Llegaba los jueves al mercado de la Unión desde la profundidad de la montaña con varias bestias cargadas de quesos, frijoles, maíz, yuca y raicilla. Era buen cliente, siempre acudía a mi puesto a entregarme la raicilla. Fue a inicios de los años de 1990, después de la guerra, cuando me trasladaba con mi marido en los camiones IFA para ganarme la vida y poder mantener a mis dos hijas que estaban chavalitas. La raicilla se la vendíamos a Antonio Obando, un cliente de Managua. Vendíamos de todo: pasta de dientes, desodorante, pastillas de cuajo, baterías, ropita, botas de hule y lo que nos pidieran, porque después de entregar los productos en el mercado oriental, agarrábamos un bus hacia Cholutequita, en la frontera con Honduras. Un gentío llegaba a comprar, eran miles de personas que se habían quedado sin trabajo, doctores, ingenieros, maestros y enfermeras; compraban para luego revender por la falta de trabajo y, metidos en el negocio, lograban sobrevivir.
— Octavio, ¿cómo se llama el campesino?
— ¿Cuál campesino? —respondió tras el mostrador donde atendía a un cliente.
— Amor, el que nos vendía la raicilla en la Unión.
— No recuerdo, eso fue hace muchos años.
— Cómo se te va a olvidar. Es chaparro, patilludo, con un bigotito fino, un diente de oro le brillaban cuando sonreía y tenía una mirada triste que ocultaba con la visera de la gorra.
— Ya recuerdo, Hilda, se llama Estanislao. No me preguntes por el apellido porque no lo sé —respondió al salir del tramo, se agachó para introducir unos billetes en la bolsa del delantal de Hilda, tomó una silla y se sentó a su lado.
Le confiscaron los quesos que traía a vender a Nueva Guinea, allí donde antes era el mercado, frente a la Policía. Estaba entregándole a un comerciante que tenía el camión parqueado y, de pronto, lo dejaron con las manos vacías. Además de eso —interrumpió Hilda— nos dijo que a toda su familia, sus padres, hermanos y a él, los sacaron de la finca que tenían en San José de Punta Gorda, llegaron los militares y, sin poder evitarlo, los obligaron a salir a pie hasta La Fonseca , montándolos en un camión para trasladarlos a un lugar que llamaban asentamiento. Allí pasaron varios meses en desesperación y una noche, cubiertos por la oscuridad, Estanislao se fugó con dos campesinos hacia un cerro donde los contras esperaban por ellos. “Se hizo combatiente de la contra”, agregó Octavio. Se unió a ARDE y, como conocía estas montañas y era aguerrido, con el tiempo fue ganándose el respeto de los jefes. Cuando se desmovilizaron, le llamaban “comandante”.
Antonio Obando vendía la raicilla a unos clientes de Costa Rica. En su casa la seleccionaba, secaba y empacaba para trasladarla a Peñas Blancas, donde la entregaba. En ese negocio le iba muy bien, siempre nos pedía más. Estanislao nos decía que solamente adentrándose en la montaña podía sacar mayor cantidad o cultivándola, pero que carecía del dinero necesario para invertir en eso. Se lo comunicamos a Antonio y, como buen comerciante, vio la oportunidad de invertir.
“Cuando regresen de Cholutequita, me voy con ustedes para Nueva Guinea”, nos dijo entusiasmado. Siempre nos atendió bien. “Es un hombre chelote, alto, ojos claros, con una barba casi roja y usa botas vaqueras”, lo describió Hilda. “Es Estiliano”, agregó Octavio. Se encariño con nosotros porque su hermano gemelo, un teniente del ejército, cayó combatiendo a la contra en estas montañas de Nueva Guinea. “Ustedes son como hermanos para mí, nos dijo después de los primeros viajes que hicimos llevándole la raíz”, dijo Hilda al levantarse para atender a un cliente.
El día que salimos con él hacia la Unión llovía desde la madrugada. El camión iba repleto de gente, hasta en la capota iban montados, abriéndose lugar entre la carga por esa carretera en mal estado. Llegamos temprano, acomodamos nuestros productos en el tramito de madera cubierto con zinc, colgamos la pesa y Antonio, luego de ayudarnos, salió a caminar para conocer la colonia. A las siete de la mañana comenzaron a desfilar los primeros campesinos, encapotados, cansados pero alegres y las bestias amarradas en fila, cargadas detrás de ellos con el lodo hasta la panza. Cada uno acudía a entregar los productos a sus clientes y comprar o intercambiarlos por otros de su necesidad. Antonio regresó a las nueve de la mañana, entusiasmado por el espectáculo que descubría y, minutos después, entre las quinientas bestias que se movían, vimos a Estanislao.
— Lo recuerdo como si lo estuviera viendo —dijo Hilda al regresar.
Se acercaba sin prisa, con el diente de oro brillando en su sonrisa. El capote cubría su gorra, su mirada triste. Al acercarse al tramo enmudeció, tomó las alforjas llenas de raicilla, las tiró al suelo y se retiró de prisa con un arriendo fuerte y desesperado que casi desboca al caballo. Quedé sorprendida, nunca se había comportado de esa manera. Antonio preguntó qué pasaba, por qué se había ido de esa manera sin hablar del negocio, y sin poder darle respuesta, convenció a Octavio para ir en su búsqueda.
— Lo encontramos en la cantina que quedaba al salir de la colonia hacia San Ramón —continúo hablando Octavio.
Estaba solitario, bebía ron y la mirada la tenía clavada en el piso de tierra. Antonio pidió dos cervezas, nos acercamos a él con dos bancos de madera y, al sentarnos a su lado, los presenté. Levantó la cabeza, fijamente miraba a Antonio con los ojos cubiertos de miedo como quien ve a un fantasma, sus manos temblaban y, sin poder sostener la botella, la dejó caer en el piso. Se quedó en silencio por unos minutos y de pronto comenzó a hablar.
Fue en una emboscada, era de tarde, dijo Estanislao después de levantar la botella y tomarse un largo trago. Teníamos más de cuatro horas de estar escondidos en el cerro, cubiertos detrás de unas piedras. La tropa de cachorros avanzaba a paso guerrillero y, al entrar en la hondonada, se entabló el combate que duró poco. Ellos eran unos treinta y nosotros más de cien. Las balas que les llovía provocaron su desbandada, corrían desesperados en distintas direcciones. Al terminar la balacera ya nos retirábamos y, al bajar del cerro, escuché los lamentos de uno con grados de teniente que sangraba del estómago y del hombro izquierdo. A los pocos minutos dejó de respirar. Los postas ubicados en distintos puntos de la montaña no observaron refuerzos y decidimos retirarnos sin prisa. Avanzamos unos doscientos metros y, sin motivo, detuve la marcha. Regresé con diez hombres a sepultarlos en el pie del cerro, junto a unas piedras. El herido que encontré sangrando era igualito a vos, así, alto, chele, ojos claros, barba rojiza, idéntico. Al verte, clarito escuché sus lamentos.
Antonio se levantó, su rostro emocionado resplandecía en aquella cantinita oscurecida por la intensa lluvia. Salió como sonámbulo, pensé que no regresaría y, al despedirme de Estanislao, ya saliendo hacia el tramito donde esperaba Hilda, vi que regresaba con otro semblante en su rostro. Ese era mi hermano, dijo de pie frente a Estanislao. Nunca supimos de su cuerpo, solamente nos dijeron que había muerto en combate en las montañas de Nueva Guinea. Yo estaba inquieta porque nunca regresaban, agregó Hilda. Los miré caminar sobre el lodazal a paso lento, no conversaban y, al llegar al tramo, Antonio se había olvidado del negocio de la raicilla, mientras Estanislao esperaba inquieto sus palabras. Necesito que me lleves a ese cerro, dijo Antonio.
Regresó a Nueva Guinea la siguiente semana. Estanislao lo esperaba en la parada con nosotros. Al bajarse del bus, caminó de prisa a nuestro encuentro y se abalanzó sobre Estanislao con un fuerte y largo abrazo. En el lugar que Estanislao enterró a su hermano gemelo hay una linda cruz que bajó del bus y tenía escrito: “Gracias, Estanislao por reencontrarme con mi familia”. Se hicieron amigos muy cercanos y emprendieron el negocio de la raicilla que, por sacos, llevábamos al puesto de Antonio en el mercado oriental. Siguen trabajando juntos, comercializan queso y han comprado varias fincas en las que engordan novillos.
La mirada de Estanislao se transformó, desapareció lo sombrío y triste —agregó Hilda—. La última vez que lo vi, hace varios años, sus ojos brillaban y caminaba alegre, con pasos seguros. El encuentro que tuvieron en la cantinita de La Unión cambió sus vidas para siempre.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 01 de agosto de 2011.
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