jueves, 28 de junio de 2012

Y VOS, ¿TENÉS GARANTÍA?

No te preocupes si no la tienes, somos varias centenas de millones los que estamos en la misma situación. Desde que venimos a este mundo, desde el momento que damos nuestro primer grito, debemos lidiar contra la adversidad aunque nos pongan todas las vacunas existentes.

Crecemos en diferentes ambientes; además de los genes que heredemos de nuestro padre y madre, los cromosomas X y Y, el entorno en que nos desarrollamos nos marca para siempre. Ese entorno ha sido creado por otras personas mediante sus ideas, sus sueños, sus deseos, sus vicios, sus rencores, sus conflictos, sus mañas, sus empresas y sus leyes.

Nos envían al colegio para que nos eduquemos, es decir, para que nos eduquen en el marco de una realidad predominante que responde a intereses ajenos a los que debemos adecuarnos para vivir en “sociedad”. Los que tenemos la posibilidad vamos a la universidad, cursamos una carrera y desde temprano debemos trabajar. Muchos descubren el amor en esa etapa y adquieren compromisos con esperanza en el incierto futuro.

El trabajo nos absorbe y por él dejamos las cosas importantes. Nos damos cuenta que debemos tener una casa y todo lo necesario: desde la cama hasta los electrodomésticos. “Tenemos que ahorrar”, asumimos el compromiso con nuestra pareja y pasamos la mitad de la vida haciéndolo, hasta que nos damos cuenta que solamente con un crédito hipotecario podremos lograrlo. “En veinte años será tuya” y nos vemos a futuro envejecidos. Acudimos alegres al crédito fácil, “la cédula basta” y nos enjaranamos. Se te jode la computadora, el televisor y cuando reclamas la garantía te regresan lo mismo pero refaccionado, se te vuelve a joder y en un “dime que te diré” salís perdiendo: te han estafado.

Nos despiden del trabajo, cierran la empresa porque fracasó, porque el jefe o la jefa “me tenía entre ceja y ceja”, porque no soy militante, porque no soy sapo y miles de por qué. El mundo se te viene encima, la mujer ya no te aguanta, “sólo vivís bebiendo guaro con tus amigotes”, te deja de querer, ya no es la misma, te abandonan aunque estén a tu lado y, en la mayoría de los casos, un día te das cuenta que se fue con el que menos esperabas. ¡$#()?/&%!

Piensas en los amigos, “fulano me puede ayudar, mengano me va a dar la mano” y te inventas fantasías que se desvanecen cuando los buscas. Por sobrevivir te metes a cualquier cosa, a vender de todo, hasta los zapatos y la ropa que ahora no te queda. “Ni modo, me tengo que ir”, te pones a pensar en tus hermanos, tíos y primos, aquellos que se fueron para la yunai o a la tica y alzas vuelo de la forma que puedas. ¡Malditos!, “me sacan el unto”, “ya me quiero ir”, te seguís quejando. Desde allá vivís añorando el gallo pinto, el bacanal con los broderes, la samotana, el tululu y el crab soup. Y si te fue bien, si lograste juntar unas cuantas lapas verdes, construís castillos en el aire: “ahora sí, voy a comprar un terrenito para hacerme la casita”, “voy a poner un negocito”, “una finquita, eso es, para tener una vaquitas” y, mientras decides venirte, desde allá buscas ayuda para ir avanzando pero al final te salen dando vuelta. Para remate, cuando apareces enmaletado, tenés que estar ojo al Cristo porque en el desaduanaje hacen brujerías: de cien artículos sólo te vinieron cuarenta.

Cuando estás en las últimas, cuando has envejecido, cuando nadie te quiere dar pegue por “viejo zorro”, cuando ya no aguantas, vuelves a sacar cuentas y te pones a pensar en la jubilación, si es que has cotizado las famosas setecientas cincuenta semanas; no te hagas ilusiones porque ni esas tienen garantía. Y si se murió tu abuela o tu papá sin testar y estás pensando en que puedes reclamar algo, no te entusiasmes mucho porque puede ser que ya tenga otro dueño.

Nada en la vida tiene garantía, nada es seguro; ni la casa, ni los electrodomésticos, ni los realitos que depositaste en el Banco, ni el juramento para toda la vida. “Seguro lo comido”, así que disfrútala mientas puedas porque, así como venimos, así nos vamos.

Ronald Hill A.
La Colina
Domingo, 03 de junio de 2012

lunes, 25 de junio de 2012

LAS PREFERIDAS DEL PUERTO

Al abordar la panga lo reconocí inmediatamente a pesar del tiempo transcurrido. “Hola, te acuerdas de mi”, le dije y entablamos conversación. Desde muy joven, a los diecinueve años, Felipe se trasladó a vivir a los Estados Unidos con sus padres, y ahora, a la edad de sesenta y cinco años, regresa como turista.

“Voy a visitar viejas amistades”, dijo en el trayecto, gritándome al oído por el rugir del motor de setenta y cinco caballos de fuerza. Vi que admiraba como cuando niño la costa de la bahía, Half Way Cay, la isla del Venado y la de Miss Lilian. Descubrí en su antebrazo derecho el tatuaje de una mujer desnuda dando la espalda, acostada sobre una toalla en la que cae su larga cabellera negra, y, al darse cuenta, lo cubre bajando las mangas de su camisa.

Desembarcamos en el muelle de El Bluff y comenzó a llover. Resguardándonos en la caseta me pidió que lo acompañara en su recorrido. “Creo que es por aquí, debemos caminar a la derecha”, dijo al abandonar el andén. Subimos por una ladera resbaladiza, agarrándonos de pequeños arbustos y raíces para no caer. Volví a percibir el aroma exuberante de la humedad arraigada en el suelo, el canto de las loras, que por gracia divina sobreviven a la hambruna, y las casas de madera en hileras, una detrás de otra, devoradas por el tiempo.

Toca la puerta, llama su nombre; no hay respuesta. Insiste y desde el fondo de la casita escucho un grito: “¡¿quién me busca?!” Con cierto temor, Felipe contesta y dice su nombre. No responde, pero el ruido de los pasos delata su presencia. Escucho que quita la aldaba, su esfuerzo al levantar la tranca y, al empujar la puerta de un tirón, Felipe se retira porque abre hacia afuera.

Lleva puesto un camisón celeste emblanquecido por las lavadas, calza chinelas de gancho y se sostiene de la tranca. Su cabello, el que aún le queda, se muestra cano, gris y blanco, cenizo. Su mirada es golpeada por la luz que entra a través del rectángulo de la puerta. “No has perdido el brillo coqueto de tus ojos”, dice Felipe. Lo observa de pies a cabeza, buscándolo en los pliegues guardados de su memoria, y luego de unos segundos sonríe. “Entrá papacito, te sigo esperando”, responde al tomarlo con su mano arrugada y atraerlo hacia la pequeña sala. “Y vos, pasá también” dice al verme en la puerta. “Abrí la ventana, que entre aire y luz que quiero verte en la claridad”, le indica a Felipe. “Siéntate aquí a mi lado y vos arrimá aquel banco”, agrega al sentarse en una mecedora.

“Me he dado cuenta que te va muy bien en la yunai. Hasta ahora te acuerdas de mí, ni una postal enviaste, menos una cartita, sos un ingrato pero no te guardo rencor, no tengo por qué. Te agradezco el gesto de visitarme aunque ahora no vas a disfrutarme como en aquellos tiempos. Mírame como estoy, la vida se acaba, el tiempo nos destroza, pero no quiero ponerme sentimental, menos con vos que tanto cariño te di. Quién iba a decir que después de tanto tiempo, no dudes en detenerme si me equivoco, porque hasta olvidadiza estoy, más de cuarenta años desde la última noche que apareciste, así como ahora, golpeando desesperado la puerta, te ibas a parecer tanto a tu padre, el gringo dueño de barcos pesqueros, nunca te imagine así, cómo pasa el tiempo, se nos escapa sin darnos cuenta”.

“Esos fueron los tiempos dorados en este puerto. Los tiempos de la Booth, de los barcos mercantes, de la abundancia porque de todo había, hasta los burdeles eran necesarios para calmar las penas de los marinos que regresaban forrados de billetes y rabiosos por refugiarse en los brazos de una mujer después de pasar un mes en altamar añorando el Vietnam, el Dragón de Oro y a nosotras, las preferidas de todos ellos: la Chepa, la Chabela, la Pasito Corto, la Diablo Rojo, a la Marta, la Casimira, la Yegua Blanca, a todas nosotras que tan bien los tratábamos, todo lo que querían se les consentía”.

“Te fijás, me he adelantado, la memoria se me escurre porque antes de nosotras, la preferida de todos los guardias en días de pago, los de aquí y de Bluefields, y los chavalos de esa cosecha, entre los que recuerdo a Pinolillo, Charol, el Zancudo, Chico, Noel y el Negro Palancón, ¿sabías que al pobre Negro lo mataron en el mercado Oriental, lo sabías?, tan bello el negrito, bien dotado el bandido, la que calmaba sus andanzas era la María Cutuna que apareció aquí por los años cuarenta desde Granada. Vivía en la casa del Mandador, allá abajo, detrás del cementerio a orilla de la bahía entre guayabales, cerca del suampo. Prendía un candil, sintonizaba radios colombianas porque le encantaban los vallenatos y la pobre se enzepolaba para ganarse el día a la edad de setenta años, sin poder moverse; pero era escandalosa, hacía un tremendo alboroto para entusiasmarlos por cinco pesos”.

“En esa época las cantinas famosas eran las de Miss Lilian y Miss Pet, no eran burdeles legítimos sino que tenían sus cuartitos de desahogo que mantenían bien limpitos unas guapas cornaileñas, ojos verdes y morenas, que atendían a los clientes de los barcos mercantes, alemanes, franceses, noruegos, gringos, de todos lados que pasaban por aquí. Ya sé que esa mirada tuya no es de sorpresa, nunca te ha cambiado. Qué lástima, te fuiste pichón, lleno de vida. Aunque no lo creas, nunca olvido aquella semana santa que pasamos en uno de los ranchos que instalaban en la playa; vos haciéndote el rogado, llegabas a la mesa y te escapabas con tus amigos, pero apenas se iban, cuando la playa quedaba desolada con sólo Blofeños la fiesta comenzaba”.

Hace una pausa, se inclina con esfuerzo y estira su mano hacia Philip.

“Déjame que te toque ese bigote canoso que tenés, discúlpame, pero esos recuerdos del pasado me ponen espumosa, me ablandan el corazón, me tiemblan las piernas con sólo pensar en la dicha de haberte tenido aquí pegadito a mi cuerpo, este cuerpo que ahora miras inútil, envejecido por los años, te hacia subir al cielo, te babeabas en mis pechos ahora vencidos, estas nalgas ahora escurridas te volvían loco cuando te cabalgaba como potro arisco y estos labios marchitos bebieron la miel de tu cuerpo hasta rendirte de gozo. Dame un segundo, ya regreso”.

Se levanta y entra a la habitación. Felipe me mira desconcertado.
 
 “Aquí tengo esta foto, estoy en el Vietnam, las dos que están a mi lado son amigas que viajaron conmigo desde Corinto. Te acuerdas de ellas, tenés que acordarte, siempre estábamos juntas, éramos inseparables. El Vietnam, qué ocurrencia tuvo la Shirley de ponerle ese nombre al burdel, la misma guerra, la guerra entre hombre y mujeres, entre las mujeres de los maridos escapados y nosotras como que fuéramos culpables de la carencia de mañas para enloquecerlos, de no permitirles sus juegos de fantasía”.

“¿Estás sorprendido?, ¡pero si vos lo sabes!, los grandes señores de aquí y de Bluefields eran nuestra clientela exclusiva. Aparecían en grupos, medio borrachos, envalentonados y el esmero de la Shirley por atenderlos era tal que cerraba las puertas, se iba para donde su Bato y nos dejaba solas para que todo lo disponible fuera de ellos. Amos y señores del putal, pero después, santos sin mancha, sólo quedaba el reguero que hacían. Imagínate, todos en bolas, a media luz con la roconola en alto, unos chineando, otros sentados en la barra, tocándonos, bebiendo, fumando, dos con una, una con dos, ni los cuartuchos ocupaban, allí nomás donde todos miraban sin perturbarse, sin molestar, sin miedo porque no eran desalmados, se divertían, un pasatiempo que tanto necesitaban así como nosotras el dinero de ellos para sobrevivir. A los bochincheros, los chivos fijados, una vez los corría la Shirley y no los volvía a dejar que pusieran un pie en su Vietnam. Era cumplida, todos los viernes nos llevaba en procesión a Bluefields para que pasáramos revisión en la sanidad. Ahora todo ha cambiado, los hombres no tiene para pagar un polvo, los pobres están sin trabajo, andan pidiendo para drogarse, la piedra no deja que se les pare, mientras yo muero entre la sombra de estos árboles de mango”.

“¡Te veo inquieto!, ¿no te gusta que hable de eso?”

“Debo irme, vamos hacia el muelle de los barcos camaroneros, luego tomaré unas fotos del parque de la loma y caminaremos hacia la playa. Ha sido un placer verte, tus recuerdos me hacen volver a vivir esos años que tanto añoras”, dice Felipe. 

Lo toma nuevamente de la mano y Felipe le da un beso en la frente. Salgo de la sala, bajo las dos gradas y cuando Felipe se dispone a hacerlo ella le dice: “Te olvidaste”. Saca su cartera, toma veinte dólares y al intentar que los agarre lo queda viendo sorprendida. “Mi preferida”, eso es lo que me decías cuando salías mareado guindo abajo.

martes, 19 de junio de 2012

LA CASA DE PAPÚ

No era corpulento ni alto pero tenía grandes entradas en su frente y una mirada de paz. Hablaba bajito, pausado, y caminaba cabizbajo como meditando en los senderos recorridos del tiempo. Cuando joven, Ernest Simeón Hill, llamado “Papú” por sus nietos, salía de su casa por las mañanas con un sombrero de paja, vestido con camisa manga larga para abordar su cayuco “Juanita” y dirigirse hacia Jack Neal, una parte de la costa al sureste de la isla de Utila que era de su propiedad. Allí cultivaba cocos, bananos, mangos y aguacates. El cayuco de Papú fue el primero de la isla que navegó impulsado por un motor estacionario. Atrapaba tortugas con redes y recolectaba sus huevos escarbando en la arena. También tenia una gran puntería, desde la punta del cayuco le disparaba a los barracudas sin errar un sólo tiro. Cuando regresaba por las tarde siempre llevaba a casa sus cosechas y presas, las que vendía en el pueblo.

Papú contrajo matrimonio con Hazel Eldean Bush cuando tenía veintiún años y ella quince. La ceremonia del casamiento se realizó en la iglesia Metodista de Utila el día domingo 4 de febrero de 1912. En plena juventud se amaron como pajaritos enloquecidos de amor revoloteando entre flores bajo el ardiente sol del caribe hondureño y formaron una familia compuesta de diez hijos: Zola, Molly, Hazel, Ernest Simeón Jr., Kenton Chetwood, Natalie, Vilma Gwen, White Bush, Clifton Gideon y Henry Bush. A casi todos los conocí en la casa de Papú, menos a Molly porque murió en 1919 cuando tenía cuatro años.

La casa de Papú era de madera y tambo, un tambo alto. Allí, debajo de la casa, Papú acomodaba sus productos, las tortugas volteadas con el caparazón sobre el suelo y con unas tablillas debajo de sus cabezas para que descansaran. En ese lugar jugaba parte de la mañana entre la grava, arena de mar y conchas de caracoles. En el centro del tambo, Papú guardaba sus herramientas en una bodega. Al lado izquierdo había una bomba manual oxidada bajo las ramas frondosas de un árbol de mamón. Años atrás, con esa bomba sacaban agua de un pozo y la almacenaban en un gran tanque de madera sostenida a su alrededor por láminas de hierro, pero fue abandonada cuando el pozo se secó. Desde allí escuchaba los pasos de la abuela Hazel en sus tareas cotidianas.

Un caminito de grava, desde la esquina del terreno de Papú, ubicado al doblar a la derecha up on the Hill y a la izquierda hacia el cementerio, recorriendo hacia el norte el sendero arenoso de Mamy Lane en dirección a Jericó, conducía hacia las empinadas gradas de su casa. En la esquina había un inmenso árbol de mango mechudo cuyos frutos saboreaba por las mañanas. Contiguo a la ventana de la primera habitación del ala izquierda de la casa de Papú, había un árbol de Jamaica Apple, moradas de tan rojas, dulces, y todo el suelo a su alrededor era rojo. El lado derecho del patio era un jardín de frutas: había árboles de aguacate que daban unos frutos carnosos y cremosos con una semilla pequeñita, un árbol de mango Bombay cuyos frutos eran del tamaño de una fruta de pan, otro de Golden mango y uno de Sugar mango. La abuela Hazel los cuidaba con esmero y preparaba una exquisita jalea de mango que me daba a saborear con pan de coco.

Cuando los visitábamos mis hermanos y yo, nos alojaban en la primera habitación del ala izquierda de la casa. La habitación de Papú estaba pegada al corredor de la cocina, contiguo a la del árbol de Jamaica Apple. A la hora del almuerzo, la abuela Hazel nos llamaba: “el comida estar listo, venir a comer”, nos decía en español y, al concluir decía sonriendo: “barriga lleno, corazón estar contento”. El corredor de la cocina era la sala de estar, el corazón de la casa de Papú, siempre estaba fresco, por ello colgaban hamacas y junto a la baranda había una banca con respaldar donde los adultos descansaban. La cocina no era muy grande pero tenía un anexo donde lavaban los trastes bajo la frescura de un árbol de aguacate y al lado izquierdo había un baño. El área de lavar trastes, al lado derecho de la cocina, tenía unas gradas que daban acceso a un gran pozo, cubierto desde el delantal hasta el brocal, con piedras azules brillantes. A ese pozo llegaba Mayoo a halar agua para su casa que quedaba detrás de la de Papú y la trasladaba en sus caballos, así como Kaiza que vivía un poco más hacia la colina bajo unos grandes árboles de mamey y otros vecinos de Mamy Lane.

Los ojos de abuela Hazel eran redondos y azules como el cielo, y su cabello fino y blanco como el algodón. Su voz alegre mantenía el orden en la casa. En el patio cultivaba diversos tipos de flores que florecían durante todo el año. Cuando me miraba triste porque añoraba a mis padres, decía: “poor little thing” y me acurrucaba en su pecho acariciándome la cabeza, pero cuando no hacía caso o cometía una travesura, sus ojos brillaban como el sol sobre el mar. Papú no decía nada, solo sonreía. Cuando surgía un problema en la familia ella siempre estaba atenta: una herida, un clavo en el talón del pie, un anzuelo encarnado en la mano, un dolor de garganta o una gripe, con amabilidad y dulzura todo lo resolvía. Si debía visitar la casa de sus hijos e hijas por las noches para socorrer a sus nietos, tomaba su flash light y se dirigía con pasos seguros y el alma en sus manos para llenarlos de caricias y besos.  Papú era el menor de sus cinco hermanos, cuatro mujeres y un varón, mientras que la abuela Hazel tuvo cuatro hermanos de los cuales uno era varón, Henry, el menor. A la casa de Papú llegaba la hermana de la abuela Hazel, Indiana, quien era idéntica a ella pero menos alta y le llamábamos “tía Indiana”. En el pasillo de la casa de Papú, en la pared derecha pintada de blanco, había una foto colgada en la pared de Mary Flynn, la mamá de abuela Hazel, bella y con la misma mirada.

En la casa de Papú conocí a todos mis primos y primas que vivían en Utila y a aquellos que en tiempos de vacaciones, desde los Estados Unidos, visitaban la isla. La primera vez que llegue a visitar la casa de Papú fue en una avioneta que aterrizó en la antigua pista de aterrizaje cerca del campo de béisbol. Los Utileños, al verla dar vueltas sobre la isla, acudían alegres a ese lugar. Luego, con el paso de los años, la pista de aterrizaje se trasladó al extremo sureste de la isla, en el sitio conocido como La Punta. Era corta, revestida con grava blanca fina sobre la arena y los fuertes vientos del noreste obligaban a los pilotos a hacer uso de todas sus habilidades al momento de aterrizar.

En La Punta aprendí a nadar; entre la orilla y el arrecife caí en una depresión arenosa, el agua cubrió todo mi cuerpo y repentinamente me encontré nadando. Experimenté una de las mayores dichas en esos años de niñez y luego me tiraba desde el muelle de Mr. Archie con los primos y amigos para zambullirme en las limpias aguas de la isla. En la Punta, antes de llegar al puente de madera que cruza Upper Lagoon y une el pueblo con ese extremo de la isla, vivían mis tíos Henry y Simeón, cada uno con su familia, en casas separadas por un cerco de madera. Por las tardes, con mis primos Crawford, Albert, Billy y Johnny, por ser casi de la misma edad, solíamos atrapar sardinas enormes acostados en los bordes del puente con hilos finos de nylon y anzuelos diminutos que hacíamos girar en círculos sin carnada sobre el cardumen para luego dirigirnos al muelle de Mr. Archie a pescar unos peces finos, plateados y chatos pero deliciosos llamados Silver Fish que llevábamos a la casa de Papú y la abuela Hazel los preparaba fritos con tajadas de plátano. En periodos lluviosos, frente a la casa de mis tíos, los fuertes vientos provocaban que el agua de la laguna inundara un terreno baldío y, con diminutos trozos de madera, hacíamos veleros para competir con Andy y Roby Bush en regatas de fantasía. En época seca, en el mismo espacio, jugábamos futbol y béisbol de dos bases.

Con mis primos conocí diferentes lugares de Utila. Una mañana, visitó la casa de Papú Frank Feurtado con su inseparable cámara fotográfica. Llegaba de vacaciones y me invitó a conocer Pumpkin Hill, el punto más elevado de la isla. Por más de una hora caminamos desde la casa, pasando el campo de béisbol en dirección noreste, por un sendero llano y lodoso bajo la vegetación del bosque. Desde la cumbre observé la belleza de Utila, su vegetación, los pescadores en sus cayucos, las aguas color turquesa que la rodean y, a los lejos, en dirección noreste, la isla de Roatán. Después nos trasladamos a Brandon Hill con el fin de entrar a su cueva; subimos sobre piedras, nos amarramos de una cuerda frente al orificio de entrada y comenzamos a bajar a sus entrañas. En la medida que avanzábamos, los espacios se reducían en aquella concavidad como tratando de evitar que la profanáramos y debíamos arrastrarnos como topo en su madriguera. Con un foco en mano el primo Frank alumbraba el trayecto y, sobre la bóveda color amarillo terroso que nos cubría, adheridos de sus patas en ella, descubrimos miles de murciélagos. Fue la primera y última vez que entré a las entrañas de Brandon Hill.    

Papú masticaba tabaco. Desde los Estados Unidos sus hijos se lo enviaban de diversos sabores y pasaba largas horas en ello, sentado en una mecedora frente a la las gradas, escupiendo en una cubeta que mantenía al lado. Cuando ese tabaco fino se le terminaba compraba puros baratos para masticarlo. Antes de caer el sol, Papú bajaba las gradas y se dirigía hacia el Cabildo ubicado una cuadra al sur de la casa, en el tope de la calle principal arenosa de Utila. Con los años, cuando comenzó a crecerme el bigote y la barba, debía rasurarme: tomaba una brocha de barbero, preparaba espuma con el jabón en una taza y frente a un espejo colgado en el corazón de la casa lo hacia. Papú me observaba con atención y un día dijo: “yo también necesito una afeitada”. Tomé una porra, puse a calentar agua, con un paño caliente froté sus mejillas, cuello y bigote y lo cubrí de espuma. Cuchilla en mano procedí a afeitarlo con el mayor esmero posible tratando de evitar una cortada. Papú nunca se movía y me daba la impresión que hacía una pequeña siesta. Al terminar, lo limpiaba con el paño y frotaba mis manos llenas de colonia en su cara. Luego Papú entraba a su habitación, cambiaba de ropa y se ponía su sombrero de cazador para partir hacia el Cabildo. Sentado en el corredor del Cabildo con sus amigos, entre ellos Mayoo, Pat Flynn, Charles Muñoz, Sherlock Muñoz y otros, conversaban sobre sus aventuras de juventud y los problemas cotidianos de la isla. Cuando las mujeres jóvenes y guapas, las utileñas, pasaban por la calle y con sus ocurrencias y piropos las halagaban, desde la casa se escuchaban las intensas carcajadas de alegría que ellas y el grupo de amigos de Papú emitían con entusiasmo. “Papú, sobre qué habla con sus amigos que las mujeres se ríen a grandes carcajadas”, le pregunté una noche mientras escuchaba sentado en su mecedora la radio de Belice. “Hijo, un día, cuando seas mayor lo sabrás”, respondió.

Papú me llevó a conocer los Cayitos, un archipiélago formado por trece cayos en el extremo suroeste de Utila. Con su cayuco navegaba cerca de la costa que exponía su franja de arena blanca cubierta de una densa vegetación de cocoteros y apreciaba, bajo las aguas cristalinas, la riqueza marina: cardúmenes de peces, delfines, tortugas y el inmenso arrecife que los protege y da vida, así como la diversidad de aves marinas revoloteando en el cielo azul pintado en el horizonte de blancas nubes. Papú tenía parientes en Jewel Cay, el más grande de todos y el único poblado. La gente de los Cayitos son grandes pescadores y cuelgan en varas los pescados salados que luego venden en la costa de Honduras. Papú, luego de visitar a sus parientes, nos llevaba a Water Cay, un cayo con una pequeña bahía de agua transparente color turquesa y arena blanca que recorría en pocos minutos, y podía trasladarme caminando con el agua hasta la cintura a otro Cayo adyacente. Luego de disfrutar de sus aguas y atrapar conchas de caracoles de diversas formas, regresábamos al atardecer con el sol a nuestras espaldas vistiendo de amarillo las tranquilas aguas de la bahía de Utila.

En la adolescencia aprendí a bucear con snorkel y descubrí la vida existente en el majestuoso arrecife de Utila. Frente a la Punta cerca del faro, Rock Point, paralelo a la costa de Blue Bayou iniciando desde la playa de Sandy Bay, Little Bight y en los Cayitos, me sumergía bajo el oleaje imperceptible para admirar ese mundo exótico y multicolor lleno de vida: peces amarillos, rojos, azules, anguilas, barracudas, caracoles de diversos tamaños, tortugas, estrellas, caballitos y helechos de mar de diversas formas, hasta que mis pulmones estaban por reventar para salir soplando el agua del tubo, respirar, nadar en la superficie y volver a bajar.

Por las noches, la abuela Hazel me concedía permiso para salir al centro y Papú decía que regresara antes que se apagaran las luces del pueblo. Una planta eléctrica ubicada en una casita de madera, al lado izquierdo del andén, caminando hacia la tienda de Mr. Archie, se encendía después de las cinco de la tarde y dejaba de funcionar antes de las diez de la noche. Con unas cuantas monedas, one nickel, one dime, one quarter o un “tostón”, salía entusiasmado hacia la casa de Mrs. Decker que tenía en la plata baja un comedor y, al entrar, los aromas de sus panes, pasteles, hamburguesas y chancho con yuca enloquecían mis deseos por degustarlos. También caminaba hasta donde Mr. Archie para comprarle a Mayra, una vendedora noctámbula que se ubicaba en frente de la tienda con una pequeña mesa de madera y varias panas, el delicioso “wishawilly” con yuca y ensalada de repollo con tomate. Ese punto era de encuentro con primos y amigos, entre ellos Danny Muñoz, Ralph Zelaya, Héctor Fúnez, Hoyt Sanders, Web y otros, para entrar al salón del cine, un galerón de madera ubicado al lado izquierdo del muelle, donde proyectaban películas de cowboys, las preferidas en la isla.

Los sábados por la noche visitaba el salón de Mr. Harvey, “el 07”. A ese local, un galerón de paredes y piso de madera con ventanales a los lados y una barra al fondo, las utileñas acudían a bailar. Las piezas musicales que más sonaban eran de country music y las parejas bailaban abrazados dando largos pasos, girando en círculos alrededor del local. Nunca había bailado de esa manera, pero una noche de despedida de año me atreví. Le extendí la mano a una rubia de ojos azules que estaba sentada junto a sus amigas en una de las bancas y, tomados de la mano, me llevó al centro del salón; mis pasos torpes, mis movimientos lentos por la costumbre de bailar pegado en dos ladrillos al ritmo del soul y reggae, poco a poco se fueron acoplando al ritmo de ella y termine bañado en sudor. En la plenitud de la noche, al ritmo de la canción “knock three times” todos se detenían al momento que la letra decía “Oh my darling, knock three times on the ceiling if you want me” golpeando, hombres y mujeres, con toda la fuerza de su pie derecho el piso de madera, estremeciendo el salón de Mr. Harvey como si un terremoto sacudiera la isla.

Al salón de Mr. Harvey no podían entrar los black creoles de Utila. Una noche, sin darme cuenta de ello, le dije a mi amigo Hoyt Sanders: “vamos a la fiesta del 07” y sorprendido respondió: “allí no pueden entrar los negros” y me invitó al salón donde ellos lo hacían: “the bucket of blood”, ubicado en extremo sur de Lozano road y unos metros antes de virar a la izquierda por Rocky Hill road. El ambiente en la “cubeta de sangre”, un salón mucho más pequeño que el 07, era acogedor por la música soul, blues, calipso y reggae que sensualmente bailaban las parejas. Luego que Hoyt me presentó a sus amigas y amigos diciendo “this is the son of White Bush” tuve la impresión de ser bienvenido. Una tarde se lo pregunté a Papú. “Abuelo, por qué los negros no pueden entrar al salón de Mr. Harvey”. Se quedó meditando, masticando su tabaco. “Por puras majaderías”, respondió después de escupir en la cubeta.

Antes de subir al cementerio de Utila, “the garden of memories”, para visitar a mis padres, a Papú y a la abuela Hazel, siempre me detengo en la esquina del terreno donde estaba la casa de Papú. Desde allí regresan los recuerdos, escucho la voz de la abuela Hazel y veo claramente a Papú bajar las gradas con su característico sombrero de cazador, pasa a un lado, y se dirige a reunirse con sus amigos que lo esperan en la antigua casa del Cabildo.

Ronald Hill A.
Sábado, 09 de junio de 2012

viernes, 15 de junio de 2012

SUS MEMORIAS ME ACOMPAÑAN

Hace un año escribí EL FSLN ESTÁ DE DUELO EN NUEVA GUINEA y, desde entonces, sus memorias me acompañan, surgen inesperadamente en los momentos cotidianos. Y hoy, luego de un año, a petición de sus hijos y en honor a ellos, acudo junto a todos ustedes para recordarlos, para que el entusiasmo que tuvieron en vida, el compromiso irrenunciable de construir un mundo justo y solidario junto a los pobres y excluidos, sea renovado y enriquecido, renunciando a prebendas, al desencanto, a la miopía empalagosa que nubla el futuro, a la arrogancia que margina y el oportunismo miserable que tanto daño han causado en la lucha por lograrlo.

Ronald Hill A.
15/06/2012
Acto de conmemoración en Nueva Guinea.

lunes, 11 de junio de 2012

EL TRENCITO DE LA ALEGRIA

En el muro de concreto pintado de blanco que resguarda los tanques de la ESSO, en la bifurcación de la carretera que conduce hacia la aduana a la derecha y a la planta procesadora de mariscos por la izquierda, estaban apiñados, pegaditos uno con el otro. Dos de ellos, recostados en el muro, bajo la sombra de los inmensos tanques de hierro que almacenaban combustible, miraban hacia el muelle de los barcos camaroneros. En lo alto del primer tanque, al culminar la escalera, se leía en un rótulo que diario cambiaba de cifra: “1350 días sin accidentes”. En cuclillas, dos volvían la mirada hacia la planta procesadora y al taller de mecánica de don Chon Benavidez.

    Ya se hizo tarde, nunca vino y estoy rendido —dijo Rafael al levantarse y estirar las piernas sin despegar la mirada de la planta.
    Tené calma, no debe de tardar —respondió Charol despegándose del muro y dándole un palmazo en la cabeza a Noel, el menor de ellos.
    ¡Deja de joder al chavalo! —expresó Chico, empujándolo hacia un lado. — Si no se están quietos nos va a descubrir  monsieur Millet —agregó y todos volvieron a calmarse.

Llevaban media hora de estar en el lugar. Rafael y Noel llegaron primero por el lado del muelle de la aduana, mientras que Charol y Chico, luego de encontrarse frente a la capilla de la iglesia católica, caminaron hacia el callejón de piedras que separaba las casas de Miss Murtley y doña Chepita. Charol hizo el intento de buscar a Glenn, pero cuando se dirigía a su casa Miss Murtley desde el corredor, le gritó: “No molestar a Glenn, estar practicando con el guitar” y siguieron caminando. Estaban al lado de la oficina del time keeper cuando los vieron bajar por el camino lleno de surcos provocados por la correntada de agua que bajaba desde la loma donde vivía el Coronel alma de niño. “Te fijas, aparecieron”, expresó Noel con alegría y al juntarse se trasladaron al muro.

    ¡Allá viene, allá viene! —gritó Charol.
    Tenés ojos de tijereta —dijo Rafael.
    Se siente la venida por los rieles —agregó Noel.
    Cálmense, cálmense, tenemos que estar ojo al cristo —volvió a insistir Chico.

Desde que salía del muelle de los barcos camaroneros, distante a un kilometro y medio de donde estaban, el trencito se notaba entre el manglar espeso que cubría ambos lados de la vía. Al lado izquierdo del camino, pegado al suampo, estaban ubicados los rieles que rechinaban al avanzar sobre ellos como culebreándose con calma en el trayecto. Un motor de diesel ubicado en el vagón del conductor lo arrastraba con otros siete en forma de U cargados de mariscos. Pintado totalmente de blanco, a excepción de las ruedas, el trencito que estaban esperando había sido importado desde Panamá por la empresa Casa Cruz luego que sirviera, decían los adultos, en la construcción del canal. Al acercarse escucharon impacientes el “tuc, tuc, tuc” provocado por el motor y el chillido de las ruedas brincando sobre los rieles que descansaban en durmientes de Cortez pintados con aceite quemado para que duraran toda la vida. Frente a ellos, a unos quince metros, giró hacia la planta y Pinolillo, el conductor, les hizo señas con la mano izquierda indicándoles que lo esperaran.

    ¡Ya se asomó, se asomó! —dijo Charol y volvieron a ver hacia la planta.

Vestía pantalones y chaqueta de lino blanco adornada con botones y cadenas de plata que recortaban las mangas. El trenzado de las partes visibles de la camiseta, igual que los puños y el cuello, estaban cosido en la chaqueta. La corbata de nylon blanco la usaba en pre-nudo y el chaleco de nylon brumoso tenía botones del mismo color. Un sombrero con amplias bandas coincidía con la tela del chaleco y con las zapatillas en la punta, exceptuando la franja de cuero negro en la parte del talón y la leontina de oro que sostenía el reloj de bolsillo.

    ¡Es él!, ¡es monsieur Millet! —murmuró en voz alta Noel y se volvieron a apretujar.

La apariencia de dandy de Millet cubría su verdadera personalidad que ni su esposa, una francesita bella y de modales refinados, al tomarse de su brazo podía solaparla. Los black creoles de Bluefields que laboraban en la planta procesadora lo odiaban porque se decía que provenía de una familia dueña de plantaciones de caña de azúcar en Haití donde habían esclavizado a más de doscientos negros y, además, por el maltrato que les daba. “Mils de pute, se rendre au travail”, les gritaba enojado cuando los encontraba sin trabajar y, a los que despedía, no les cancelaba sus prestaciones sociales ni les permitía que entraran en las instalaciones de la planta a reclamar sus derechos. Ese carácter y su apariencia lo convertían en un demonio temido, a tal grado que los trabajadores despedidos, con el apoyo de OPROCO, organizaron una marcha por las principales calles de Bluefields en la que cargaban varios ataúdes y gritaban enardecidos: “Doña Ley se murió”, “Aquí va doña Ley”. Por ello estaban en alerta, evitando que los descubriera pegaditos al muro.

Luego de estacionarse en el área de proceso, los operadores ladeaban los vagones del trencito para hacer la descarga de mariscos y el del conductor lo cambiaban de posición de tal forma que de la parte frontal pasaba a la posterior para regresar vacío hacia el muelle donde volvían a hacer la maniobra. Era toda una novedad en el puerto de El Bluff y los cuatro salieron disparados detrás de él una vez que Pinolillo les hizo la señal.

Corrían como gacelas, calculando que cada zancada coincidiera en los durmientes, sin empujarse pero gritándole  “¡Apúrate!, ¡Apúrate que nos deja!”, al que iba en la delantera. Se tomaban del borde del último vagón y de un sólo brinco se subían, uno tras el otro, hasta quedar amontonados, pegando gritos de alegría al ritmo de los movimientos que los sacudía. Pinolillo, chavalo como ellos, aceleraba el motor a su máxima velocidad, diez kilómetros por hora y, repentinamente, lo frenaba para que sus cuerpos rodaran dentro del vagón, volviendo a aumentar la velocidad mientras ellos le gritaban “¡Dale!, ¡Dale más!” hasta llegar al muelle en ese jueguito con el trencito.

Se bajaron exhaustos del vagón y los cuatro se despidieron de Pinolillo. Caminaron por la costa en dirección hacia la Carbonera y doblaron por la ensenada. Brincaban contentos al avanzar sobre los troncos de madera que se arpillaban en el manglar al ritmo de la marea y salieron felices en la carretera, cerca del muelle de la Texaco. Sus rostros brillaban de dicha por el viaje en el trencito y por haber evitado que monsieur Millet los descubriera.

Ronald Hill A.
Miércoles, 06 de junio de 2012

jueves, 7 de junio de 2012

ENTREVISTA EN UN TRANQUE A PRODUCTOR DEL MOVIMIENTO CERO LECHE, CERO CARNE

Hoy amanecieron varios tranques del movimiento de productores "Cero Leche, Cero Carne" en diferentes zonas del país (Empalme de Lóvago, Empalme de la Curva, La Gateada de Chontales, Empalme del Triunfo y Pájaro Negro de Río San Juan y Empalme de El Verdun en Nueva Guinea). Demandan precio justo por la leche y el ganado.

Aquí les dejo este vídeo donde el productor Rodney Alvarez nos explica las razones y lo que pretenden alcanzar con esta medida. Dale click





OJOS VERDES

Como las rosas tiernecitas de un rosal
como las perlas y brillantes de un tesoro
son tus ojos, verdes como la naturaleza
linda belleza vegetal.


Ojos verdes que me hechizan
que me embelesan toda la vida
ojos verdes como el mar yo los quiero para mi
no me dejen de mirar porque me puedo morir.


Si yo pudiera arrancarte de tu faz
esos ojitos y en un cofre de tesoros
en una isla junto a mi vida
allí quedarían en esa isla que tiene el mar.


Ojos verdes que me hechizan
que me embelesan toda la vida
ojos verdes como el mar yo los quiero para mi
no me dejen de mirar porque me puedo morir.

lunes, 4 de junio de 2012

¡OBEAH-ME!, ¡SONTÍNEAME!

“Obeah” (Obi, OBEA u Obia) es un término utilizado en el Caribe para referirse a la magia popular, hechicería, brujería y las prácticas religiosas derivadas de África Occidental, especialmente del pueblo Igbo. Es similar a otras religiones como Palo, Vudú, Santería, Rootwork  y se asocia con la mala suerte. Fue traída a Nicaragua por los esclavos africanos, pero no es una práctica religiosa sino una manera de realizar maravillas por medio de fuerzas misteriosas.

En su libro, Oral History of Bluefields, Hugo Sujo Wilson nos brinda un capítulo completo sobre la práctica de Obeah en dicha ciudad: “para algunos es una especie de ciencia oculta, para otros es magia. Esa es la razón por la cual al Obeah man o brujo lo llaman a veces science man (hombre de ciencia). Entre la gente de habla española, el Obeah llegó a llamarse sontín (something) porque cuando el cliente consultaba con el Obeah man, después que este escuchaba el caso, le decía en inglés “I am going to give you something”  (voy a darte algo).

El profesor Sujo habla únicamente del Obeah man pero existen Obeah women (brujas) que también predicen el futuro y elaboran encantamientos, entre estos, cito a Sujo, “ahuyentando a un hombre o una mujer; prosperando en el trabajo y los negocios; causando el fracaso de un enemigo en el trabajo y los negocios; curando una enfermedad misteriosa e incurable por otros medios; causándole a un enemigo alguna enfermedad incurable y misteriosa; poniendo un espíritu o fantasma en la casa de alguien, o sacándolo de allí; “arreglando” a los caballos para que ganen las carreras; “arreglando” a los jugadores de baseball para que ganara su equipo; “arreglando” a un tahúr para que siempre ganara; colocando sapos y tortugas dentro del estómago de las personas, o sacándolos de allí” y agrego, pintando a una persona o haciéndole un conjuro.

¿Cómo operan los brujos y las brujas, los Obeah man y Obeah women? De diferentes formas, pero siempre de manera misteriosa. Hacen ritos, ceremonias y se surten de diferentes materiales. “En algunos de los asuntos con espíritus y fantasmas, entraban al cementerio desnudos a media noche para decir o hacer ciertas cosas. Para curar o causar ciertas enfermedades, enterraban o desenterraban, en la oscuridad de la noche, pequeñas botellas y otros objetos misteriosos. En materia de amor usaban pedazos de nidos de golondrina, conocida localmente como macúa, así como pociones y baños misteriosos. Para obtener resultados en otras actividades usaban murciélagos, gatos negros, tierra de sepultura y agua que había sido usada para bañar a un muerto. En algunos casos leían capítulos del libro de los Salmos de la Biblia cristiana”, señala Sujo.

A continuación te dejo algunas prácticas sobre Obeah realizadas en Bluefields según el profesor Sujo:

Cómo deshacerse de una persona:

Si alrededor tuyo hay una persona que te estorba, que no te gusta o te está causando problemas, puedes deshacerte de ella si haces lo siguiente: escribe el nombre de la persona en un pedazo de papel, envuélvelo en un pedazo de tela negra, marca una cruz roja sobre la tela y mételo dentro de una botella pequeña. Luego vete a un arroyo, llama el nombre de la persona y tira la botella dentro de la corriente de agua, sin volver a ver hacia atrás. Eso hará que la persona se vaya y no regrese jamás.

Cómo hacer que un hombre deje a una mujer:

Si un hombre tiene una mujer a quien quiere dejar pero no tiene la fuerza de voluntad, esto es lo que se debe hacer: comprar una camisola nueva y ponérsela; ponerse un saco y hacer ejercicio hasta sudar. Luego debe exprimir el sudor de la camisola dentro de un guacal nuevo, agregarle un pequeño trago de ron y bebérselo todo. Debe quemar la camisola y sentarse encima de ella mientras todavía está echando humo. Finalmente debe enterrar las cenizas. Eso tiene que hacerlo dos veces en el mes. Cumpliendo todo esto logrará olvidarla, pero mientras se encuentra bajo este tratamiento no debe comer nada de la mujer.

Cómo retener a un hombre:

Si una mujer quiere conservar a un hombre sólo para ella, por el tiempo que ella desee y hacerlo incapaz de dejarla, esto es lo que se debe hacer: mezclar en una bebida del hombre un poco de agua en que ella se ha bañado. Otra manera consiste en lavar la ropa íntima del hombre y enterrar el agua en un hoyo en el suelo debajo del dormitorio de ambos.

Hay muchas otras maneras para enloquecer a un hombre; si te encanta rezar, te recomiendo que leas “el conjuro”, pero la forma más real y practica lo leí en la novela: “La Isla Bajo el Mar” de Isabel Allende que tiene como fondo histórico la lucha de los negros en Haití por su liberación de la esclavitud. Aquí te dejo un fragmento del capitulo "el huevo de paloma":

 “…quiso levantarla en brazos para conducirla al lecho, que podía ver en la habitación contigua, pero Violette no le dio tiempo; sus manos de odalisca abrieron la bata de las garzas y bajaron las calzas, sus opulentas caderas culebrearon encima de él sabiamente hasta que se ensartó en su miembro pétreo con un hondo suspiro de alegría. Étienne Relais sintió que se sumergía en un pantano de deleite, sin memoria ni voluntad. Cerró los ojos, besando esa boca suculenta, saboreando el olor de mango, mientras recorría con sus callosas manos de soldado la suavidad imposible de esa piel y la abundante riqueza de esos cabellos. Se hundió en ella, abandonándose al calor, el sabor y el olor de esa joven… En pocos minutos estalló como un adolescente atolondrado, con un chorro espasmódico y un grito de frustración por no haberle dado placer a ella, porque deseaba, más que nada en su vida enamorarla… Relais no supo cuánto rato estuvieron así abrazados, hasta que volvió a respirar con normalidad y se despejó un poco la densa bruma que lo envolvía, entonces se dio cuenta de que todavía estaba dentro de ella, bien sujeto por esos músculos elásticos que lo masajeaban rítmicamente, apretando, soltando. Alcanzó a preguntarse cómo había aprendido esa niña aquellas artes de avezada cortesana antes de perderse nuevamente en el magma del deseo y la confusión de un amor instantáneo…. Loula restringió los gastos y subió la tarifa de su ama y cuanto más caro cobraba, más exclusivos se consideraban sus favores. Se encargó de inflar la fama de Viollete con una estrategia de rumores: decía que su ama podía mantener a un hombre dentro de ella toda la noche o resucitar la energía del más cansado doce veces seguidas, lo había aprendido de una mora y se ejercitaba con un huevo de paloma, salía de compras, iba al teatro y a las peleas de gallo con el huevo en su lugar secreto sin quebrarlo ni dejarlo caer”.

Ya ves pues, hay distintas maneras para que hagas tus ejercicios. ¡Obeah-me!, ¡Sontíneame!


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Miércoles, 30 de mayo de 2012