el esplendoroso colorido a estas fiestas que, para orgullo chontaleño, son las mejores del país. Historia sobre ellas y sus protagonistas hay muchas: de sorteadores, de montados, de toros indomables, formando parte de la cultura chontaleña que se va transmitiendo de generación en generación. Esta riqueza ha sido plasmada en cuadros de pintura y libros de ilustres escritores chontaleños.

Una semana antes, por lo general, se comienza a visualizar la alegría de los juigalpinos; alrededor del parque central se instalan puestos de ventas de artesanías, calzado, vestuario, de todo y dos ferias se desarrollan para el disfrute de la población que busca adquirir artículos de consumo personal al mejor precio. El desfile de los hípicos es uno de los mejores del país, acuden diestros jinetes que muestran caballos de raza y sus habilidades para el disfrute de la población, acompañados por la magia de carrozas y música al son de chicheros. Desde que sale la primer “diana”, a las cuatro de la mañana desde el parque central, se rompen las fiestas con un tumulto de juigalpinos que recorren las principales calles de la ciudad bailando al son de chicheros y bebiendo el abundante “morir soñando” que, almacenado en pichingas, reparte de manera generosa el comité de fiestas. Luego la gigantona y el toro huaco salen de la casa del presidente de las fiestas y se realiza el tope de los toros, saliendo junto a la virgen que entra en la Catedral y los toros a la barrera. Todos buscan el programa “clandestino” de las fiestas, en el que de manera satírica y a veces ofensiva se plasman acontecimientos oscuros que en lo cotidiano se murmura de ciertos ciudadanos y ciudadanas, desde el más borracho hasta el más ilustre, pero en las fiestas se da la oportunidad de sacarlo a luz pública.

La añoranza de estas fiestas palpita en el corazón del chontaleño que se encuentra fuera de su natal Juigalpa, ya sea en otra zona del país o en el extranjero. Son miles de chontaleños los que celebran aun fuera de Juigalpa, reuniéndose con sus coterráneos para alimentar ese espíritu fiestero. Familias enteras regresan con sus ahorros a festejar y retornan con el orgullo ampliado de ser chontaleño, haciendo realidad las frases “Chontales es bello” y “los ríos son de leche y las piedras son cuajada”.

Amerrisque. Foto: Alcaldía de Juigalpa
Luego de las fiestas, la ciudad queda desolada, con difuntos que fueron embestidos por los furiosos toros, pero con su chontaleneidad acrecentada. El orgullo del éxito y el esplendor, así como de los dividendos que ha dejado para hacer obras de beneficio social, también queda. Es una gran capacidad organizativa que debería ser permanente en la ciudad que admira y a la vez es protegida por la inmensa cordillera de Amerrisque.

Ese empeño de montar tan exitosas fiestas debe ser rescatado y creciente para atacar los males que aquejan a la ciudad: la inseguridad, el combate a la delincuencia que en los últimos años se ha manifestado en grupos de pandilleros que deambulan por las calles realizando actos delincuenciales, así como la proliferación del consumo de drogas, son algunos de los males que aquejan a la bella ciudad y a sus ciudadanos. Esa alta disposición de juntarse y soñar juntos la ciudad, que se va en el corazón con el son de chicheros al terminar las fiestas, debe ser capitalizada para construir cada vez más una mejor Juigalpa.


Ronald Hill Álvarez
La Colina
Nueva Guinea, RAAS. Nicaragua
hillron@hotmail.com

sábado, 6 de agosto de 2011

POLLUELOS DE SARGENTO EN SU NIDO

Entre ramas y hojas descubrimos este nido de polluelos del pájaro Sargento de color negro y parte del dorso y la cola rojo. Estaban hambrientos y sus padres enojados revoloteando alrededor en estado agresivo.





La Colina
06 de agosto de 2011

miércoles, 3 de agosto de 2011

LOS RONCOS TAMBORES DE LA AUTONOMÍA

Más de dos décadas han transcurrido desde la aprobación del Estatuto de la Autonomía para las Regiones Autónomas de la Costa Atlántica de Nicaragua. Su logro fue un proceso largo, rico, lleno de voces de diferentes grupos étnicos y líderes comunitarios cansados del abandono, la miseria y explotación foránea de sus recursos naturales, de las luchas interétnicas y de una guerra devastadora que desarticuló el tejido social comunitario, nublando el horizonte del porvenir y los sueños ancestrales de una vida en paz, libertad y armonía.

La Autonomía es real, no es un susurro que recorre la costa caribeña; es un proceso que día a día se construye con aciertos y errores. Muchos fundamentan sus argumentos en los errores con prosas marcadas por el desprecio, con eufemismos y descalificativos, llamando traidores a los que han jugado un rol protagónico, tanto ayer como hoy, en el proceso que marcha en el marco de la Ley; sueñan los mismos sueños, pero desde perspectivas distintas, en mundos diferentes, paralelos, adjudicándose la verdad y la visión iluminada que devela el camino en sus manifiestos.

Mejorar, enriquecer, cambiar el curso de la historia autonómica, solamente se logrará con la participación directa, asumiendo una actitud positiva, creadora, innovadora. Muchos sueñan que los diferentes pueblos de la costa caribe se levanten en hordas de exterminio al ritmo de roncos tambores, cortando cabezas a su paso, manchando los colores de la autonomía con sangre de hermanos, recuperando y confiscando tierras en uso productivo para vivir del usufructo ajeno, declarándole la guerra al Estado Nacional, aboliendo las instituciones autonómicas, expulsando a los partidos políticos para convocar a una asamblea de líderes y emprender un autogobierno que recupere la autonomía económica y administrativa, poniendo fin al “colonialismo nacional”. Suena alarmante, sombrío, pero en sus mentes, tras sus manifiestos con lenguaje sutil, es el escenario que desean: regresar a las primeras tribus que poblaron las Regiones Autónomas, donde se erigirán como los nuevos chamanes, sanadores de los males que aquejan a los pueblos caribeños.

Con la participación activa, inmersos en el proceso autonómico, haciendo valer las leyes, mejorándolas, inventándolas, construyendo los peldaños necesarios, se podrán alcanzar los sueños de la Autonomía. La juventud de la costa caribeña tiene en sus manos la oportunidad de hacerlos realidad, son el relevo histórico de aquellos primeros hombres y mujeres que se involucraron decididamente en ese viaje que no llega a su final.

El pueblo caribeño merece un futuro mejor. Los caminos para lograrlo están llenos de obstáculos, de contradicciones propias de un proceso complejo que busca alcanzar la unidad en la diversidad donde la demarcación de las tierras es clave para el desarrollo económico de las Regiones Autónomas. En un territorio demarcado y titulado, diferentes grupos viven en armonía, reconocen que el otro tiene iguales derechos sobre la tierra y conviven bajo distintas formas de propiedad, desde la comunal hasta la individual, respetando sus raíces culturales. Ese territorio se construye únicamente a través del dialogo entre pueblos hermanos y vecinos para llegar a acuerdos. El problema de las tierras y su demarcación debe dejar de verse como una responsabilidad del Estado, es un problema de todos y debe ser asumido como tal en mesas del dialogo y entendimiento donde no hay perdedores. Con límites y territorios impuestos no hay Autonomía, no hay estabilidad duradera.

Mejorar y profundizar la Autonomía solamente se logrará participando en el proceso; mezclándose en sus caudales, empapándose de sus aguas y, emergiendo desde sus profundidades con cambios de actitud, se podrá avanzar hasta alcanzar lo deseado por todos, sin exclusiones, sin la ceguera partidista que obstruye el porvenir. En el camino de la autonomía muchos desesperan, pero en ellos, hasta los nuevos chamanes tiene su lugar; sentados alrededor de la fogata autonómica, entre sus destellos, que levanten la voz al ritmo de sus roncos tambores para lograr el desarrollo en armonía de los pueblos caribeños.



Ronald Hill A.
La Colina
http://hillron.blogspot.com
Nueva Guinea, RAAS
Viernes, 29 de julio de 2011.

jueves, 28 de julio de 2011

LA PRINCESITA DEL FARO

Marcelo Chávez se reunía con sus amigos por las noches al final del andén, frente a la capilla de la iglesia católica. Ayudaba a su madre con la venta de cosas de horno, cajetas y dulces, arroz de leche y refrescos que llevaba por las mañanas al muelle de los barcos camaroneros. Al mediodía regresaba con la pana de aluminio vacía y por las tardes acudía al campo de béisbol a jugar con sus amigos. Recién había cumplido dieciocho años y soñaba con convertirse en diestro marino para aliviar el esfuerzo de su madre. “Cuando me embarque, vas a dejar de hornear, suficiente vida en calor y humo has tenido” le decía. Era alto, delgado, cabello negro crespo y ojos grandes que al caminar sobresalían con sus pasos largos. Una tarde de juego vio pasar como siempre a Eloisa y, sin encontrar motivos, con ligereza le dijo: “Adiós, amor, cada tarde pasas más bella”; sus amigos rieron a carcajadas, sorprendidos por el atrevimiento, algo inusual en su comportamiento.
           
Sin prestarle atención, Eloisa siguió su camino en dirección a la pista de aterrizaje, recorriendo el viejo camino que conduce a la playa. El paso ligero se contradecía con las penas de su corazón, un tambor apagado que no celebraba los encuentros amorosos con su amante en el cocal de la loma. Acudía todas las tardes a entregar su cuerpo a cambio de la ayuda económica que Héctor Suárez le brindaba; así lograba ayudarle a su madre, quien destilaba sus espaldas lavando ropa ajena de diferentes familias. A la edad de veinticinco años, iluminaba los pensamientos de cualquier hombre con sus encantos: estatura mediana, piel morena, ojos negros achinados adornados de largas pestañas, pelo lacio hasta la cintura, anchas caderas y un caminar festivo que balanceaban sus grandes y redondos pechos. Por su condición de mujer sola tuvo varias propuestas de matronas de cantinas y burdeles. En una ocasión, la Yegua Blanca le propuso el negocio de vender su cuerpo en el burdel, pero su alma era libre. “El amor entre paredes no es amor, lo prefiero al aire libre, entre la sombra de los árboles o bajo la luz de la luna”, le dijo.
           
En soledad, sentada sobre una piedra al final de la pista, observaba reventar las olas entre las piedras, desintegradas en miles de gotas que comparaba al desgaste de su vida. Desde la loma, Héctor Suárez la observó solitaria y bajó montado a caballo hasta el sitio donde se encontraba.

    ¡Hola, princesa! —le dijo. ¿Por qué estás tan solita y triste?

Eloisa no lo conocía. Llevaba dos años de mandador en el cocal de la loma. La mayor parte de su vida había transcurrido como prisionero en Bluefields, donde el Coronel era jefe de la plaza. Por buena conducta le deban trato de reo de confianza. El Coronel necesitaba de un mandador y lo trasladó para que cumpliera sus últimos años de condena recluido en la loma del cocal. Los pobladores que lo conocían le llamaban “el gato” por sus ojos claros. En raras ocasiones bajaba de la loma, solamente cuando el Coronel requería sus servicios en el puerto. Su condena en la flojera de la prisión escondía sus cincuenta años de edad, pero su abultado abdomen era visible en la distancia.

Al escucharlo, Eloisa volteo la mirada, clavándola en sus ojos gatos. Sintió un aire de desconcierto a su alrededor y sin pensarlo estableció una relación amistosa que, con el tiempo, culminó en encuentros amorosos en la loma. Al inicio, “el gato” trató de amarla en la vieja casa de madera, pero ella lo evitaba: salía corriendo hacia el cocal y lo esperaba en las piedras azules, donde entregaba su cuerpo a cambio de unas cuantas monedas y un galón de leche que llevaba a su casa al caer la tarde. La soledad y el deseo retenido despertaron la pasión y el placer, ausentes de su vida por los largos años de cautiverio en prisión. Se enamoró con locura de Eloisa y desesperaba por poseerla en esos atardeceres de arrebato, solitarios en la loma. Cuando ella no acudía al encuentro, luego de la larga espera, lloraba por su ausencia al pie del faro, consolándose con la mirada perdida en los barcos camaroneros que salían en su faena de pesca. Cuando regresaba al siguiente día, la observaba desde que salía a la pista de aterrizaje y corría por la ladera hasta su encuentro. “Mi princesita, tu ausencia me enloquece, no me dejes en soledad”, le decía.

Ella, diestra en el amor, recorría todos los espacios para entregársele: en las gradas de la casa de tambo, en las piedras azules, en los troncos torcidos de los cocoteros y en su sitio preferido, el faro. Adoptaba posiciones de malabarista para que “el gato” la tomara, pero nunca logró culminar en orgasmo porque a los pocos minutos él se rendía como soldado derrotado, dejando su corazón enloquecido por los deseos. Se despedía con rabia, en silencio, sin lograr desahogar sus penas, ocultándolas como el sol en el horizonte, desvanecido entre la espesa vegetación de la isla del Venado.         

Desde la tarde que Marcelo tuvo el atrevimiento de cortejarla, la imagen de Eloisa quedó grabada en sus pensamientos adolescentes. Una noche de reunión con sus amigos, al final del andén la vio pasar y le dijo “sos un caramelo relleno de chocolate, dame una oportunidad y de amor podré llenarte”, mientras sus amigos le hacían burlas. Eloisa sonrío de la ocurrencia y le contestó “Con pollos no ando, menos con niños que viven vagando” y siguió su camino en dirección al campo de béisbol. Ansiosos esperaron su regreso y, al pasar nuevamente, Marcelo salió a su encuentro respirando la estela de su aroma. “Una oportunidad, dame una oportunidad para demostrarte que no soy pollo”, le dijo; Eloisa siguió su camino sin contestarle, sonriendo y feliz por los deseos que despertaba en él.
           
El floreo de Marcelo se convirtió en el espectáculo y hazmerreír de sus amigos, hasta que una noche Eloisa se rindió ante su insistencia a través de un niño que le entregó una nota: “No digas nada, sígueme. Te espero en los tanques de la Booth. Hoy tendrás la oportunidad que pides”. Luego de leerla, Marcelo ocultó la nota sin comentarlo con sus amigos. Esperó que Eloisa pasara, la llenó de elogios como siempre y se despidió de sus amigos, caminando en dirección contraria para despistarlos. Esperó que iniciara la tanda del cine y regresó tras ella. Cruzó el campo de béisbol y la encontró reclinada en el tanque. “Aquí estoy, mi bomboncito” dijo Marcelo y, sin contestarle Eloisa lo tomó de la mano y caminaron hacia la pista de aterrizaje, dando la vuelta por las bodegas de la Booth.
           
La tenue luz de luna creciente iluminaba sus pasos, recorrieron parte de la pista y Eloisa se detuvo a la orilla izquierda de la pequeña laguna. “Aquí seré tuya, en la grama, a orilla del agua”, le dijo ante la mirada incrédula de Marcelo, atrayéndolo hacia el borde de la misma. Con sutileza lo invitó a sentarse en la grama y, como un cachorro fiel, atento a sus indicaciones, se acomodó a su lado. El silencio de la noche y el canto de las ranas fueron testigos de ese primer encuentro amoroso.
           
Eloisa tomó sus manos para que acariciara sus pechos y saboreó sus tímidos labios, recorriendo su boca desesperada. Marcelo al fin sentía los besos que anhelaba y su corazón a punto de explotar. Entre besos y caricias, Eloisa abrió el cierre de su pantalón de prisa, tomó su miembro y, al sentir su calidez, susurro en su oído: “me equivoque, sos más que un gallo”; lo empujó para liberarse de sus manos y saborearlo tímidamente con su labios. Al escuchar los susurros extasiados de Marcelo, deslizó entre sus piernas su prenda íntima, preparándose para atraparlo en la gruta de sus encantos. Lo empujó con fuerza hasta quedar acostado en la grama y se levantó cruzando las piernas sobre su cuerpo, decidida a hundirse en su hombría, a atraparlo en sus profundidades enloquecidas por el deseo. Marcelo acarició sus piernas mientras Eloisa levantó su falda y, poco a poco, como tratando de prolongar el momento, bajó al centro de su cuerpo tomando su miembro con fuerza, frotándolo en su sexo humedecido, asegurando el rumbo de su destino hasta doblar sus rodillas. “Ay mí pollito, sos un macho”, le dijo al oído mientras se aferraba a sus hombros, desatando movimientos desesperados de cadera que provocaron un baile de estrellas siderales al explotar sus cuerpos.
           
Desde ese momento, sus vidas quedaron marcadas para siempre. Eloisa celebró su existencia en la vida rutinaria del puerto. Se preocupó por su apariencia, cuidó su cabello, pintó sus labios, mejoró su vestimenta y depiló sus piernas. Continuó visitando “al gato” por las tardes, quien se maravillaba por su nueva apariencia, desconociendo los motivos que la indujeron a ello. Se entregaba a él de prisa, sin juegos y correrías, bajando más temprano de la loma hacia su casa. “No aguanto a mi mamá, cada día está más insoportable. Ahora quiere que pase las tardes con ella”, le había dicho y él se lo creía. Por su parte, Marcelo se mostraba más calmado y sin preocupaciones. Siempre llevaba la pana de aluminio al muelle, pero con una gran sonrisa como extra que sobresalía en su rostro y contagiaba de dicha a clientes y amigos. Los encuentros clandestinos continuaron provocando la desesperación en ambos y el conocimiento hasta la glotonería de sus cuerpos.
           
Una noche de luna llena, el gato bajó de la loma en busca de un ternero que había escapado de su encierro. Caminó hasta la punta de la pista en dirección a la playa y, sin encontrarlo, regresó hacia la laguna. Avanzó en silencio y, al escuchar voces en susurro, se acercó con pasos de felino. En la tenue luz plateada de la luna, los vio. Habían colocado una toalla sobre la grama, donde Eloisa se encontraba acostada de espalda, cubriéndola con los pliegues de la falda. Sus brazos y piernas estaban abiertos, la cabeza ladeada en su hombro derecho, su cara cubierta por el cabello y su piel morena brillaba como madera de caoba en la claridad de la luna. Marcelo, semidesnudo, estaba de rodillas ante ella y le lamía el sexo.
           
Al observar el abandono absoluto de Eloisa y los gestos de pasión de Marcelo, por unos instantes, el gato comprendió que era ajeno a lo que descubría. Él jamás la había amado de esa manera, no existía nadie más, sólo ellos dos amándose con locura. Recordó la tarde que la conoció solitaria y melancólica, sus juegos de niña en correrías por la loma, en las piedras, sus momentos de pasión al poseerla al pie del faro, su aroma, su sonrisa; comprendió que era una mujer libre, sin ataduras que la sujetaran a él. Permaneció inmóvil, subiéndole la amargura y el despecho poco a poco a la cabeza, mientras ellos hacían el amor con locura, llenos de deleite tras cada roce y gemido, sin vacilaciones ni prisa, como si el tiempo se hubiese detenido en el puerto.
           
La lengua de Marcelo recorría la parte interna de los muslos de Eloisa en un ir y venir de deleite, mientras con sus manos apretaba su cintura, amasaba sus pechos y jugueteaba con los pezones erguidos y morenos como uvas de mar. El cuerpo de Eloisa se estremecía y ondulaba como serpiente de río, movía la cabeza de lado a lado en la consternación del placer, la cara cubierta por el cabello, los labios húmedos y abiertos en prolongados quejidos, sus manos desesperadas buscaban a Marcelo para que se abriera paso en los valles y colinas de su cuerpo, hasta que su lengua la hizo explotar en gozo. Eloisa dobló su espalda hacia atrás por el deleite que la atravesaba como rayo de luz y emitió un grito ronco de placer que fue sofocado por la boca de él, aplastándola contra la suya. Seguidamente, Marcelo la sostuvo con sus brazos, acariciándola y susurrando palabras de ternura en su oído.
           
Consternado por el arrebato de pasión y la traición de Eloisa, el gato giró en silencio, caminó varios pasos dispuesto a olvidarla, pero la furia de los celos despertó los demonios de su pasado. Regresó hacia ellos con la mente y el cuerpo ofuscados de ira. “Puta, sos una gran puta”, gritó. Marcelo y Eloisa, sorprendidos, recogieron en segundos sus prendas de vestir; se levantaron de su nido de amor y descubrieron “al gato” encañonándolos con su pistola de cuidador.
           
Una mañana de domingo, Zoila y Carmen, con sus hijas menores, recolectaban caracolitos negros. Las chavalas llevaban la delantera después de dos horas de iniciado el recorrido. Entraron a la costa de piedras por la ensenada llamada “María Teresa” hasta llegar a los elevados farallones de la loma del faro, donde se encontraban jugando con las olas que reventaran entre las piedras y, al quedar escurridas, atrapaban caracoles con destreza depositándolos en una cubeta de plástico. Al dar la vuelta en la punta, observaron el balneario del puerto y una nube de zopilotes que trataron de dispersarlos tirando piedras para abrirse paso. Sintieron un mal olor y, al encontrar la resistencia de las aves en orgía voraz, se alejaron en dirección contraria al encuentro de sus madres. Entre todas lograron ahuyentarlos, descubriendo el cuerpo devorado de Marcelo Chávez. Corrieron desesperadas a dar el aviso a la familia quien, junto a sus amigos, llevaba tres días de búsqueda incesante.
           
Esa misma tarde, en una de sus visitas al cocal, el Coronel encontró la loma en abandono. Buscó por todos los rincones al gato sin dar con él. Cansado de cabalgar, se dirigió al faro donde encontró a Eloisa, aún con vida. Estaba amarrada de sus manos y pies en la base del faro, con golpes en la cara y piernas, la boca cubierta con un trapo, el cabello rapado y una herida sangrante en su vientre. En el entierro de Marcelo, su padre, el sargento Chávez, juró vengar su muerte. Abandonó las filas de la guardia y se enrumbó hacia el río Escondido buscando al gato.

Ronald Hill A.
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 25 de julio de 2011

lunes, 25 de julio de 2011

EL AUGE DE LA PIÑA EN NUEVA GUINEA

Piña de la variedad MD2
El cultivo de Piña (Ananas sativus) ha entrado en una fase de auge y expansión en el municipio de Nueva Guinea como alternativa en generación de ingresos, empleo y oportunidades de negocios de los pequeños productores, frente a la caída de los precios internacionales y la demanda de raíces y tubérculos.

A inicio de la década de 1980 se establecieron cincuenta manzanas de la variedad Cayena Lisa en pequeñas áreas dispersas en las comunidades de Los Pintos, Río Plata y San Antonio. La expectativa de los productores, al igual que hoy, era exportar mediante la constitución de una empresa comercializadora a nivel nacional, pero sus sueños fueron frustrados por la guerra y el bloqueo económico.

Nueva Guinea presenta condiciones agroecológicos (precipitación y temperatura) favorables para el cultivo de la piña. A inicios del decenio de 1990 varios organismos no gubernamentales apoyaron con el cultivo de piña para construir terrazas en obras de conservación de suelos. Durante el año 2003, el organismo Pueblos en Acción Comunitaria (PAC) introdujo la variedad MD2 en un área cultivada de cinco manzanas y, a través de un proyecto impulsado por el Instituto de Desarrollo Rural (IDR), ampliaron pequeñas áreas en las comunidades de La Ceiba, La Fonseca y Río Plata. Por carencia de mercado y dificultades para exportar abandonaron la actividad.

En la actualidad existen veintiséis productores que, en conjunto, poseen un área cultivada de 24 manzanas distribuidas en pequeños lotes que varían de 0.1 hasta 4 manzanas. La piña cultivada es de la variedad MD2, ya que tiene mayor aceptación en el mercado debido al mayor grado Brix (contenido de sacarosa) que posee y, sobre todo, por el color amarillo de la pulpa que atrae al consumidor que la llama “piña dorada”.

Esta variedad de piña resulta más susceptible a enfermedades fungosas que la Hawaiana, pero su precio y demanda en el mercado justifica su cultivo, requiriendo mayor atención fitosanitaria. El éxito del cultivo depende de la realización eficaz de todas sus labores, partiendo desde la preparación del terreno y siembra, la selección de la semilla y su tratamiento, los cuidados post siembra, la inducción de la floración, labores de fertilización y la cosecha oportuna.

Siembra de hijos de piña
El costo promedio para el establecimiento de una manzana de piña, bajo tecnología tecnificada, es de 8,890 dólares incluyendo la preparación del suelo, insumos, mano de obra en el manejo del cultivo, cosecha, transporte y gastos administrativos. En cosecha se logra obtener un promedio de 33 mil frutas equivalentes al 95% de las plantas sembradas (35 mil) con un precio promedio de venta de diez córdobas que junto a los ingresos por venta de hijos (en promedio 6 por planta y a dos córdobas cada uno) generan un ingreso total de unos 34 mil dólares lo que implica una utilidad neta de 25,110 dólares. Se obtiene una relación de costo – beneficio de 3.5 que difícilmente se logra en otros cultivos al año.

Fernando Alvarado muestra una piña lista para la venta.
La actividad de estos “nuevos piñeros” del trópico húmedo se desarrolla por esfuerzo propio. Uno de sus principales logros ha sido derribar la barrera del trabajo individual y aislado, conformándose en un grupo que pretende ganarse un espacio en el mercado nacional e internacional. “Hemos logrado colocar nuestro producto en el mercado nacional por la exquisitez de esta piña, todo mundo la consume. Abastecemos el mercado de mayoreo y desde allí se distribuye a nivel nacional”, dijo uno de los productores entrevistados. El precio promedio de cada piña grande (7 a 8 libras) es de dieciocho córdobas y en los supermercados de Managua se oferta a un precio que varía entre los treinta y cuarenta.

Los productores están concientes de que, para exportar, deben ampliar áreas de cultivo y lograr maduración de frutos de manera escalonada, manteniendo así una oferta estable a lo largo de año. A través de TECNOSERVE han recibido asistencia técnica, capacitación, facilidades para realizar intercambios de experiencias con productores de Costa Rica y apoyo en gestión empresarial.

Los retos que deben enfrentar son varios, además de lograr una oferta exportable a lo largo del año. Las Buenas Practicas Agrícolas son fundamentales para evitar daños en el medio ambiente, principalmente la erosión de los suelos por escurrimiento en estas condiciones de alta precipitación. En su perspectiva, descartan la implementación de áreas extensas de cultivo y apuestan por pequeñas áreas manejadas con un paquete tecnológico amigable con el entorno. La experiencia en otros países ha de servirles como espejo para evitar conflictos ambientales a futuro.

De igual manera, estos “piñeros del trópico húmedo” demandan atención por parte de instituciones del Estado tales como INTA, IDR y MAG-FOR. El gobierno local debería de implementar medidas que incentiven esta actividad generadora de empleo e ingresos en el municipio de Nueva Guinea. A futuro, además de vender la fruta en el mercado local, nacional e internacional, podrían desarrollar productos propios de la pequeña industria tales como pulpa envasada y mermelada. Oportunidades son muchas, apoyo y atención es lo que requieren para materializar sus planes.

Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
hillron@hotmail.com
Sábado, 23 de julio de 2011

jueves, 21 de julio de 2011

VIAJE A LAS LAGUNAS

Vista aérea de la segunda laguna

    ¿Cuántos años tienes de no ir a las lagunas? —preguntó Javier al entregarme una cerveza toña bien helada.
    Mas de treinta. No aguanto el sol. Entremos al rancho —respondí. Estábamos frente al rancho, sentados sobre unos tetrápodos de concreto que han sido cubiertos por la arena y que fueron utilizados para recuperar la playa.

A mediados de semana comenzaban los preparativos para hacer el viaje a las lagunas los domingos, un trayecto de siete kilómetros y medio a lo largo de la costa en dirección a Falso Bluff. Caminando por la playa tardábamos más de dos horas y menos de una cuando el viaje se hacia en uno de los trailers de la Booth, jalado por un tractor de los que empleaban para trasladar, desde el muelle de los barcos pesqueros, la descarga de camarones en barriles de plástico hasta la planta de procesamiento. “Esos tractores con los trailers y algunos camiones sustituyeron el antiguo trencito, pero eso es otro cuento”, le dije.
           
Cuando jugábamos futbol, por las tardes salíamos a correr hasta llegar a la primera laguna; correr en la arena es una gran cosa, obtienes resistencia en las piernas y la fresca brisa proveniente del mar oxigena los pulmones. “¿Esos chavalos de la Federación de Futbol de El Bluff corren en la playa?”, le pregunté. “Nunca los he visto, el que pasa diario es Rush y algunos miskitos que supuestamente van a cazar o a sacar huevos de tortuga —respondió—. De regreso cargan hasta diez cocos germinados, pero no los siembran; se comen la manzana del coco, esa nuez les encanta”.
           
De todo se llevaba a las lagunas, era un picnic que tanto los adultos como nosotros, que estábamos chavalos, disfrutábamos a lo grande: frutas, refrescos, agua, las viandas y los pescados para hacer el rondón, carne y pollo para asarlos al carbón, comida enlatada y los peroles. Por supuesto que los mayores como Bartlett, Payo Montero, Pinolillo, mi tío Felipe, mi papá y otros, llevaban sus botellas de whisky o de ron, así como cervezas cubiertas de hielo en termos. Salíamos temprano por la mañana y, al llegar, bajábamos corriendo para cruzar en competencia de carrera el tramo entre la costa y la segunda laguna, hasta zambullirnos en las dulces y mansas aguas de color oscuro ferroso. ¡Qué refrescante son esas aguas!, más aún después de soportar el inclemente sol en el trayecto.

    ¿Por qué no permitían que nos bañáramos en la primera laguna, la más pequeña? —pregunté.
    Siempre nos decían que habían lagartos y se inventaban cuentos de ella. Por miedo a eso —respondió Javier al entregarme otra toña.

Las tres lagunas son parte de un sistema de humedales que colindan con Kukra Hill y quedan propiamente detrás de Schooney Cay en dirección al oeste. Desde la segunda se puede apreciar, frente a la costa, el promontorio de piedra llamado Caimán Rock que alberga y da refugio a miles de aves marinas como pelícanos, tijeretas y gaviotas; allí hacen sus nidos, lejos de sus depredadores naturales.
           
Mientras disfrutábamos las aguas, los mayores iniciaban sus actos ceremoniales. Las mujeres, entre ellas Dora Luz, la tía Mercedes, mi mamá y otras que nos acompañaban, preparaban condiciones para hacer fuego, pelaban las viandas, encendían el carbón y cortaban las frutas llamándonos continuamente, pendientes de nosotros. Los hombres, siempre solidarios, llenaban vasos con hielo, servían tragos y hacían un círculo bajo arbustos de icacos donde conversaban amenos. En ciertas ocasiones, otros llegaban y se unían al disfrute común.
           
Cansados de nadar, salíamos a la playa en busca de icacos rojos y negros. Cortábamos también las dulces uvas de mar y, en una ocasión, apareció Melá, sí, el mismo que me dio raid desde el muelle hasta aquí en su panga. Se subió a un palo de coco bien alto a cortar un racimo tierno, era un experto en subir cocoteros. Se quitó la faja y, en forma de correa, la sujetó con sus pies para subir impulsándose con ella, llegando a la cúspide en pocos minutos. Desde arriba comenzó a tirarnos los cocos, pero de pronto comenzó a dar gritos: “¡ay mamita!, ¡me hartan los alacranes!”; sosteniéndose con ambos brazos del tronco bajó como un rayo. “Vieras cómo le quedó el pecho, todo chimado porque había subido sin camisa”.
           
Las mujeres nunca nos dejaban solitarios: una de ellas salía también a la playa a observarnos. Luego de saborear las uvas y los icacos nos metíamos al mar, ¡qué cambio tan brusco al sentir el agua salada, la arena, las olas! Luego regresábamos a quitarnos la arena en las aguas de la laguna. “¡Ya saben, nada de meterse al agua, esperen que les baje la comida!”, nos decían después de almorzar; aprovechamos ese tiempo para buscar botellas raras en la playa y, a veces, caminábamos a la tercer laguna, o hasta Falso Bluff donde habían dos casitas de madera perdidas entre el cocal.
           
A eso de las tres de la tarde, antes que subiera la marea, así como está ahora, salíamos de regreso, cansados, extasiados de esos momentos en la laguna.

    Esos fueron buenos tiempos —dijo Javier—. Ahora el cocal está ralo, el manglar se ha reducido, igual que los icacos y las uvas. La gente ha despalado y los incendios forestales son constante en verano. La vida marina que se gestaba en las lagunas se ha reducido drásticamente.
    Deberían declararlas zona protegida, implementar proyectos de conservación, protección y recuperación bajo el sistema de humedales —dije.
    Hermano, eso no les interesa. Entran por el lado de Schooney Cay y Kukra Hill arrasando con todo, nadie hace nada. Hay pocos guajipales, venados y güillas —respondió Javier.


La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 11 de julio de 2011

lunes, 18 de julio de 2011

TARDE DE MELANCOLÍA

Domingo lluvioso, húmedo,
nostalgias y recuerdos.
Sol opaco libera
vida vivida, pasada y presente.

Sentimientos, gota a gota,
Ocultos por sábanas del tiempo.
Liberados por viento
y tempestades del alma inquieta que agota.

¡Detente, tormenta poderosa!
brisa dividida en resistencia.
¡Continua tú rumbo!
Sutil, soñolienta conciencia.

Calmas penas y lamentos,
sol iluminando el sendero.
Despierta luz del horizonte,
revive nuevos pensamientos.

Risas infantiles
irrumpen de alegría.
Gritos y preguntas
culminan tarde de melancolía.


La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Domingo, 17 de Julio de 2011.